Dormir, soñar en el Cine Doré
Tras leer ‘El don de la siesta’, de Miguel Ángel Hernández, vi clara la unión entre belleza y sueño
Voy mucho a la filmoteca del Cine Doré. El cine es liturgia y ha de verse en las salas, que son sus iglesias. Ver cine en casa es ateísmo. Allí dentro, en el Doré, me siento protegido de la fealdad del mundo. Me enamoro de todas las películas que veo. Las tres últimas han sido: El inquilino, de Nieves Conde, que es una obra maestra; El carnicero, de Claude Chabrol, con una bellísima Sté...
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Voy mucho a la filmoteca del Cine Doré. El cine es liturgia y ha de verse en las salas, que son sus iglesias. Ver cine en casa es ateísmo. Allí dentro, en el Doré, me siento protegido de la fealdad del mundo. Me enamoro de todas las películas que veo. Las tres últimas han sido: El inquilino, de Nieves Conde, que es una obra maestra; El carnicero, de Claude Chabrol, con una bellísima Stéphane Audran, que está soberbia en su papel de elegante e indolente maestra de pueblo; y Cleo, de 5 a 7 de Agnès Varda, con un final que es un himno a la esperanza. Sin embargo, no puedo evitar dormirme. Me gusta tanto lo que estoy viendo, soy tan feliz en el Cine Doré, que me echo una siesta de 10 minutos. Siempre es al principio de la película. La culpa la tiene el ensayo titulado El don de la siesta, de Miguel Ángel Hernández, pues tras leer ese libro vi clara la unión entre belleza y sueño. De El inquilino salí malhumorado, pues no entendía que una película como esa no fuese más famosa, más conocida por el gran público, para colmo trata un tema de plena actualidad: los desahucios.
El gran acontecimiento de estos días ocurrió en el Teatro Real. Allí vi la ópera Siegfried, de Wagner. Iba con miedo, dura cinco horas. Fiel al libro de Hernández descabecé una siesta en el primer acto. No fue de 10 minutos. Creo que de 20, eso me dijo la señora que ocupaba la butaca contigua. Llegué al segundo acto bien dormido, y con el alma en un puño. Dios mío, qué felicidad más grande. Wagner me estaba ayudando a vivir. “Tú eres la única vacuna verdadera, Wagner”, dije en voz alta, cuando concluyó el segundo acto. En la pausa me comí en la mesa 95 de la sexta planta un mollete de salmón. Me sentí el Duque de Algo. Y eso que bebí agua, pero muy mona, en caja blanca. Agua wagneriana. En el tercer acto mi alma se transformó. Eso es lo que hace Wagner en las almas: las convierte en anhelo de belleza y de utopía. Me sentí en pecado por los 20 minutos de siesta del primer acto, pero me absolví echándole la culpa al libro El don de la siesta.
Salí del Real casi llorando. Porque Wagner también te dice eso: si estás conmigo, la fealdad del mundo no te abrasará el corazón. El único sitio en donde un ser humano aún puede encontrar el éxtasis es en una ópera de Wagner. Salí del Real transformado en ángel y sobrevolé el centro de Madrid, y me acordé de la desesperación de Fernando Fernán Gómez, buscando un piso, de la película El inquilino.