Los dinosaurios entran en la cárcel
El Museo Nacional de Ciencias Naturales imparte clases sobre fósiles en la prisión madrileña de Navalcarnero, donde el 14% de los reclusos son analfabetos
Una de las siete cárceles madrileñas, la de Navalcarnero, está construida en torno a un gran campo de fútbol de arena y una pequeña piscina. Una galería rodea el terreno de juego y todo el mundo la llama con sorna “la M-30″, como la carretera que circunvala el centro de Madrid. Por esta M-30 del centro penitenciario han caminado ...
Una de las siete cárceles madrileñas, la de Navalcarnero, está construida en torno a un gran campo de fútbol de arena y una pequeña piscina. Una galería rodea el terreno de juego y todo el mundo la llama con sorna “la M-30″, como la carretera que circunvala el centro de Madrid. Por esta M-30 del centro penitenciario han caminado el descuartizador de Majadahonda, el narcotraficante gallego Laureano Oubiña, siete condenados por las tarjetas black, el dirigente abertzale Arnaldo Otegi, el violento atracador de bancos Dumbo, el político separatista catalán Josep Rull, el violador del ascensor, el sicario colombiano Ibrahim Arteaga, dos de los hermanos Ruiz Mateos. En la cárcel de Navalcarnero hay unos 860 internos, cada uno de su padre y de su madre. El 35% son extranjeros. Esta mañana con sol de invierno, las biólogas Mar Jabardo y Gema Porta, del Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC), recorren la galería cargadas de fósiles. Van a dar una clase de paleontología.
“¿Habéis escuchado alguna vez la palabra paleontólogo?”, arranca Mar Jabardo ante unos alumnos insólitos. Son una treintena de reclusos, cuyos delitos pueden ir desde un trapicheo con drogas hasta un asesinato. Solo ellos mismos lo saben. El 75% de los hombres presentes en el aula, casi todos extranjeros, son analfabetos en su propio idioma. La palabra paleontólogo no es sencilla, así que el silencio invade la sala. “¿Habéis visto las películas de Indiana Jones?”, vuelve a la carga la educadora. “¡Sí!”, gritan todos a coro con entusiasmo. “Pues Indiana Jones era paleontólogo”, prosigue Jabardo tomándose una licencia, ya que el aventurero del látigo era en realidad arqueólogo. Su colega Gema Porta aprovecha el renovado interés del público para mostrar los restos petrificados de un amonites, un enorme molusco con una espectacular concha en espiral extinguido hace más de 65 millones de años. “¿Esto es un fósil?”, pregunta Porta. “¡Eso es un mojón!”, responde entre risas un joven latinoamericano con gorra de béisbol.
No es casualidad que las cárceles estén llenas de analfabetos, advertía un informe pionero de la Comisión Europea publicado hace ya tres décadas. “El analfabetismo es uno de los compañeros de viaje de la marginación social, cuando no el responsable de la misma. La incapacidad para comunicarse lleva a encerrarse en uno mismo y termina en la incomprensión, el miedo, el odio y la violencia”, advertía el documento. La pensadora decimonónica Concepción Arenal lo sintetizaba en una frase: “Odia el delito y compadece al delincuente”.
El aula de la clase de paleontología es pequeña y está a reventar. Todas las sillas están ocupadas, así que muchos internos asisten de pie o sentados en el suelo. “¿Hay alguien de Marruecos?”, pregunta Jabardo. Muchas manos se alzan al aire. “Pues allí hay muchos de estos trilobites, te los venden por las carreteras como churros”, explica mostrando el fósil de uno de estos artrópodos, desaparecidos hace unos 250 millones de años. Un joven recluso marroquí, con tatuajes en la cara y en las manos, observa el trilobite con atención y ofrece más datos: “De estos hay muchos en el Sáhara. La gente los vende hasta por 400 euros en la plaza de Marrakech”.
Ser analfabeto implica que nadie te ha dado una oportunidad nunca, ni siendo niño. El 10% de los reclusos en España no sabe leer ni escribir, según Instituciones Penitenciarias. Hoy mismo hay más de 4.600 presos analfabetos totales encerrados en las prisiones españolas, sin contar las de Cataluña y País Vasco. El pedagogo Álvaro Crespo, responsable del programa de prisiones de la ONG Solidarios para el Desarrollo, recuerda que “otro 19% podrían ser analfabetos funcionales”, según las estimaciones de un informe de 2002. Son personas que pueden leer y escribir, pero son incapaces de utilizar esas habilidades en sus tareas cotidianas, como rellenar un documento o consultar el horario del autobús.
La cárcel de Navalcarnero está llena de historias inverosímiles. El argentino Claudio Gorosito entró en la prisión en 2000 porque le pillaron con tres kilos de cocaína en el aeropuerto de Barajas. Durante su estancia, se dedicó a tejer con hilo una reproducción del Guernica de Picasso a tamaño natural, con la ayuda de dos decenas de presos. Gorosito murió libre en 2020, pero su impresionante mural todavía cuelga en el salón de actos del centro penitenciario. Se cuenta que Arnaldo Otegi, condenado por un delito de integración en la banda terrorista ETA, pasaba las horas contemplando el Guernica de hilo.
El colombiano Julián Restrepo, nacido en Medellín hace 42 años, asiste a la clase de paleontología y palpa la réplica de un descomunal diente de tiranosaurio rex. En su sien y en la nuez de su cuello tiene marcas que parecen una dentellada de dinosaurio. “Cuando tenía 21 años, mi madre me regaló una moto y para robármela me pegaron ocho tiros. Estuve a punto de morir”, afirma señalándose las cicatrices. Restrepo, con el pelo rapado y un kiki en la coronilla, sí sabe escribir perfectamente. En su celda prepara su autobiografía, titulada provisionalmente La maldición de mi vida. Cuenta que conoció al narcotraficante Pablo Escobar en Medellín cuando tenía 8 años y que cayó en la adicción a la cocaína en la adolescencia. “Aquí me llaman Popeye, porque me parezco al sicario de Escobar”, indica con una sonrisa, en referencia al que fue jefe de los matones del narco, Jhon Jairo Velásquez, alias Popeye.
“Crecí con el mal ejemplo de mi papá, que maltrataba a mi madre”, explica Restrepo, que está en la cárcel de Navalcarnero con una condena por violencia machista. En la pared del pasillo ha colgado una reflexión escrita por él mismo, con letra esmerada sobre papel naranja: “Todos tenemos derecho a equivocarnos en la vida. Cometí un delito, sí, lo sé, pero creo que esto no me hace ver como un criminal, y creo que Dios ya me juzgó y me castigó para nunca jamás volver a hacer nada en contra de ninguna mujer, ya que me encuentro muy arrepentido. No al maltrato”. El 80% de las personas que pasan por la cárcel no vuelven a cometer ningún delito, según el Ministerio del Interior.
Restrepo es un cristiano beato y cuenta que en diciembre envió una carta al papa Francisco a través del capellán de la cárcel, Javier Sánchez. “Le pedí al Santo Padre que tranquilizara a mi madre, porque estaba muy nerviosa desde que entré en prisión. Y el papa llamó a mi madre por teléfono”, asegura el colombiano, que aterrizó en 2019 en Madrid como turista y se quedó en situación irregular trabajando en una empresa de mantenimiento de calderas. Le quedan siete meses de condena y teme ser expulsado de España en cuanto ponga un pie en la calle, como les ha ocurrido a otros reclusos sin permiso de residencia. “Solo pido que me den una segunda oportunidad, por favor”, implora.
Su madre, Luz Marina Noreña, de 69 años, lleva más de dos décadas en España y ya tiene la nacionalidad, tras trabajar como interna en una casa en Madrid. En conversación telefónica con este periódico, relata que recibió la llamada del papa Francisco —”Casi me muero de la emoción”— y aprovechó para pedirle ayuda para que no echen a su hijo. “En Medellín ya no tiene familia. Si vuelve allí lo matarán”, sostiene.
El pedagogo Álvaro Crespo recuerda que “el objetivo de la prisión es que la gente salga mejor de lo que entra”. Su ONG lleva más de tres décadas ayudando a organizar actividades culturales en las cárceles, como los nuevos talleres mensuales del Museo Nacional de Ciencias Naturales. La organización Solidarios para el Desarrollo también ha fichado para dar charlas al físico jubilado Antonio Hernando Grande, que inventó las pulseras antimaltrato en su cátedra de Magnetismo de la Universidad Complutense de Madrid, tras una petición de la política Esperanza Aguirre en 2006. Muchos de sus nuevos alumnos salen de prisión con su invento en la muñeca. Hernando Grande les habla del universo, de átomos, de células. “Es increíble el interés que tienen en todo”, aplaude.
La cárcel de Navalcarnero alberga un centro de educación de personas adultas. Unos 120 de los reclusos son analfabetos en algún grado (el 14%) y 70 de ellos asisten a cursos de alfabetización. Las dos biólogas trabajan esta mañana con un grupo de extranjeros que intentan aprender a leer y a escribir, como detalla el director de la escuela, Ángel Parra. “Tenemos más de 40 nacionalidades en las clases. Hay gente que es analfabeta en su propio idioma y estamos intentando escolarizarlos en castellano”, señala. “Aquí hay una vida cultural muy amplia”, subraya el psicólogo Carlos Otero, subdirector de tratamiento del centro penitenciario.
Parecería una escuela normal si no fuera por las rejas y las murallas rematadas con afiladas concertinas. Hace un año, funcionarios de la prisión de Navalcarnero, con ayuda de perros, incautaron 680 gramos de hachís y nueve teléfonos móviles ocultos en la cárcel. Unos meses antes, cinco funcionarios fueron detenidos por la Guardia Civil como presuntos miembros de una red de tráfico de droga desde el exterior. Durante la pandemia, tres reclusos de Navalcarnero murieron por sobredosis dentro de la prisión, según el sumario del caso revelado por EL PAÍS.
Rubén Paniagua, un carnicero de 29 años de Talavera de la Reina, con una condena corta, también cotillea las réplicas de una vértebra de diplodocus y una placa de estegosaurio. “¡Yo me apunto a todo lo que puedo!”, proclama. Por su buena conducta, como el colombiano Julián Restrepo, es un preso de confianza, con trabajo de ordenanza en el módulo de la escuela. Suleimán, un joven subsahariano, también se interesa muchísimo por los fósiles. “¿Se puede hacer un cursillo de esto? Sé sumar y restar, pero las multiplicaciones no se me quedan”, lamenta.
Suleimán no sería el primer extranjero salido de la cárcel que triunfa en España como paleontólogo. El alemán Walter Georg Kühne fue encarcelado en 1933 por los nazis por sus simpatías comunistas. Y en 1939 volvió a ser detenido, esta vez acusado por los británicos de ser un espía. Quince años más tarde, el expresidiario Kühne descubrió en un yacimiento de Lleida los restos de un dinosaurio excepcional: un titanosaurio de 14 toneladas.
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