La Ruta de los Abastos: viaje a la despensa chilena de mar a cordillera
La variedad de ecosistemas de la Región de O’Higgins le permiten ofrecer una canasta gastronómica que incluye productos como queso de cabra, algas, cordero y vino
Este es un viaje a la despensa chilena desde las profundidades del Océano Pacífico hasta la cordillera de la Costa, en la Región de O’Higgins, 140 kilómetros al sur de Santiago. La estratégica geografía de la zona rural con vista a un mar sin puerto le ha permitido destacarse por sus algas ricas en calcio, la pureza de su sal gruesa, sus vinos, quesos de cabra y aceites de oliva. Con el fin de que el turismo gastronómico no quede solo en los restaurantes, la cooperativa Ruta de los Abastos se dedica a organizar experiencias donde los visitantes conviven y aprenden de los saberes ancestrales de pescadores, pastores, huerteros y viñateros antes de sentarse en una mesa a orilla de playa o en las profundidades del campo, a veces verde por sus viñedos y otras amarillo por sus trigales.
A las 6.30 de la mañana de este martes, el alguero Gabriel Vargas, de 55 años, se adentró en el mar de Pichilemu cubierto por un traje de agua, con aletas, una cuchilla y una soga. Nadó hasta las dos islas de los lobos marinos, donde se dice que los mamíferos van a morir en invierno. Estuvo horas cortando cochayuyos, un alga que se aferra a las rocas y que puede llegar a los dos metros de largo. “Cuando el mar está bravo, como hoy, yo no digo que voy a cortar, digo que voy a luchar contra las olas con mi cuchilla. Es un mar tan salino y revuelto que no te deja ver”, apunta en la costa, ya seco, junto a kilos de algas expuestas en la falda de una quebrada para que se sequen. Son negras, pero a la gente les gusta comerlas “rubias”, dice Vargas, así que las dejan al sol durante 20 días para que aclaren su color.
A unos metros del área de recolección, los mareros de la Caleta Los Piures, como se les llama a quienes ejercen los distintos oficios del mar —pescador, marisquero, destripador, entre otros— tienen montada una mesa al lado de un fogón. El horizonte es el océano y, a las espaldas, hay levantado un ruco, su tradicional lugar de trabajo. El menú es el cochayuyo en las más diversas facetas: como snacks, finito y crujiente; como pebre para el pan amasado, en el charquicán y en las empanaditas fritas. Mientras el visitante cata el producto, los pescadores relatan sus aventuras en el mar que los ha visto crecer desde que eran unos niños que aprendían el oficio de sus antepasados. Antes, cuando sacaban las algas, llegaban a pequeñas playas a descargar, según cuentan, pero el cambio climático las hizo desaparecer y hoy deben sortear los roqueríos para liberarse del peso que puede llegar a 80 kilos.
Pero el mar no solo le entrega alimento a la comunidad de O’Higgins. También su sal. En la localidad de Paredones está la salina Lo Valdivia. Los habituales cerros del valle cubiertos de pasto son blancos en esta zona. Son montañas de agua de mar seca como le dicen a la sal. La familia Álvarez está en plena faena limpiando la sal que lograron separar tras un proceso que tarda un mes. Ahora la bañan con un chorro de agua y la separan de la sucia, que a simple vista se ve de un blanco prístino. El sol, el viento y el mar sin la contaminación de ningún puerto les permite extraer un producto reconocido por su pureza. Verónica Pérez, de 59 años, lleva medio siglo trabajando en la salina. Es la tercera generación de su familia dedicada a este oficio sobre el que habla en la ruta. Celebra que se haya popularizado la sal de mar en la cocina, que se condimente con especies locales como el merquén o el cilantro. A pesar de la popularidad que ha cogido el producto, lamenta que las nuevas generaciones no están aprendiendo el oficio.
Ya más al interior de la región, Alejando Thomas, uno de los pocos especialistas en queso en Chile, presenta a las cabras que han convertido a Herencia de Campo en una de las queserías más famosas de la zona. Este año, su queso de cabra maduro recibió la medalla de bronce en el concurso Araxá Internacional Cheese Award. El producto es un básico de la canasta de la región, donde se elaboran desde helados hasta pasteles que mezclan con otros ingredientes locales, como la miel o el vino. De hecho, otra experiencia de la ruta es ser “apicultor por un día”, donde el visitante se pone el traje oficio e ingresa en un apiario entre colmenas y abejas para, al final, probar la miel fresca. En distintas escalas y según el proceso de producción, también está la opción de adentrarse en el mundo de los viñedos y del aceite de oliva. Y es que el hecho de que el territorio abarque desde el océano al segundo glaciar más alto de Chile, el Universidad (4.400 metros sobre el nivel del mar) permite que existan una cantidad de pisos térmicos que se expresan en la diversidad alimentaria.
El atractivo que puede tener la inmersión en un oficio en particular, no hace mella del placer de ver los productos dialogar unos con otros sobre el plato y la copa. Puede ser frente a una huerta, en un lugar encantador pero sin muchas pretensiones, como el de María Inés Vera, en la localidad de Cabeceras, un exsalar. En el menú se ofrece desde cordero secano, menos graso que el patagónico hasta brownie con harina de trigo. También hay opciones más sofisticadas, como el Food and Wine Studio, de la chef Pilar Rodríguez en Colchagua, elegido por el The New York Times como un lugar al que ir este 2024.
Rodríguez, escogida como embajadora mundial del turismo gastronómico por ONU Turismo, tiene dos fuentes de inspiración para su menú de siete tiempos: el vino y el producto local. “O’Higgins es una canasta alimenticia genial. Tienes la agricultura, el mar, la carne. Cada temporada tiene su color, su sabor y eso lo hace que sea muy rico”, relata en su cocina, donde los únicos productos no chilenos que ofreció fueron el café y el cacao. “Hay dos ingredientes de la zona que son fundamentales: la flor de sal marina y los aceites de oliva, la materia grasa. Es magia”, añade en el territorio que, precisamente, se conoce por hechizar a los comensales.
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