Dinamita en el jardín de la filología

Joan Fuster se impuso el trabajo de decirle a los valencianos quienes eran realmente

El escritor Joan Fuster en la biblioteca de su domicilio en Sueca tras el atentado con dos explosivos en septiembre de 1981.Ana Torralva (EL PAÍS)

“Supongo que morir será dejar de escribir”, decía Joan Fuster, quien, en efecto, dejó de escribir de un ataque al corazón el 21 de junio de 1992 a los 70 años. Desde entonces ha pasado un cuarto de siglo y ayer, 9 de octubre, día de la patria valenciana, en que se conmemora la conquista de Valencia por Jaime I, en 1238, al mando de tropas catalanas y aragonesas, me acordé de Joan Fuster, quien un día con su libro ...

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“Supongo que morir será dejar de escribir”, decía Joan Fuster, quien, en efecto, dejó de escribir de un ataque al corazón el 21 de junio de 1992 a los 70 años. Desde entonces ha pasado un cuarto de siglo y ayer, 9 de octubre, día de la patria valenciana, en que se conmemora la conquista de Valencia por Jaime I, en 1238, al mando de tropas catalanas y aragonesas, me acordé de Joan Fuster, quien un día con su libro Nosaltres, els valencians, se impuso el trabajo de decirles a las gentes de este pueblo qué eran realmente, según la historia sacada de los archivos más fiables.

Cabe preguntarse qué queda de su legado cultural y político, que en su momento removió la conciencia nacional del país valenciano, tuvo innumerables seguidores, generó gran cantidad de discípulos y se convirtió en centro de banderías ideológicas, algunas muy violentas, hasta el punto que unos sicarios de la reacción en la madrugada del 11 de septiembre de 1981 le colocaron dos bombas en la fachada de su casa de la calle de Sant Josep, 10, de Sueca, una de escasa potencia en una ventana para alarmarle, que solo derribó algunas estanterías, y otra retardada en la puerta para cazarle mortalmente cuando saliera para ver qué había pasado. El atentado ni siquiera fue investigado, pero propició el gran homenaje que Joan Fuster recibió en la plaza de toros de Valencia con lleno absoluto. La bomba fue su consagración, una prueba de que el intelectual había encontrado la verdad. Corrían malos tiempos en Valencia durante la Transición cuando incluso por cuestiones de filología, que si catalán, que si valenciano, te ponían mandar al seno de Abraham envuelto en dinamita.

“¿Qué es la filosofía?”, le preguntaron en cierta ocasión. “La filosofía consiste en coger a una vaca por los huevos”, contestó Joan Fuster. Puede que esa respuesta era también la definición del nacionalismo de izquierdas que él propugnaba. Pero este escritor no se resignaba a que los valencianos fueran asimilados al espíritu fallero, a la pólvora, a la horchata, a la paella, a Blasco Ibáñez, al sorollismo del Levante feliz, al bombo y platillo, a cuatro tópicos falsificados de nuestra historia, símbolos y sentimientos manipulados por la reacción para enmascarar intereses políticos y económicos.

También su espíritu burlón llegaba a desmitificar a los 10.000 guerreros de la Anábasis de Jenofonte, quienes de regreso a la patria, al ver el mar gritaron “¡talasa, talasa!”, el mar, el mar, y dejando las lanzas se abrazaron porque creían haber llegado a casa. Fuster exclamaba: “¡El mar, el mar!", pero desde el chiringuito con un whisky en la mano.

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Joan Fuster tenía en el periodista Vicent Ventura su contrafigura humana, amigo inseparable, complementario, uno Quijote, otro Sancho, los dos a la manera valenciana. Fuster era un intelectual de mesa camilla, alto, enteco, irónico, anticlerical volteriano, con la tensión de los músculos de su rostro hacia una mirada inteligente y escéptica. Comía sin interés con el cigarrillo encendido en el cenicero y con un whisky mediado a mano. En cambio en Vicent Ventura su primera evidencia era la botarga semiesférica colgada de los tirantes, fabricada con los mejores materiales de cocina.

A Joan Fuster lo conocí en su casa de Sueca adonde fui a recibir su bendición e implorar su benevolencia por escribir en castellano. “Tranquilo, hijo, tranquilo, tú escribes en valenciano”, me dijo riendo con su perfil de pájaro que asomaba entre libros amontonados en las mesas y las sillas del comedor.

A Vicent Ventura, como es lógico, lo conocí en una opípara sobremesa, cuando yo estaba descubriendo el Mediterráneo a nado, estilo mariposa, y aspiraba a ser un escritor con gabardina y un Chesterfield humeando en el lado izquierdo de la boca, y Ventura con el rostro lleno de guiños y pequeños gruñidos montaba cenáculos y tertulias conspiratorias y remedaba los signos existencialistas de las cuevas de Montmartre de París en la taberna literaria de Casa Pedro, entre vino duro, concursos de novela corta y pintores que dibujaban espinas de arenque en las paredes.

Fuster era didáctico, tenía una fe cáustica en su ideal; en cambio Ventura no estaba de acuerdo con nadie, salvo con la pipa que fumaba bajo su bigote de morsa. Su inconformismo socarrón iba desde Dios, que está en las alturas, hasta el camarero que le ha servido la carne poco hecha. Fue el primero a quien oí insultar a Franco sin bajar la voz ni estar borracho. Entonces me preguntaba si este hombre, que estaba en todos los guisos de la oposición a la dictadura era realmente un político. En seguida llegaba a la conclusión de que no lo era, por la sencilla razón de que Vicent Ventura sería incapaz de ahorrarse una malvada ocurrencia en el momento de cerrar un pacto. El comentario corrosivo, el chiste malvado, la boutade divertida se los guardaba para el momento supremo de la firma. En ese punto Fuster y Ventura se parecían: dame una frase mordaz y moveré el mundo. Ayer, día de la patria valenciana, me preguntaba qué ha sido de estos dos héroes de mi memoria.

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