La catarsis era esto
La monumental performance 'Monte Olimpo' lleva al extremo al público madrileño durante 24 horas
El público está ávido. Las entradas se agotaron en cuanto salieron a la venta hace más de seis meses y por fin ha llegado el día. Es viernes, 12 de enero. Monte Olimpo, la famosa performance teatral de 24 horas que promete emociones extremas, está a punto de empezar en los Teatros del Canal de Madrid. Su creador, el afamado director belga Jan Fabre, garantiza una gran catarsis para los que aguanten hasta el final. “Así ha ocurrido en las 17 ciudades donde ya se ha representado [entre ellas Sevilla, en 2016]”, aseguró en un encuentro con la prensa el jueves.
Una hora antes del comienzo de la función, previsto a las siete de la tarde, ya hay espectadores ansiosos haciendo cola. Hay casi más nervios que en los camerinos. Risas flojas. “¡No sé si voy a aguantar!”, se oye por los corrillos. Muchos llevan mochilas con comida, almohadas y mantas para dormir en alguna de las salas habilitadas dentro del teatro. Otros prefieren echar la siesta en casa.
A la entrada hay atasco para conseguir la pulserita roja que permite salir y entrar del teatro en cualquier momento. Es poderosa esa pulserita: da libertad, pero también identifica a su portador como miembro de un exclusivísimo club. ¿Qué clase de gente decide encerrarse 24 horas en un teatro para ver un espectáculo que se anuncia como una sucesión de tragedias griegas, una gran orgía dionisiaca con escenas de sexo, violencia, sangre y desenfreno, que además es en inglés, francés, alemán, holandés e italiano con sobretítulos en español? Actores. Dramaturgos. Directores de escena. Periodistas. Artistas. Profesionales de la cultura. Almodóvar. El respetable jurista Antonio Garrigues Walker. En general, gente amantísima del teatro lo suficientemente atenta a la cartelera para conseguir entradas antes de que se agoten. Ochocientas personas en total.
Primera escena, los mensajeros: dos hombres hablan con la cabeza metida en el ano de otros dos. Aviso a navegantes: aquí no hay límites, puede pasar de todo. Risas flojas. Empieza a sonar música electrónica a todo volumen y una docena de bailarines saltan al escenario perreando (o haciendo twerking, si alguien sabe la diferencia). Vigorosos, desvergonzados, divertidos, precisos, parecen seres superiores. Eso da confianza: deben aguantar 24 horas. El público, entregado desde el primer segundo, alcanza el primer subidón de adrenalina de la noche. Aparece Dioniso, dios del vino, instigador de la orgía: “Todo hombre necesita un poco de locura”, es el mantra que repetirá hasta el final de la función.
La estética, los textos, las danzas y todas las acciones que se desarrollan en el escenario están impregnadas de esa pizca de locura que proclama Dioniso. Todo va un poco más allá de lo que el pensamiento lógico se permite imaginar. Como en los sueños. El público queda hipnotizado: cada vez que termina una escena, se relame pensando en las sorpresas que traerá la siguiente.
Las primeras tres horas pasan volando, pero el cuerpo pide refuerzos. A las once de la noche hay tortas para conseguir un bocadillo en la cafetería. Todos tienen prisa por volver al patio de butacas. Están desfilando Hécuba, Creonte, Yocasta, Edipo. En muchos momentos el público aúlla, anima a los actores en sus esfuerzos físicos, interactúa con lo que pasa en el escenario. Quiere marcha, aunque empieza a notarse una cierta modorra en el patio de butacas. Ronquidos.
A las dos de la madrugada, después de siete horas ininterrumpidas, llega por fin el primer descanso. Los actores sacan sus sacos de dormir y se tumban en el escenario. Solo cincuenta minutos. Casi todo el público sale en tromba, unos hacia su cama y otros hacia las salas de reposo. Las que tienen colchonetas se llenan en segundos. En las otras hay que acostarse sobre mantas, el suelo está duro, pero eso no importa cuando se tiene mucho sueño.
Muy pocos vuelven cuando los actores retoman la acción. El patio de butacas está semivacío y hasta las siete de la mañana no empiezan a regresar los durmientes. Justo a tiempo para ver uno de los momentos más esperados de la noche: el anunciado fisting (introducción de un puño en un ano). No sucede durante un acto sexual, sino como una metáfora de la locura que invade a Hércules cuando mata a sus hijos. El público aplaude.
Ocho y media de la mañana del sábado, segunda tregua. Esta vez hasta las diez. Ahora la cafetería parece un bar de desayunos en hora punta. Pero los clientes no tienen aspecto de oficinistas, sino de gente que acaba de salir de un after hours y quiere seguir de juerga a pesar de que ya ha amanecido. Hora de despejarse e intercambiar impresiones. A esas alturas todo el mundo resulta familiar y todo el mundo huele mal (excepto los traidores que fueron a ducharse a casa).
Tras la parada, el teatro vuelve a llenarse. Hay entradas y salidas constantes, pero ya todos los habitantes del patio de butacas han aprendido a buscar su sitio en la oscuridad sin molestar. En el escenario se suceden mujeres trágicas: la que asesina a sus hijos, la que mata a su marido, la que llora a su amante, la que entierra a su hermano. La mente se abandona a la tragedia y hay momentos en los que parece vislumbrarse la catarsis.
Un ejemplo: escena de Ifigenia y Clitemnestra girando sobre sí mismas alrededor de Agamenón. El movimiento es suave pero mareante. Así diez o quince minutos. Quizá más, la noción del tiempo se ha perdido. Las bailarinas parecen al límite, el público está sobrecogido. Pero ellas siguen. Y siguen. “Está loco, no pueden más”, grita un espectador refiriéndose al director. Entonces empiezan las palmas. “Venga, ánimo”. Y ellas siguen. Y más palmas. Y siguen. No hay dolor. El pensamiento se nubla, la realidad exterior desaparece. Dejémonos llevar. ¿Será esto la catarsis?
Hay otra pequeña pausa sobre la una de la tarde. A la vuelta todo parece más tranquilo. Electra, Medea, Antígona, Áyax. ¿Están cansados los actores? No, se preparan para la apoteosis final. A media hora de que todo acabe, cae una montaña de arena en el centro del escenario. Por los laterales aparecen unos ventiladores. El público se frota las manos, risitas: ¿qué maligna idea se le habrá ocurrido ahora a Jan Fabre?
Todo se precipita. Varios personajes empiezan a correr sin moverse del sitio recitando una letanía de un triste héroe mientras otros les embadurnan de pintura, brillantina y sangre. El público aúlla. Todos en pie. Otra vez el baile del perreo. Los espectadores se entregan al desenfreno. No hay cansancio. Algunos hacen fotos y vídeos para no olvidar. Almodóvar salta a las primeras filas para grabarlo mejor. Dioniso recuerda: “Todo hombre necesita un poco de locura”. Finalmente, el coro sentencia: “Recupera el poder. Disfruta de tu propia tragedia. Respira, solo respira. E imagínate algo nuevo”. Se desata el delirio colectivo. Quince minutos de aplausos. La catarsis era esto.
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