Rolando Villazón: “La ópera no es cuestión de ‘likes’; cantas o no cantas”

El tenor mexicano publica su tercera novela, ‘Amadeus en bicicleta’, que transcurre en Salzburgo, ciudad en la que se consagró como cantante

El tenor Rolando Villazón, durante su actuación en 26ª Gala José Carreras, celebrada en Leipzig en diciembre de 2020.Andreas Rentz (Getty Images)

Rolando Villazón (Ciudad de México, 49 años) soñó con ser un gran tenor, y triunfó. Después cayó y, más tarde, se reinventó. “Pero no solo como cantante, sino como artista, como creador”, dice. Llevaba el camino señalado, aunque quizá fue demasiado rápido. Hoy, más sereno pero con la pasión intacta, ha regresado a la escena mundial. Y además publica libros: “Antes que cantante quería ser escritor, conservo hasta unos sonetos y poemas adolescentes ...

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Rolando Villazón (Ciudad de México, 49 años) soñó con ser un gran tenor, y triunfó. Después cayó y, más tarde, se reinventó. “Pero no solo como cantante, sino como artista, como creador”, dice. Llevaba el camino señalado, aunque quizá fue demasiado rápido. Hoy, más sereno pero con la pasión intacta, ha regresado a la escena mundial. Y además publica libros: “Antes que cantante quería ser escritor, conservo hasta unos sonetos y poemas adolescentes ¡espantosérrimos!”, confiesa.

De ahí sus tres novelas. En la última, Amadeus en bicicleta (publicada a finales de marzo por Galaxia Gutenberg), el autor se pierde por las calles de Salzburgo, pero rápidamente se encuentra, a medio camino entre Kafka y Juan Rulfo. Es la ciudad donde Villazón se consagró a lo grande. Fue en una Traviata, junto a la soprano Anna Netrebko, con un montaje electrizante de Willi Decker, estrenado en 2005. Eran entonces dos figuras jóvenes, que confluyeron en un renacer cósmico verdiano más sexual que sensual.

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Aquello lanzó sus carreras. La de Netrebko hacia las estrellas y hasta hoy. La de Villazón, también, pero con sus accidentes. Un quiste congénito en el interior de una cuerda vocal lo mantuvo apartado de los escenarios entre 2009 y 2010: “Me había salido lo mismo en una cuerda con 17 años y se me reprodujo en la otra”. Pensó que ya nunca volvería a cantar. “Hasta que un día, después de meses de rehabilitación, logré acabar una nana a mis hijos Darío y Mateo para que durmieran. Salí de la habitación, mi esposa lo estuvo escuchando tras la puerta y empezamos a llorar de emoción”.

Había entonado cada nota hasta el final. “Después de lo que pasé, con una recuperación en la que prácticamente tienes que volver a aprender a hablar, fue muy lindo. Nos dimos cuenta de que podía volver a empezar”. La retirada le sirvió para reflexionar. Ya no podía volver a lo de antes. “Es más, no quería. Cuando me recuperé, solo deseaba volver a cantar. No sobre un escenario; nomás en la ducha o lavando. Cantar por cantar. A lo mejor, en los años previos, quise abarcar mucho, sí. Pero, ¿qué tendría que decir a eso?, ¿qué quieren?, ¿que a uno lo quemen en el fuego sagrado en base a lo que opinan los demás?”.

La meta de Villazón desde entonces fue reconstruir una carrera con personalidad heterodoxa. No solo le valía cantar, sino que también se metió a director de escena ―lleva firmados 11 montajes hasta la fecha—, fue nombrado responsable de la semana de Mozart en Salzburgo y compagina todo eso con la literatura. Con otra forma de expresión que le permite adentrarse en los interrogantes del mundo de la manera en que lo hacen los autores que admira. Y Villazón tiene ventaja en eso: es un lector voraz. Del panorama latinoamericano hasta las bifurcaciones centroeuropeas, de Francia —hoy vive en París— a Comala, entre el páramo de Rulfo y las cloacas de Bolaño, poco se le pierde.

Rolando Villazón, con la soprano Anna Netrebko, durante una actuación en el canal de televisión ZDF, el 5 de noviembre de 2005.Ralph Orlowski (Getty Images)

También conoce y ha vivido en un mundo, el de la ópera, que a veces excede cualquier dimensión imaginativa surreal. Y ahí es donde se adentra Vian Maurer, el protagonista de Amadeus en bicicleta, una obra a la que precedió en español otra cuyo título fue Malabares. “No surge como novela, en realidad el libro viene de unos cuadernos que empecé a rellenar en Salzburgo. Quise escribirle a Mozart y hablarle a las estatuas, como hacía él. Yo le suelo cantar Las mañanitas, me gusta llevar alegría y colorido latinoamericano a esa ciudad”.

Con el amigo Wolfgang, Villazón se identifica radicalmente en “la búsqueda de la libertad”. Y en una relación difícil con el padre, como la tuvo el compositor, como la tiene el protagonista de su novela, como la ha tenido el propio cantante: “No por las razones de Maurer, a cuyo padre no le gusta que quiera dedicarse a la ópera. El mío sí lo veía bien, pero algunas cosas nos separaban. Desde la perspectiva del hijo, que era yo, no se resolvieron de las mejores formas”, comenta el cantante. “Y no haga más preguntas diabólicas…”, bromea.

No muy tarde se dio cuenta de que un modelo de carrera, en vez del formato Superman voraz, podría ser el de la exquisitez marca Cecilia Bartoli. “Ella reinventó hace 20 años el concepto de cantante de ópera”, asegura. Hasta tal punto que son muchísimos quienes han seguido detrás. Hoy Bartoli colabora habitualmente con Villazón y con su paisano Javier Camarena, otro mexicano universal, desde su actual podio belcantista: “Javier da un do de pecho con la misma facilidad con la que uno se frota un ojo”. O el peruano Juan Diego Flórez, otro referente para Villazón: “Para muchos, y con razón, es el Federer de la ópera. Ha pasado de un repertorio muy concreto a cantar con gran éxito otras muchas cosas. Puede hacer lo que se le hinche la regalada gana. No es cierto que los cantantes se deban encasillar. Lo importante es ser artista. No basta ser atleta del canto y mucho menos gritar a Puccini en vez de cantarlo”, afirma. Porque sabe que en su mundo, aunque se cuelen reveses ocultos, artificios de rondón y posibilidad de engaño, “esto no es cuestión de likes: o cantas o no cantas”.

No es cierto que los cantantes se deban encasillar. Lo importante es ser artista. No basta ser atleta del canto

Por eso se concentra en papeles que considera troncales en la historia del repertorio. Ahora explora insistentemente a Mozart. Pero si tiene que elegir un número de roles cercanos a su pasión por la vida habla de cuatro: “El Nemorino de L’elisir d’amore, de Donizetti”, va primero. Con él reapareció tras su calvario en la ópera de Viena. “También el protagonista de Los cuentos de Hoffmann [de Offenbach], con el mismo nombre; el Papageno de La flauta mágica, que aunque para barítono, Mozart lo concibió para un actor que cantara, como fue Schikeneder, autor del libreto y el Loge de El oro del Rin, primera parte de El anillo del Nibelungo wagneriano”.

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