Opinión

La eternidad más un día

El escritor cubano Eliseo Alberto se volvió intemporal un día como ayer de hace cinco años. Llevaba la isla entera en su piel de poeta instantáneo

El escritor Eliseo Alberto, en 2008. ULY MARTÍN

Eliseo Alberto de Diego y García Marruz se volvió intemporal un domingo como ayer —31 de julio de hace exactamente cinco años— para que su eternidad por fin comenzara un lunes, parafraseando un verso de su padre y cumpliendo el título de su primera novela. Le decíamos Lichi, como fruta dulce y se volvía entrañable con solo leerlo en tantas páginas perfectas. Muchos lo quisieron abrazar desde que su ...

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Eliseo Alberto de Diego y García Marruz se volvió intemporal un domingo como ayer —31 de julio de hace exactamente cinco años— para que su eternidad por fin comenzara un lunes, parafraseando un verso de su padre y cumpliendo el título de su primera novela. Le decíamos Lichi, como fruta dulce y se volvía entrañable con solo leerlo en tantas páginas perfectas. Muchos lo quisieron abrazar desde que su Informe contra mí mismo se volvió no solo testimonio de una herida increíble, sino el principio de una cicatrización que el propio Lichi soñaba en vida y quizá se confirma en cada gesto y cada insinuación con los que la isla de Cuba que llevaba en el alma se abraza poco a poco con ella misma y con sus enrevesados pretéritos, sus almas en pena y su juventud de siempre. El Informe que le habían encargado redactar contra él y los suyos era un nada velado espionaje sobre la intimidad y el desencanto de los descalabros de una revolución que tarde o temprano llevó a unos y otros, pocos y muchos, a perder la razón… y la pasión.

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Lichi llevaba a la isla entera en su piel de poeta instantáneo, con sonetos de perfectos endecasílabos que soltaba a la menor provocación y si acaso él mismo no fardaba la grandeza de esa vena es quizá por el respeto que siempre le guardó no solo a la poesía de papá Eliseo, sino a la música de los versos de tía Fina García Marruz, su esposo Cintio Vitier y entre ellos, de sobremesa y en tardes que se prolongaban como arena de playa, flota intacta la obra de ese grupo llamado Orígenes.

Lichi era un cinematógrafo andante, contagiando películas que narraba siempre de una forma magnificada y alterada por su recuerdo al grado que parecían mejor filmadas en su memoria que en pantalla. Era capaz de inventar el guión de lo que acababa de ver en la acera de enfrente o reproducir los diálogos de unas lavanderas que escuchó chismear en la azotea mientras cocinaba la vianda diaria de todos los días. Su voz e influencia son un delicioso sazón que se filtra en la saliva de no pocas de las grandes películas del cine cubano y de no pocos de los trabajos con los que fueron formando cineastas en la escuela de San Antonio de los Baños a la sombra de Gabriel García Márquez.

Lichi era además ensayista de los que bajaron al género del pedestal del aburrimiento para convertirlo en literatura verídica del alma en la mano. En sus ensayos y crónicas, en sus entrevistas y sus reportajes no sólo apuntalaba su oficio de periodista, sino elevaba en cada párrafo la calidad del ensayo como algo palpable. Allí donde otros solo fardan datos o aburren con verborrea, Lichi metía un poco de lluvia, fijaba el lente en el detalle microscópico que nadie veía o sacaba el telescopio para que todo lector viera en papel el ancho universo del contexto que rodea y quizá incluso explica los temas que aborda.

Lichi era sobre todo novela. Diría novelista si no fuera porque consta que se convertía todo él en prosa en cuanto se sumergía en los oleajes de sus historias e incluso hablaba como un culebrón cuando lo contrataban para escribir telenovelas. Hay días en que llorando confirmo que su mejor novela es la fábula de un hombre al que condenan a vivir una cadena perpetua entre las rejas de un zoológico por un homicidio en defensa del amor; es decir, en defensa propia. Pasan semanas, y descubro que su mejor novela es la que narra las enloquecidas andanzas de un circo de cinco estrellas, donde los animales parecen sorprenderse de las peripecias y trapecios, las payasadas y desgracias de la tropa loca que habita la carpa y al día siguiente, me convenzo de que su mejor novela es esa que afortunadamente ha vuelto a circular bajo el sello de Alfaguara: Esther en alguna parte.

En esa novela, Lichi explica por qué la amistad es un romance y narra la hermandad de dos hombres que no merecían el anonimato ni perderse en la amnesia del mundo porque son todos los que hemos soñado con el misterio incandescente de una mujer fugaz, etérea como nube, misteriosa hasta en el sueño de imaginarla cantar sobre la cola de un piano. Luego, leo las otras novelas y confirmo que Lichi es un novelista que se sigue superando a sí mismo incluso ahora que las enciclopedias quieren convencernos de que se ha ido, porque no lo puedo creer y me parece ayer cuando se le veía iluminando el parque de El Retiro de Madrid el día en que recibió junto con Sergio Ramírez el Primer Premio Internacional de Novela Alfaguara por Caracol Beach. Que me parece mala broma de encantamiento suponer que no está ese hombre que era al mismo tiempo la isla que llevaba en el alma y los libros que inventaba con una sonrisa, el amoroso padre que por lo mismo se convertía en hermano mayor de quienes supieron admirarle su callada voz de murmullos, sus manos extendidas como pétalos de una mariposa de sueños, su mirada que leía siempre en el paisaje la posibilidad de un mundo mucho mejor que este… aquí donde su literatura vive ya su eternidad y empieza al día siguiente el milagro de un nuevo lector del hermoso universo que inventaba con palabras.

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