Opinión

La sonrisa que ilumina

Ibargüengoitia ejemplificó el bello arte de narrar las cosas de la vida como si fueran chismes o chistes

Jorge Ibargüengoitia cumple hoy sus primeros noventa años de eternidad y no pasa un solo día sin que intente contagiar su literatura, ya por pensamiento, palabra, obra u omisión. Su familia deseaba que se convirtiera en el ingeniero que resucitara la antigua alcurnia de la familia en Guanajuato, pero Ibargüengoitia dejó la carrera de los números y se lanzó a los escenarios queriendo ser dramaturgo, pero un maestro le dijo que su apellido era tan largo que sus letras no cabrían en la marquesina...

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Jorge Ibargüengoitia cumple hoy sus primeros noventa años de eternidad y no pasa un solo día sin que intente contagiar su literatura, ya por pensamiento, palabra, obra u omisión. Su familia deseaba que se convirtiera en el ingeniero que resucitara la antigua alcurnia de la familia en Guanajuato, pero Ibargüengoitia dejó la carrera de los números y se lanzó a los escenarios queriendo ser dramaturgo, pero un maestro le dijo que su apellido era tan largo que sus letras no cabrían en la marquesina de los teatros. Pasó entonces a la crítica teatral en prensa, de donde germinaron con los años sus memorables columnas semanales donde era capaz de narrar la microhistoria del taco, el sentido filosófico de cuando le cambian el sentido a una calle o la sinrazón de todas las razones necias que sustentan toda burocracia.

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Como cuentista, Ibargüengoitia ejemplificó el bello arte de narrar las cosas de la vida como si fueran chismes o chistes, que si no se cuentan bien se caen de las manos como nata inerte; por lo mismo, no pocos lectores confundían el elevando sentido de su humor con el pastelazo del chistorete y el error es grave, pues olvida que Jorge era un Chesterton, de agudo filo inglés y por algo se casó con la hermosa pintora Joy Laville, de paisajes en pastel que son eco de esa suerte de serenidad de acantilado en Dover. Ella pintaba y Jorge escribía novelas indispensables: Estas ruinas que ves (la hilarante transformación de Guanajuato o Toledo en una comedia de equívocos); Los relámpagos de agosto, donde baja del pedestal de la Revolución Mexicana a los generalotes que rellenan el festín de la corrupción o Maten al león, la carcajada de un déspota que gobierna la isla de Arepa como quien habla con los pajaritos para tomar decisiones de Estado o Dos crímenes (reseñada por Octavio Paz como perfecta) breve maravilla de esa vida en México que no caduca con los años: las herencias engañadas, la soledad de las vitrinas del polvo y la contundencia del azar… y así, podría ir citando todos sus libros y cada uno de sus artículos, sus miles de anécdotas y la tragedia que se lo llevó de viaje tan cerca del Aeropuerto de Barajas, pero para ambos lados del Atlántico no quiero dejar pasar este párrafo sin celebrarle Los pasos de López. Es la ficción que subyace a la historia de bronce, los párrafos supuestamente intocables que más o menos explicaban la Independencia de la Nueva España fueron coloreados por Ibargüengoitia en un delirante mural que explica mejor que los papiros la enrevesada cotidianidad del reino que nos une: el reino de la lengua y sus mentiras, más allá de los diccionarios de la academia. Así era Jorge Ibargüegoitia, un pensador andante, un escritor de veras hilando las mentiras que se enredan alrededor… una sonrisa luminosa.

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