Los ejercicios de equilibrio de escaladores y deportistas de élite que tienes que aprender ya
Si te parece una tontería, nunca serás un deportista de fama universal. ¿Y qué? Pues que probablemente empeores (y acortes) tu paso por este mundo
Kilian Jornet corriendo por riscos escarpados, Leo Messi regateando a todos los defensas y cualquiera de nosotros en clase de Zumba tenemos algo en común: que (habitualmente) nos movemos sin caernos. Una proeza cortesía de la evolución que vemos con tal normalidad que obviamos su valor. El fisiólogo Hendrik Reimann lo resume en esta frase: “La movilidad es la mera cuestión de ir de A a B sin un suceso catastrófico en forma de caída”. Es decir, posibilidades hay, pero el hombre lleva esquivándolas toda la vida. Primero, gracias a las modificaciones en la curvatura de la zona lumbar y en ...
Kilian Jornet corriendo por riscos escarpados, Leo Messi regateando a todos los defensas y cualquiera de nosotros en clase de Zumba tenemos algo en común: que (habitualmente) nos movemos sin caernos. Una proeza cortesía de la evolución que vemos con tal normalidad que obviamos su valor. El fisiólogo Hendrik Reimann lo resume en esta frase: “La movilidad es la mera cuestión de ir de A a B sin un suceso catastrófico en forma de caída”. Es decir, posibilidades hay, pero el hombre lleva esquivándolas toda la vida. Primero, gracias a las modificaciones en la curvatura de la zona lumbar y en la pelvis que favorecieron que los humanos pudieran mantenerse erguidos y caminar o correr sobre dos pies, dicen los antropólogos. Por ejemplo, la cresta ilíaca se aplanó para mejorar el centro de gravedad y la cavidad pélvica se ensanchó para hacer hueco a músculos más robustos. Mientas los simios avanzaban (y siguen haciéndolo) dejando caer el torso hacia el lado que apoya o estirando los brazos para reequilibrarse, los humanos empezaron a bracear acompasadamente y los glúteos se encargaron de compensar el peso del lado sin apoyo. Esto, además de mejorar la estética —por qué no decirlo—, supuso un importante ahorro de energía.
En ese proceso evolutivo también se modificaron los centros de operaciones: el cerebelo y el tronco encefálico. “El cerebelo posibilita una coordinación motora más suave y precisa ayudando en funciones como la locomoción, la postura y el equilibrio. Las diferentes estructuras del tronco del encéfalo son críticas para regular el tono muscular y posibilitar la organización de movimientos que involucran la musculatura del tronco del cuerpo y la de las extremidades. Todo esto incide en la regulación de la locomoción bípeda”, declara el neurocientífico Diego Redolar Ripoll, investigador del grupo Cognitive Neurolab de la Universitat Oberta de Catalunya.
Una vez establecido el mecanismo, el humano tuvo que aprender a captar y gestionar los datos sobre la posición del cuerpo y los escollos del camino para no darse de bruces contra el suelo. La responsabilidad de proceso, que se llama propiocepción, se otorgó a la vista, al oído y a diversos sensores del equilibrio localizados a lo largo del sistema neurolocomotor (músculos, tendones, ligamentos...).
El espécimen joven y sano tiene todas esas cualidades intactas: puede deambular sin mirar donde pisa y salir airoso. En un percance estando quieto (un frenazo en el autobús, por ejemplo) responde en un lapso de 50 a 200 milisegundos y en un empujón corriendo en el parque, de 600 milisegundos. Vamos, que el tiempo que necesita el sistema nervioso central para procesar la orografía del terreno, la trayectoria y velocidad de la propia carrera y las posibilidades muscoloesqueléticas más favorables para evitar caer, desde una torsión del tronco a reposicionar el tobillo para asumir mejor el impacto, es ínfimo. La reacción es casi instantánea. En un octogenario, en cambio, no.
“Generalmente, los jóvenes no tienen problemas para caminar en la oscuridad o con los ojos cerrados. Pero el sentido de propiocepción disminuye en los ancianos y en personas con enfermedades neurodegenerativas, lo que lleva a una dependencia mucho mayor de las señales visuales para mantener el equilibrio”, explica el profesor Jason Franz, de la Universidad de Carolina del Norte (EE UU). Pero, claro, al cumplir años, la vista se va resintiendo... Te estamos oyendo pensar: “Yo tengo vista de águila”. Pues vas listo.
Por qué debería importarte el equilibrio
La estabilidad se puede medir y los resultados dan una idea de la plenitud del organismo. Un método fácil es el Balance Error Scoring System (BESS Test), que consiste en tres minipruebas en las que deberás controlar lo que duras: erguido, con ambos pies completamente juntos —uno al lado del otro— y las manos en las caderas; a la pata coja, y en posición de tándem (un pie inmediatamente delante del otro). Se realiza con los ojos cerrados y cuenta hasta que el sujeto los abre o pierde el equilibrio.
De todos los ejercicios, el más revelador es el que imita a un flamenco (sobre un solo pie): aguantar poco indica una mala propiocepción, posible deterioro cognitivo y hasta flojera de tobillo con papeletas para tener un esguince. El fisioterapeuta Pablo de Santiago López sugiere hacer también un test caminando hacia atrás: “Requiere un mayor control neuromuscular, propiocepción y reflejos frente a hacerlo hacia delante”, aclara. No lo infravalores. “Va implícito en tareas cotidianas como sentarse en un sofá o abrir una puerta”.
Pero no hace falta hacer cosas raras para saber que te tambaleas con facilidad. A oscuras, todos, a cualquier edad, tendemos a andar con pasos cortos, con los pies más separados y a menos velocidad. ¿Verdad? Porque reduce el tiempo que pasamos en situación inestable, permite afianzar cada paso y devuelve a esa parte del cuerpo la misión de avanzadilla exploradora que la evolución tenía previsto para él. Y, aunque, a diferencia de otros animales, el pie humano carece de pelo, a cambio, posee múltiples terminaciones nerviosas para conocer el estado del terreno y una enorme plasticidad muscular para asirse a superficies inestables. Por algo los funambulistas van descalzos. Pero tú a trabajar, a la compra, a pasear o a hacer deporte, no. Más de un zapato tienes…
“Al calzarnos, aumentamos la protección, pero perdemos esa capacidad de recibir la información que requiere el equilibrio. Y los músculos pequeños del pie pierden movilidad”, interviene el podólogo Víctor Alfaro, director de Podoactiva, quien, para ejercitarlos, sugiere coger pequeños objetos, arquear el empeine como si llevaras tacones (con los dedos rectos) y estirar la fascia plantar (por ejemplo, sentado, con el pie apoyado en el suelo sobre el talón, agarra el dedo gordo, tira hacia arriba y hacia el tobillo y aguante de 15 a 30 segundos, explican desde la aseguradora Cigna).
Cómo coloques las piernas, aun estando quieto, también hace de las suyas. El equilibrio aumenta si están separadas y en paralelo, y se reduce si se juntan o se pone una delante de la otra. ¿A que lo experimentas cuando vas en metro (o en barco)? Y en movimiento: cuando caminas sobre una línea —vale, no es lo normal, pero es clave para saber que algo pasa—, los pies se suceden y la estabilidad ocurre cuando el talón de uno está apoyado junto a la punta del contrario, exigiendo máxima propiocepción y sobriedad. Es una de las razones por las que lo recrean (tecnológicamente) en el psicotécnico del carné de conducir y te obligan a hacerlo en las pruebas de alcoholemia... Con unas copas de más hacemos eses (el cerebelo es especialmente vulnerable al alcohol).
Muchos más momentos en los que renqueas
“El cansancio es uno de ellos. Cuando un corredor de larga distancia va fatigado tiende a encorvarse, levanta menos los pies... Su propiocepción y la capacidad de reacción disminuyen y es cuando vienen las caídas”, advierte el fisioterapeuta Isidoro San Justo Molleda. “También afectan el dolor crónico o una lesión traumática en los ligamentos. La información propioceptiva que le llega al cerebro es deficiente y los movimientos pueden ser poco acertados”, apunta su colega Ana Mostazo Guerra. “El sedentarismo sería otro factor más. Lo hemos visto con la covid-19: se pierde masa muscular por estar mucho tiempo encamado y la capacidad de reaccionar a estímulos y mantener equilibrio se reduce. En la recuperación trabajamos de forma específica para ayudar a recordar la propiocepción. Lo hacemos sin que se levanten e, incluso, tumbados bocarriba, por ejemplo, trazando círculos con los pies o las rodillas”.
Ah, que no tienes sillón, o no lo usas...
¿O le echas la culpa al virus de destruir toda ilusión por moverte? Tirarse mucho tiempo de inactividad, renunciar a caminar por vagancia, vaya, también deteriora el programa de neurolocalización corporal, pero no lo elimina. Siempre hay marcha atrás. Así lo relata el profesor Redolar Ripoll: “Se controla fundamentalmente desde estructuras como el cerebelo y el tronco del encéfalo, carentes de la plasticidad que sí tiene, por ejemplo, la corteza cerebral. Por ello, es poco probable que estar más tiempo sentados nos genere cambios a largo plazo en la estructura o la función de las regiones críticas que controlan estas funciones motoras”. En otras palabras: no te apalanques. Si has caminado y no hay lesiones, puedes volver a hacerlo.
¿Cómo se entrena?
La estabilidad se puede —y se debe— trabajar, tanto si estás recuperándote de una lesión como si quieres librarte de ellas. Ignacio Hernando Valle, educador físico-deportivo y codirector de Nachos con Fitness, hace diana en un punto concreto: el core (ya sabes, abdominales y lumbares). “Es el principal estabilizador del cuerpo, la palanca central desde la que se transmite y controla la fuerza al resto de articulaciones. Ejercitándolo mejoramos el control postural, prevenimos caídas y nos alejamos de las lesiones en la espalda o la rodilla. Además, aumentamos el rendimiento. Por eso los atletas de élite, sea cual sea su especialidad, lo incluyen en sus entrenamientos”.
No te sorprendas si un día ves en el gimnasio a alguien subido en una especie de cilindro o en un bosu (media pelota de goma con una plataforma dura) mientras su entrenador le da pequeños empellones o le lanza una pelota para que la pille al vuelo. No es una tortura: está entrenando el equilibrio. “Sirve cualquier superficie que aporte inestabilidad: una colchoneta, cojines o un balón algo deshinchado. Luego la dificultad dependerá del estado físico. Si es óptima puedes hacerlo con los ojos cerrados, a la pata coja, intentando asir objetos o resistiendo a los empujones de un contrario. Cuantos más sensores inhibamos o más lo compliquemos, más obligamos al resto a espabilar para suplirlos”, explica el educador, quien añade que el objetivo también influye.
“He visto a porteros de fútbol subidos a un togu [un cojín relleno de aire], con las botas de tacos para añadir dificultad. Pero su oficio implica hacer cambios de dirección en posiciones que generan mucha incertidumbre corporal. En la vida normal no llegamos a tanto. Ahora se han puesto de moda las slacklines, una cinta tensa para caminar como un equilibrista. Merece la pena si eres corredor de trail o escalador porque necesitas máxima coordinación y agilidad para reaccionar con rapidez ante la menor inestabilidad”.
Los estiramientos son otra buena manera para mantenerse bien erguidos. “Al estirar lanzas un estímulo al músculo que el cerebro debe procesar, saber hasta dónde puede llegar y regularlo para que no se rompa. A la vez, mejoras la movilidad articular. Esto es importante porque la rigidez es un limitante de la propiocepción. Si el músculo no tiene elasticidad ni fuerza, mal vas a mantener el equilibrio”. No te vuelvas loco buscando rutinas raras. “Pueden ser incluso los estiramientos estáticos de toda la vida, siempre que la postura no se mantenga más de 30 segundos. Por encima de ese tiempo afecta a la fuerza elástica”. Reserva 10 al final de la actividad deportiva y hazlo con todo el cuerpo.
Cuanto más mayor, más importante es
En torno a los 70 años, una de cada tres personas tiene problemas de equilibrio. Y no solo por un deterioro de las facultades motoras y neurológicas. La incontinencia, la obesidad, los miedos y el sedentarismo inciden en la pérdida progresiva del equilibrio y abren la puerta a las temidas caídas. Según estudios epidemiológicos, en torno al 30% de los mayores de 65 se ha dado de bruces alguna vez en el último año. Esta cifra puede alcanzar el 50% en el caso de los mayores de 80.
Lejos de tirar la toalla, hay que seguir entrenándolo con el foco puesto en el trabajo de fuerza, porque a esas edades merma la masa muscular: es lo que se conoce como sarcopenia. De ahí que los ancianos sean cada vez más lentos y salgan peor parados de un bache o un empujón. Es uno de los puntos capitales de los programas de actividad física en residencias implementados por los fisiólogos Mikel Izquierdo y Alejandro Lucía.
Entenderás por qué en Oriente es fácil ver parques llenos de mayores haciendo ‘tai-chi’.
“Lo llaman multicomponente: fuerza, resistencia y equilibrio”, explica Hernando Valle. Los ejercicios van desde caminar agarrados a una barandilla a levantarse y sentarse ayudándose de un palo de la escoba, caminar en línea recta o practicar tai-chi. “En 4-8 semanas se reduce la incidencia de caídas hasta en un 50%. Ganan confianza al moverse y muchos pasan de usar andador a pasear erguidos, aunque sea del brazo de un cuidador. El equilibrio es calidad de vida”.
Antes de empezar a entrenar, conviene pasar por el escrutinio de un posturógrafo. “Es un sistema de células y sensores de peso que registran la carga, desplazamientos y presiones que se ejerce sobre ellos. Mide la capacidad para mantener la bipedestación y analiza la oscilación del centro de gravedad y la carga en las trasferencias al sentarse y levantarse”, explica Borja Castañeda de Luis, fisioterapeuta de la Fundación Casaverde.
Al determinar qué puntos flaquean, se trabajan de forma específica, ya sea una pierna o ambas, la espalda, el cuello.... “Es un sistema a la vista del paciente, lo que le permite sentirse parte activa e implicarse de una forma más consciente. Así se gana mayor control y velocidad en la rehabilitación”. Lo siguiente para evitar caídas accidentales es lograr ciudades age friendly, sin baches, pivotes ni vehículos sobre las aceras... Pero eso es ya harina de otro costal.
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