William Maclure 2023: el bucle melancólico del mecenazgo científico en España
Impulsar el mecenazgo científico exige romper con el pasado y encontrar formatos frescos para conectar a potenciales donante
Hace un par de siglos, y animado por los vientos de cambio que recorrían el país, William Maclure se estableció en España. Cerca de Alicante, el geólogo escocés trató de fundar una escuela agraria dedicada a la investigación, la docencia y la inclusión social. La aventura duró poco. Con el fin del trienio liberal y la vuelta del absolutismo, Maclure retornó a Estados Unidos, donde era presidente de la Academia de Ciencias Naturales de Filadelfia, para emprender nuevos proyectos filantrópicos. Entre otros, contribuir a la creación de la ...
Hace un par de siglos, y animado por los vientos de cambio que recorrían el país, William Maclure se estableció en España. Cerca de Alicante, el geólogo escocés trató de fundar una escuela agraria dedicada a la investigación, la docencia y la inclusión social. La aventura duró poco. Con el fin del trienio liberal y la vuelta del absolutismo, Maclure retornó a Estados Unidos, donde era presidente de la Academia de Ciencias Naturales de Filadelfia, para emprender nuevos proyectos filantrópicos. Entre otros, contribuir a la creación de la Smithsonian Institution, una de las mayores instituciones científicas y culturales del mundo.
Muchas historias de la ciencia española parecer morir, como ésta, en el callejón de la melancolía. Y al volver sobre ellas emerge siempre una creencia asentada, la escasa cultura científica de la ciudadanía, y un juicio implacable, el bajo compromiso del mecenazgo privado con la investigación. Pero también un deseo reformista: contar con un marco normativo más favorable al mecenazgo en I+D.
Varios han sido los intentos de reformar la Ley 49/2002 que, desde hace dos décadas, regula los incentivos fiscales al mecenazgo. El último proyecto de Ley acaba de quedar frustrado por el adelanto electoral, tras su primera aprobación en el Congreso de los Diputados. Es una mala noticia porque, como señalaba este diario en un editorial, traía interesantes incentivos para la ciencia: aumentaba los porcentajes de deducción en los impuestos de Sociedades e IRPF ―con un tratamiento especial para la colaboración entre empresas y el sistema público de investigación―; incorporaba a los centros investigación de las Comunidades Autónomas como beneficiarias de mecenazgo ―aumentando el margen de maniobra para diseñar políticas territoriales de apoyo―; y autorizaba a las entidades de utilidad pública a crear fondos indisponibles ―conocidos internacionalmente como endowments ―, que tan relevantes son en los países líderes en ciencia. Que el Smithsonian se fundara con el impulso de un endowment privado, pero con el temprano apoyo del gobierno americano, nos recuerda que el mecenazgo privado florece mejor cuando se complementa con el compromiso público.
La pregunta es: ¿habría tenido la nueva Ley el impacto deseado o debemos abandonar toda esperanza por nuestra secular falta de cultura científica y de compromiso privado? En mi opinión, en ese juicio implacable hay bastante de prejuicio. Un prejuicio nos lastra.
Para empezar, Los estudios comparativos con otros países europeos indican que la ciudadanía española no da menos importancia a la ciencia, ni tiene una peor comprensión de sus conceptos clave. Más bien al contrario, somos un país tecnoptimista y que valora a sus profesionales de ciencia, medicina e ingeniería. Así lo avalan las encuestas bienales de percepción social de la ciencia y la tecnología que elabora la FECYT, adscrita al Ministerio de Ciencia e Innovación. Es tentador pensar que los resultados serían peores si pusiéramos foco en nuestras élites políticas y económicas, comparándolas con sus pares de otros países. Indicios indirectos como la baja presencia de doctores en empresas, menos de un tercio que en Francia y Alemania, o la escasa actividad de evaluación en el sector público ―por no hablar de las políticas informadas por la evidencia, science for policy en jerga europea―, apuntan a que España es un país con deudas pendientes con el conocimiento. No tenemos estudios que lo avalen, pero es una buena conjetura.
En relación con el compromiso privado, podemos afirmar que el mecenazgo científico es bajo en nuestro país. Pero lo decimos poniendo el foco en las personas ―las aportaciones particulares apenas suponen el 0,1% del PIB, según datos de la Asociación Española de Fundaciones― o porque nos miramos en el espejo de Alemania y Reino Unido y lamentamos no contar con más grandes jugadores en este terreno. En otras palabras, nos gustaría tener más fundaciones como las de “La Caixa”, BBVA, Asociación Española Contra el Cáncer (AECC) o Ramón Areces, que por sí solas movilizan decenas de millones de euros cada año en apoyo de la investigación. Pero es injusto decir que la I+D está fuera del foco del mecenazgo español: la educación y la ciencia se mantienen como la segunda área de actividad de las fundaciones españolas.
Lo que debemos preguntarnos es si podemos movilizar a un mayor número de donantes, si la reforma normativa nos ayudaría a conseguirlo y si el sistema científico podría poner más de su parte. Yo creo que sí, porque no todo es un problema de cultura: la organización y los incentivos son igual de importantes. Incentivos como los que planteaba el proyecto de Ley, pero también una mejor organización de los esfuerzos. En dos sentidos.
Del lado de los donantes, necesitamos modelos de intervención de más impacto: que exploren espacios complementarios a los que cubre la política pública de I+D+i y que, allí donde sea posible, movilicen el mecenazgo individual. La apuesta de la Fundación La Caixa por articular un gran centro de investigación en inmunología o la entrada de la fundación científica AECC en la financiación de startups biomédicas ―que conecta con el concepto de venture philanthropy― son dos buenos ejemplos. También lo es la capacidad de la AECC para canalizar un gran volumen de donaciones individuales hacia la investigación. Algo que parece inherente a su modelo y a la vinculación emocional de sus socios en la lucha contra el cáncer ―en mecenazgo científico está por un lado la investigación biomédica y, por otro, todo lo demás―, pero es también fruto de un fuerte compromiso directivo que puede inspirar a otras entidades.
Del lado del sistema hay también deberes pendientes. Todo centro de investigación declara estar abierto al mecenazgo, pero son pocos los que han hecho un esfuerzo singular por profesionalizar esta función y diseñar modelos creativos de interacción con los donantes. Pocos han llegado a incorporar a fundaciones filantrópicas en su patronato, como ha hecho el ICFO, o a diseñar una asociación de amigos/as como la del CNIO, por citar dos ejemplos.
Impulsar el mecenazgo científico exige avanzar en varios frentes. Es preciso romper ese bucle melancólico del pasado ―más una percepción deformada de nuestro país que una realidad contrastada―, dando visibilidad a los casos de éxito y encontrando formatos frescos para conectar a potenciales donantes con el sistema científico. Y sí, reformar de una vez la Ley de mecenazgo en la próxima legislatura. Porque necesitamos nuevos Maclures, pero también mejores condiciones para que desarrollen su compromiso.
Diego Moñux Chércoles es socio director de Science & Innovation Link Office y miembro del Consejo Asesor de Ciencia, Tecnología e Innovación
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