‘Recetario para la memoria’, madres que cocinan para los hijos que ya no están
Las rastreadoras de Sinaloa, en México, publican un libro con las comidas favoritas de sus familiares desaparecidos
Mirna Medina es una mujer lanzada, que parece que nada ni nadie le puede frenar. Perdió a su hijo en 2014 a manos de la violencia en Sinaloa, al norte de México. Pasó tres años recorriendo el monte hasta que dio con sus restos. “Mi tesoro”, recuerda con total entereza al otro lado del teléfono. Desde entonces se ha convertido en una referente entre los familiares de desaparecidos. Acarrea por la sierra a un grupo de mujeres, las rastreadoras, que sale dos veces a la semana en busca de lo mismo, sus tesoros. Por allá por su pueblo, Los Mochis, el nombre de Mirna es sinónimo de valentía, de osad...
Mirna Medina es una mujer lanzada, que parece que nada ni nadie le puede frenar. Perdió a su hijo en 2014 a manos de la violencia en Sinaloa, al norte de México. Pasó tres años recorriendo el monte hasta que dio con sus restos. “Mi tesoro”, recuerda con total entereza al otro lado del teléfono. Desde entonces se ha convertido en una referente entre los familiares de desaparecidos. Acarrea por la sierra a un grupo de mujeres, las rastreadoras, que sale dos veces a la semana en busca de lo mismo, sus tesoros. Por allá por su pueblo, Los Mochis, el nombre de Mirna es sinónimo de valentía, de osadía.
El coraje se le echó un poco atrás, sin embargo, a finales del año pasado. Había decidido con algunas de sus compañeras homenajear a sus desaparecidos con un libro que recopilara las recetas favoritas de aquellos que ya no estaban. La idea le encantaba, pero el solo hecho de pensar en preparar la comida preferida de Roberto, su hijo, le paralizaba el cuerpo. La cocina le despertaba demasiados recuerdos. "Yo me hago la fuerte, pero tenía mucho temor”, dice. Finalmente se animó, y junto a una treintena de familiares, publicarán un recetario de la memoria. Una guía gastronómica que dibuja entre platillo y platillo la silueta de un México atravesado por el dolor.
“Es cocinar algo para alguien que ya no está”, explica la fotógrafa española Zahara Gómez Lucini, coordinadora del proyecto. La experiencia fue desgarradora y terapéutica a la vez, asegura. Cuando Mirna picaba el tomate, podía escuchar la voz de su hijo Roberto decirle: “no tan grande, madre, no tan grande”. O imaginarlo parado detrás de ella, metiendo una mano para pellizcar la carne que se doraba en la sartén. “A él le gustaba que le hiciera esta receta porque decía que tenía todas las propiedades del mundo, todo lo que él necesitaba”, cuenta Mirna.
Una tortilla, carne y otra tortilla, explica al repasar los pasos a seguir para preparar las “pizzadillas”, las preferidas de su hijo. Unas quesadillas rellenas de carne que el joven bautizó con ese nombre porque solían cortarlas en triángulos, “como si fueran pedazos de pizza”. Y por encima, una salsa criolla. “A él le gustaba hacerla porque decía que yo le picaba el tomate bien grande y se podía quedar con un pedazo en el cuello, que ahí podía acabar”, relata divertida. “Yo no soy buena en la cocina, pero creo que me quedó como si fuera una súper chef”, ríe.
Ni ella ni la mayoría de sus compañeras tenían conocimientos profesionales de gastronomía. Una había trabajado alguna vez en un restaurante, otra había hecho un curso de repostería hacía años. Pero el proyecto estuvo apadrinado por los chefs mexicanos Enrique Olvera, Eduardo García y Óscar Herrera, quienes guiaron el libro hacia la rigurosidad gastronómica y ayudaron a costear la impresión.
Reina Rodríguez no había vuelto a cocinar la carne en su jugo desde la desaparición de su hijo Eduardo en febrero de 2016. “En mi familia me dicen cocínala, que a ti te sale muy rica", relata también por teléfono. "Ay no, pienso yo, la comida de mi gordo”. Volver a cocinarlo fue un momento bonito y triste a la vez, describe. “Fueron sentimientos encontrados, te haces la ilusión de que estás cocinando para él, y es muy lindo. Pero cuando terminas y te das cuenta de que no vino a comer es un dolor muy grande”.
El proceso, confiesa, le resultó reparador. Tanto que optó por volver a hacerlo. El recetario lleva dos platillos en nombre de su hijo: la carne en su jugo y una ensalada de atún con frijolitos puercos. “No tienen mucha ciencia”, dice recobrando su tono de voz. “Cuando cocinaba me acordaba que él me decía: '¿te falta mucho jefecita?”. Aun cuando cocina para ella o sus otros dos hijos lo hace con prisa y, a veces, hasta se pone nerviosa. “Siento que va a venir y me va a decir: 'tengo mucha hambre, jefa. Apúrale, muévele ahí a la cazuela, a la cuchara”. A diferencia de otras madres, Reina no ha encontrado aún los restos de su hijo. “¿Quién sabe si algún día pueda volver a prepararle su comida?”, agrega con esperanza.
Las rastreadoras del Fuerte, como las llamó por primera vez el periodista mexicano Javier Valdéz, asesinado en 2017, se organizaron por primera vez en 2014. El hijo de Mirna había desaparecido y ella estaba dispuesta a remover cielo y tierra en el vasto paisaje sinaloense hasta encontrarlo. A los dos meses, unos 30 familiares se le habían sumado para buscar a los propios. El grupo se hizo tan conocido que actualmente tiene más de 500 denuncias por desaparición. “Siempre hablamos de lo mismo, de cómo desaparecieron, de quiénes eran”, dice Mirna. Por eso, explica, esta vez optaron por exponer otro tipo de intimidad. “Este libro es hablar de algo que ellos disfrutaban hacer con nosotros cuando estaban vivos”.
“Yo di muchas vueltas, pensaba: '¿cómo voy a andar moqueando en la cocina?”, asegura Carmen Rosas Morales. Ella se sumó a las rastreadoras en junio de 2018, cuando desapareció su hijo Édgar. Un año después lo encontró en una fosa, pero decidió permanecer en el grupo para ayudar a otros en su búsqueda. Hoy trabaja en la oficina de la organización, tomando las denuncias.
A Carmen le costó mucho elegir una sola receta. “A mi hijo no le gustaba una comida en especial, le gustaba todo”, lanza una risa ahogada. Optó finalmente por unas gorditas de asiento, unas tortillas de maíz rellenas con el sedimento de la manteca de cerdo. ”Yo no se las hacía seguido, pero cuando las hacía, le encantaban".
El recetario les ha ayudado a “sacudirse todo lo malo”. A casi seis años de haber localizado la primer fosa, las denuncias por desaparición siguen llegando a chorro en esa zona caliente. Algunos días reciben hasta tres reportes. “La delincuencia nos está quitando a nuestros hijos”, reclama Mirna. El libro ha quedado de momento parado en la imprenta a causa de la pandemia, pero esperan poder presentarlo una vez acabe el confinamiento. “Significa mucho para nosotros, ahí está la memoria de todos ellos”.