El Festival d’Aix-en-Provence intenta volver a reír
Una producción muy desigual de ‘Las bodas de Fígaro’ devuelve al festival provenzal su normalidad perdida
Para muchos festivales de verano, sobrevivir a la catástrofe de una segunda cancelación ha sido cuestión de semanas, o de días. Los más madrugadores, aquellos que –adelantándose al estío– tenían previsto arrancar en la segunda mitad de mayo o la primera de junio, han vuelto a sucumbir en su mayor parte, como ha sucedido en Gotemburgo o Aldeburgh, o a reinventarse a toda prisa, como es ...
Para muchos festivales de verano, sobrevivir a la catástrofe de una segunda cancelación ha sido cuestión de semanas, o de días. Los más madrugadores, aquellos que –adelantándose al estío– tenían previsto arrancar en la segunda mitad de mayo o la primera de junio, han vuelto a sucumbir en su mayor parte, como ha sucedido en Gotemburgo o Aldeburgh, o a reinventarse a toda prisa, como es el caso de Leipzig. Hasta hace tan solo dos o tres semanas, el resto vivía aún en la incertidumbre de cuáles serían las restricciones en el día fausto o infausto de la anunciada inauguración, de si podrían viajar todos sus artistas o de si podría mantenerse la programación tal cual estaba diseñada. Todo cambia, por supuesto, según los países y al albur de las decisiones políticas. El Festival d’Aix-en-Provence ha sido de los primeros afortunados en abrir sus puertas casi como si nada hubiera pasado, con aforos y calendario completos. Antes de acceder a cada espectáculo, eso sí, hay control individualizado de todos los espectadores, que deben acreditar contar con una pauta de vacunación completa o presentar una prueba negativa realizada en las últimas 48 horas. Incluso las entradas y salidas del teatro se hacen en tropel, a la antigua usanza, sin orden ni concierto, sin distancias de seguridad, en vez de con los estrictos protocolos y la secuenciación vigilada con celo por los acomodadores que siguen rigiendo en las salas españolas. Aun en el patio al aire libre del Teatro del Arzobispado, todo el público, los músicos de la orquesta y los integrantes del coro siguen llevando mascarillas.
Pierre Audi, el director general del festival, ha decidido abrir la temporada de la ansiada resurrección con una ópera de Mozart, que bien podría calificarse el compositor residente durante la larga historia del Festival de Aix-en-Provence. La obra elegida, Las bodas de Fígaro, suele garantizar risas y entretenimiento. Sin embargo, la apuesta ha funcionado solo a medias, en gran medida por la puesta en escena ideada por la directora neerlandesa Lotte de Beer, un batiburrillo de ideas deslavazadas, un mejunje que va escapándosele progresivamente de las manos (sobre todo al final del segundo acto), un auténtico totum revolutum en el que los espectadores menos familiarizados con la ópera de Mozart habrán tenido serios problemas para situarse y comprender quién es quién. Lo cierto es que el espectáculo arranca con ímpetu, ya desde una obertura en la que una cama (visible delante del telón pintado antes de que dé comienzo la representación) se convierte en punto de encuentro de todos los personajes, caracterizados a la manera de la commedia dell’arte, que no paran de gesticular mientras entran y salen frenéticamente por los laterales y por dos aberturas en el telón.
Tampoco desentona el muy farsesco inicio del primer acto, con una escenografía doble que presenta, a la izquierda, el dormitorio de la condesa y, a la derecha, un pequeño salón con un sofá. Una secadora y una lavadora de gran tamaño separan ambos espacios, sobre los que dos grandes letreros (“Aplausos” y “Risas”, en inglés) se encienden parpadeando a modo de reclamo o provocación. Susanna es reconocible como criada, mucho menos Figaro y el conde, mientras que la condesa aparece embutida en un ridículo atuendo para hacer fitness y Bartolo y Marcellina se presentan como una pareja de la tercera edad, ella haciendo ganchillo y envuelta en rellenos para hacer que parezca gorda. Don Basilio se lleva, sin embargo, la peor parte, pues cada vez que cambia de vestuario es a peor, como cuando simula ir montado en un unicornio hinchable o viste un traje lleno de globos y colgantes, vaya usted a saber por qué. Todos parecen incómodos en sus caracterizaciones y hasta Andrè Schuen, un actor nato con un desparpajo admirable en escena, no parece creerse nada de lo que le obligan a hacer. Confiar el coro “Giovani liete, fiori spargete” a un grupo de animadoras, con sus correspondientes pompones, y varios periodistas televisivos, todos amontonados en el pequeño salón de la derecha, es una decisión incomprensible, pues se halla desligada por completo de todo lo visto hasta entonces y de lo que se verá después.
En el segundo acto, las ocurrencias empiezan a abigarrarse y el tono inicial de comedia roza cada vez más el esperpento, con figurantes caracterizados de Borat o de cabezuda. Hay algunas buenas ocurrencias puntuales (como cuando Cherubino se esconde en la secadora), pero en general los gags, más allá de su mayor o menor efecto risible inmediato, acaban convirtiéndose a menudo en obstáculos y dando lugar a notables incongruencias, como cuando un disparo (la condesa multiplica sus atolondrados intentos de suicidio) echa abajo las paredes del dormitorio en que el conde encierra supuestamente a Cherubino. Asimismo, apuntes cómicos que podrían hacer subir la temperatura (como la erección inocultable del propio Cherubino) terminan por resultar cargantes por un exceso de reiteración: el humor requiere tiempos muy bien pautados. Lotte de Beer ha declarado que quería poner el énfasis en la interacción entre sexo y poder. El primero se plasma en varios revolcones, magreos y amagos de masturbación, en figurantes caracterizados toscamente como penes y en que la cinta de la condesa que roba Cherubino se muda en unas bragas: muchas alusiones al sexo, pero no hay noticias de auténtica tensión sexual. El segundo, el poder, pasa absolutamente inadvertido y en una ópera con una fortísima carga política, tanto por la fecha en que fue compuesta (1786) como por el contenido de la comedia original de Beaumarchais y del libreto de Da Ponte, sus elementos de denuncia y crítica (base de la articulación de otras puestas en escena) se encuentran por completo ausentes.
A partir del tercer acto, la puesta en escena empieza a diluirse como un azucarillo, las ideas se volatilizan, la comicidad baja también muchos enteros y la escenografía queda reducida a un cubo transparente que alberga una cama en la que languidece la condesa y de la que brotará en el cuarto acto un gran elemento fálico que acabará inflándose lentamente hasta devenir en lo que parece un amago de árbol colorista que debe de hacer referencia al bosque en que los protagonistas confunden sus identidades. También asoma otro gran letrero luminoso (en inglés): “Si me quieres, podrás tener cualquier cosa”. Cuando los directores de escena recurren a los carteles y a las palabras escritas o proyectadas, suele tratarse del peor de los augurios. Volviendo la vista atrás, al inicio por momentos brillante del primer acto, uno se pregunta qué relación guarda esta omega (el baile del fandango con todos apretujados dentro del cubo) con aquella alfa y es difícil encontrar concomitancias entre lo que se anunciaba entonces y lo que se ve realmente ahora. Por eso, de tener que resumir con un solo adjetivo la propuesta escénica de Lotte de Beer, el que quizá refleje mejor sus carencias y sus bandazos es inconsecuente.
Los cantantes suelen tener dificultades para rayar a un gran nivel cuando la puesta en escena acaba por sojuzgar la parte musical, que es la impresión que se tiene en muchos tramos de la representación. Los recitativos, por ejemplo, abusan ostensiblemente de un exceso de ralentizaciones y aceleraciones, careciendo de la imprescindible fluidez, que es justamente lo que refuerza su credibilidad. Tan negativo es concentrarse en las arias y dejar los recitativos a su libre albedrío (y este es un error en que incurren no pocos directores de escena) como manipularlos y teledirigirlos en exceso, que es lo que hace Lotte de Beer, con una creativa contribución del fortepiano que no siempre funciona bien musicalmente. También en arias, dúos o concertantes la música avanza con frecuencia a empellones, con demasiado intervencionismo desde el foso, quizá también precocinado o requerido a su vez por la directora de escena.
Lo mejor es el sonido de la prestación orquestal del Balthasar Neumann Ensemble, comandado con autoridad por Thomas Hengelbrock. Dos madrileños (Pablo Hernán y Pablo de Pedro) ocupan importantes atriles (concertino y primera viola) de una formación que, por tamaño y por sonoridad, es absolutamente ideal para traducir la escritura mozartiana, aunque pequeñas sutilezas se perdían irremediablemente en la acústica al aire libre del Palacio del Arzobispado. No escuchamos, sin embargo, al mejor Hengelbrock, víctima también, o eso parece, de las incongruencias escénicas y atascado a veces en tempi innecesariamente lentos, como en la escena del perdón del final del cuarto acto, inmovilista y sobrada de trascendencia.
Algo parecido pareció atisbarse en los cantantes, empezando por la pareja protagonista, si es que reservamos esta condición para Susanna y Figaro. Julie Fuchs lleva encarnando a la criada desde los comienzos de su carrera y su prestación en el estreno fue de menos a más, justamente en línea con la creciente libertad que va concediéndole la puesta en escena: empezó cantando rezagada con respecto a la orquesta y acabó ofreciendo sin duda su mejor versión muy cerca del final, en “Giunse alfin il momento (...) Deh vieni non tardar”, donde aparentaba sentirse por fin liberada de cualquier yugo, actuando y cantando como no lo había hecho hasta entonces. Aunque se supone que era ella quien manejaba los hilos de la trama, lo hacía más nominal que efectivamente. Andrè Schuen exhala madurez a pesar de su juventud, pero no se lo ve cómodo en el personaje de Figaro (en Madrid cantará el conde la próxima temporada, mucho más adecuado a sus características), que salva con su enorme calidad vocal y su soltura escénica, aunque aquí ha estado a años luz de las maravillas que obró como Guglielmo en el Così fan tutte del pasado Festival de Salzburgo. Allí, sin nada, se consiguió todo; aquí, con mucho, apenas se concreta nada.
Viene al caso recordar esta compañera de trilogía de Las bodas de Figaro porque otra participante de aquel Così (dirigido sin apenas escenografía pero toneladas de sabiduría psicológica, musical y escénica por parte de Christof Loy), la francesa Lea Desandre, brilló allí, y de que manera, como Despina, mientras que aquí pasa casi inadvertida como Cherubino. De entrada, no posee la voz para el papel y, como remate, alguien convierte sus intervenciones en naderías, cantadas muy lentas, casi sotto voce, con exceso de intimismo y en flagrante divergencia con el contenido del texto: “Non so più cosa son, cosa faccio”, por ejemplo, suena soñador y melancólico, más que anhelante o encendido. Lesandre sobrevive porque es una excelente artista, pero su personaje acaba engullido por una puesta en escena que lo minimiza.
Tampoco ha habido suerte con los aristócratas. Gyula Orendt es un conde un tanto canijo vocalmente y desdibujado escénicamente, con un vestuario anodino que no marca apenas diferencias con el resto de los personajes. Tiende, o le obligan, a cantar con el freno de mano y a cámara lenta, como en “Hai già vinta la causa! (...) Vedrò mentre io sospiro”, sin un ápice de la furia y la rabia que se le supone. Tampoco se pone de manifiesto en ningún momento su encumbrada condición social, por lo que tampoco extraña que acabe en el cuarto acto literalmente en calzoncillos. Menos atractiva y noble aún es la condesa de Jacquelyn Wagner, de color demasiado oscuro para el papel y en absoluto convincente: ni como suicida, ni como mujer ávida y necesitada de amor, ni como vengadora de las infidelidades de su marido. Pocas veces se habrá oído un “Porgi amor” o un “Dove sono” más insípidos y desustanciados, sin apenas contraste anímico ni musical en la segunda aria con la llegada del Allegro en “Ah! se al men la mia costanza”.
Emiliano González Toro, que carga con dignidad con la cruz de su estrafalario vestuario (gorro de payaso incluido), tiene demasiados resabios de cantante barroco y carece de la comicidad que parece exigírsele como Don Basilio o como el tartamudo Don Curzio. Maurizio Muraro cumple por los pelos como Don Bartolo (“La vendetta” fue muy poco imponente o realmente vengativa) y Monica Bacelli solo deja atisbar apuntes de su clase en “Il capro e la capretta”, el aria del cuarto acto que suele cortarse habitualmente (como la posterior “In quegl’anni, in cui val poco” de Don Basilio, que también se cantó). Su voz suena destemplada y con un vibrato excesivo, pero no desentona con su personaje y quien tuvo, retuvo. Correcta y pizpireta Elisabeth Boudreault como Barbarina y un bravo final para Leonardo Galeazzi: resulta significativo que su Antonio, el jardinero, con dos brevísimas y episódicas apariciones, sea el personaje más creíble de toda la representación.
El público del estreno, que terminó bien pasada la una de la mañana, regaló aplausos más corteses que entusiastas: nadie estaba dispuesto a chafar la alegría del reencuentro. Hubo risas ocasionales aquí y allá, casi siempre en los gags que más se veían venir, pero quedaron atenuadas en buena medida por las mascarillas. La mejor noticia, más que lo que habían visto y oído, es que había habido representación y que el festival, tras el doloroso y obligado silencio de hace un año, ha echado a andar de nuevo según lo previsto y en medio de una aparente normalidad. Ojalá que las risas del estreno de Falstaff, la segunda ópera en liza de esta edición, sean más abundantes y sonoras que las de estas desvaídas y desabridas Bodas de Fígaro.