Los límites del consentimiento
La cultura del empoderamiento carga a las mujeres con un nuevo peso: saber qué quieren y cómo expresarlo, haciéndoles responsables de que la experiencia sexual sea satisfactoria (y también de sus posibles derivas)
En 2017, las acusaciones contra Harvey Weinstein colmaron el vaso. Posteriormente, el hashtag #MeToo —un lema creado por Tamara Burke en 2006 para llamar la atención sobre la violencia sexual hacia las jóvenes de color— se extendió en las redes sociales, invitando a las mujeres a contar sus propias experiencias de agresión sexual. En los meses subsiguientes se produjo una amplia cobertura por parte de los medios de comunicación, en gran medida sobre los abusos de poder en el entorno laboral. Y, en medio de este clima, el hecho de confesar públicamente las experiencias personales se consideró algo positivo, obvio y necesario.
Me alegró la repercusión mediática, y también me dio miedo, hasta el punto de tener en ocasiones que dar un salto para apagar la radio y su incesante desfile de historias sórdidas. En el momento álgido del #MeToo, a veces parecía como si las mujeres estuviéramos obligadas a contar nuestras historias. La acumulación de relatos en la red —en Facebook, en Twitter—, así como en persona, dio lugar a una especie de presión, de expectativa. ¿Cuándo vas a contar la tuya? Era difícil no percibir el ansia colectiva por esas historias, un ansia formulada en términos de preocupación e indignación, un ansia que encajaba como un guante en la creencia de que sincerarse es un valor fundamental y axiomático del feminismo. El #MeToo ponía de relieve el relato de las mujeres, pero también corría el riesgo de convertirse en una obligación, una demostración indispensable de las propias facultades feministas de autosuperación, la propia determinación para rechazar la vergüenza, la propia capacidad para recusar la humillación. También satisfizo un hambre lasciva por los relatos sobre abuso y humillación de mujeres... aunque de manera selectiva.
¿Cuándo pedimos a las mujeres que hablen y por qué? ¿A quién beneficia lo que dicen? ¿A quién se pide que hable primero y a qué voces concretas se atiende? Aunque todas las acusaciones de violencia sexual formuladas por mujeres suelen enfrentarse a una fuerte oposición, los relatos de las blancas acomodadas gozaron de cierto privilegio durante el #MeToo en detrimento de los de, por ejemplo, las jóvenes negras cuyas familias llevaban décadas reclamando que se hiciera justicia con el músico y abusador sexual R. Kelly. Existen estudios que demuestran que las declaraciones de delitos de violencia sexual hechas por mujeres negras tienen menos probabilidades de ser creídas que las realizadas por sus equivalentes blancas (ya que a las chicas negras se las considera más adultas y sexualmente experimentadas), y que las penas por violación son más severas cuando la víctima es blanca que cuando es negra. No todas las voces son iguales.
En los últimos años han aflorado dos requisitos para el sexo satisfactorio: consentimiento y autoconocimiento
En todo caso, a las mujeres no solo se las anima a hablar sobre el pasado, sino también sobre el futuro, como medida de protección: hablar con claridad es un ingrediente necesario para prevenir males futuros, no únicamente para abordar los pasados. En los últimos años han aflorado dos requisitos para el sexo satisfactorio: consentimiento y autoconocimiento. En el terreno sexual, donde el concepto de consentimiento es el rey supremo, las mujeres deben tomar la palabra... y deben tomar la palabra con respecto a lo que quieren. También deben, por tanto, saber qué es lo que quieren.
En lo que llamaré “cultura del consentimiento” —la extendida retórica que afirma que el consentimiento es la clave para transformar los males de nuestra cultura sexual—, la verbalización explícita de la mujer sobre su deseo se exige tanto como se idealiza, se reclama impertinentemente como seña de progresismo político. “Tienes que saber lo que quieres y conocer lo que tu pareja quiere”, apremiaba un artículo del New York Times en julio de 2018, asegurando que “el sexo satisfactorio se produce cuando dos objetivos coinciden”. “Habla con tu pareja”, exhortaba en septiembre de ese mismo año un educador sexual en el programa The New Age of Consent, en Radio 4 de la BBC, refiriéndose a hablar directa y sinceramente sobre sexo: en primer lugar, si quieres practicarlo, y, de ser así, qué es exactamente lo que quieres. Habla antes de llegar al dormitorio, nos decían; habla en el bar, habla en el taxi de camino a casa: cualquier momento incómodo habrá merecido después la pena. “Es imprescindible —escribió Gigi Engle en Teen Vogue— que exista un consentimiento entusiasta por ambas partes para disfrutar de la experiencia”, una postura ampliamente consensuada que el académico Joseph J. Fischel ha pulido en el concepto de que “el consentimiento entusiasta, del que podemos inferir deseo, no solo es el punto de partida para el placer sexual, sino que prácticamente lo garantiza”. Aquí, la voz de la mujer carga con un gran peso: el de garantizar el placer, el de mejorar las relaciones sexuales y solventar la violencia. El consentimiento, como dice Fischel en Screw Consent, aporta “magia moral al sexo”.
Esta retórica no es del todo novedosa; la lucha feminista se ha centrado mucho en el consentimiento, especialmente desde los años noventa, y al hacerlo ha suscitado una gran controversia. En 2008, Rachel Kramer Bussel escribió que “como mujeres, es nuestro deber con nosotras mismas y con nuestras parejas ser más explícitas a la hora de pedir lo que queremos en la cama, así como de compartir lo que no queremos. Ninguno de los miembros de la pareja puede permitirse ser pasivo y esperar sin más a ver hasta dónde llega la otra persona”. Que debemos decir lo que queremos y, por supuesto, saber lo que queremos, se ha convertido en una perogrullada con la que es difícil disentir si se toma una en serio la autonomía y el placer de la mujer en el sexo. Y este requisito para con las mujeres, que conozcan y hablen claramente sobre su deseo, se ve como algo intrínsecamente liberador, ya que enfatiza la capacidad femenina para —y su derecho a— el placer sexual.
Durante mucho tiempo, las corrientes progresistas han otorgado a la sexualidad y al placer el papel de sustitutos de la emancipación y la liberación. Fue precisamente esto lo que criticó en 1976 el filósofo Michel Foucault en La voluntad de saber, cuando escribió que “el sexo satisfactorio lo dejamos para mañana”. Parafraseaba, sarcásticamente, la postura de quienes promovían la liberación sexual desde la contracultura de los años sesenta y setenta: los marxistas, los revolucionarios, los freudianos; todos aquellos que pensaban que, para liberarse de las moralizantes garras del pasado, de la represiva tradición victoriana, debíamos por fin ser sinceros sobre la sexualidad. Foucault, por el contrario, era escéptico sobre el modo en que “nos empeñamos en olvidarnos del presente y apelamos al futuro”, y argumentaba que los envarados victorianos eran en realidad muy locuaces en lo tocante al sexo, aunque dicha locuacidad se manifestase en forma de patologías, anormalidades y aberraciones. No solo puso en tela de juicio el concepto clásico de que los victorianos eran pacatos, reprimidos y comprometidos con el voto de silencio, sino que también se opuso a la certeza indiscutida de que hablar sobre sexo equivale a liberación y que el silencio equivale a represión. “No debemos pensar —escribió— que por decir sí al sexo uno dice no al poder”.
El sexo ha sido, y sigue siendo, prohibido y regulado de mil maneras, y la sexualidad de la mujer en particular ha sido fuertemente restringida y controlada, pero merece la pena profundizar en la idea de Foucault. Estamos, de nuevo, en un momento en que parece que será mañana —un mañana que ya se atisba en el horizonte, tan cercano que podemos tocarlo— cuando el sexo volverá a ser satisfactorio; un momento en que nos olvidamos del presente y apelamos al futuro, pertrechados como estamos con las herramientas necesarias para enmendar la represión de antaño: las herramientas del consentimiento y, como veremos, de la investigación sexual. Pero el mero hecho de hablar y la sinceridad no son emancipadores, al igual que ni hablar ni el silencio son liberadores u opresores per se. Es más, la represión puede operar a través de los mecanismos del habla, a través de lo que Foucault llamó “la incitación a los discursos”. El consentimiento, y su equiparación con la claridad absoluta, carga el peso de la interacción sexual satisfactoria en el comportamiento de la mujer, en lo que ella quiere, en lo que pueda saber y decir sobre sus deseos, en su capacidad para ejercer un yo sexual seguro de sí mismo garante de que el sexo sea mutuamente placentero y no coercitivo. Pobre de aquella que no se conozca a sí misma y no exprese ese conocimiento. Esto, como veremos, es peligroso.
La mujer está educada para preocuparse por los sentimientos del hombre; se la instruye para que se sienta responsable de su bienestar y, por tanto, también de su ira y su violencia
En una entrevista, una víctima de la campaña de intimidación sexual de Weinstein dijo que había sentido miedo de “provocar a la bestia”. Miedo, cuando se enfrentó a sus exigencias, de hacer algo que encendiera su ira, violencia o deseo de venganza. En el juicio a Weinstein de 2020 en Nueva York, una testigo contó al tribunal que para Weinstein “escuchar la palabra ‘no’ era como un acicate para él”. La mujer está educada —no en menor medida por los propios hombres coactivos— para preocuparse de forma desmedida por los sentimientos del hombre; se la instruye para que se sienta responsable del bienestar del hombre y, por tanto, también de su ira y su violencia. Además, se le enseña que, si “emite señales”, debe prever las reacciones; que, si dice “no” después de que parezca que ha mostrado interés, ella será la única culpable de las repercusiones. El ego masculino herido es proclive al ataque, y teniendo en cuenta que gran parte de la comunicación social es indirecta —especialmente cuando el miedo entra en juego—, la mujer puede decir que no con precaución, cautela, indirectamente, como para permitir que el hombre guarde las apariencias y evitando contrariarlo.
Verbalizar el deseo
Una negativa cauta, sin embargo, puede no ser entendida como negativa, y la precaución y delicadeza con que se exprese pueden jugar en contra de una mujer en la sala de un juzgado, en el terreno de las alegaciones y el escrutinio de su comportamiento. ¿Dijo usted que no lo suficientemente alto? ¿Rechazó a la bestia? Por tanto, es difícil decir que no. También lo es decir que sí; y también expresar el deseo. Para empezar, la verbalización del deseo no garantiza el placer para la mujer, a pesar del alentador y entusiasta tono de gran parte del discurso del consentimiento.
En la serie de Michaela Coel Podría destruirte, Arabella, que es escritora, y su amiga Terry, actriz, están en Italia en un piso de lujo donde Arabella trata de terminar un manuscrito. Se van de marcha a la discoteca y Terry termina volviendo pronto a casa, deteniéndose por el camino en un bar, donde se le acerca un italiano. Antes, lo hemos visto con un amigo, avistándola, pero ya está solo cuando Terry se topa con él. Bailan, se establece una tensión sexual; está claro que va a pasar algo. Entonces, llega el otro hombre; no revelan que se conocen. Desde el punto de vista de Terry, el trío resultante es natural, fortuito. Cuando ya han mantenido relaciones sexuales —o, más bien, después de que ellos se corran—, ambos hombres se visten sin contemplaciones, con prisa por irse a casa, y dejan a Terry colgada. Ya han obtenido su placer, han alcanzado el orgasmo, pero ¿qué pasa con el de ella? Le apetecía acostarse con ellos, pero eso no evita que se sienta utilizada y defraudada. Abatida, los observa caminar juntos por la calle con camaradería cómplice; ahora, su amistad y su artificio parecen obvios. Terry tiene la inquietante corazonada de que su propia curiosidad sexual ha venido acompañada de las maniobras de ellos para dirigirla, utilizando una treta sutil y ambigua. El consentimiento, acceder y expresar el deseo, ¿son garantías de placer? ¿Evitan que los hombres usen a las mujeres? Claro que no. El placer y el derecho a experimentarlo no se distribuyen equitativamente.
Decir que sí y expresar los propios deseos con claridad también es complicado, debido al escrutinio sexista al que las mujeres se ven sometidas
Decir que sí y expresar los propios deseos con claridad también es complicado, debido al escrutinio sexista al que las mujeres se ven sometidas inexorablemente. Muchos juicios de violación y agresión sexual no giran en torno a si se produjeron los hechos, sino en torno a si la víctima consintió mantener relaciones sexuales. Así, el consentimiento se confunde con el disfrute, el placer y el deseo. La víctima ideal, como ha expresado un prominente abogado británico, “es preferible que sea sexualmente inexperta o, al menos, respetable”. La evidencia de que una mujer ha usado aplicaciones como Tinder para encontrar parejas sexuales puede esgrimirse en su contra en un juicio, aunque sea irrelevante para los alegatos ante el tribunal y la predisposición de una mujer para mantener relaciones sexuales esporádicas con un desconocido a menudo pesa mucho durante un juicio. Si el caso que se juzga tiene su origen en “un contacto realizado a través de una web para ligar, hay pocas posibilidades de condena”. En otras palabras, no te puede violar alguien que has conocido en Tinder, alguien que se considera que has conocido porque estás segura de tu deseo sexual.
A menudo, el apetito sexual de la mujer es precisamente la herramienta para exonerar la violencia masculina. ¿Por qué, si no, por ejemplo, mostraría una abogada la ropa interior de una demandante ante un tribunal, como sucedió en un juicio de violación en Irlanda en 2018? La abogada arguyó: “Fíjense en cómo iba vestida. Llevaba un tanga con un lacito delante”. La ropa interior de la demandante, al parecer, es prueba manifiesta de su deseo sexual. Cuando se considera que una mujer ha accedido a algo, ya no puede negarse a nada.
Sexo “fuera de lo común”
El deseo femenino también fue crucial en la revisión del juicio del futbolista galés Ched Evans, en 2016. Evans había sido condenado y encarcelado por la violación de una mujer de diecinueve años. La revisión del juicio ponderaba pruebas que el Tribunal de Apelación había juzgado relevantes, pruebas relacionadas con el historial sexual de la mujer, proporcionadas por otros dos hombres, que declararon que ella tenía predilección por el “sexo fuera de lo común”: supuestamente, había practicado el coito a cuatro patas con penetración vaginal desde atrás y había dicho “fóllame más fuerte”. Las muestras de placer pesan en contra de una mujer; muestras de placer y de “perversión” que, por cierto, las revistas femeninas y los manuales de consejos sexuales llevan décadas animando a las mujeres a explorar en aras de la liberación sexual. ¡Para que luego digan de las señales ambiguas!
Hablar de la propia sexualidad siendo mujer es una imprudencia. Escribir públicamente sobre mi sexualidad podría, hasta el día de mi muerte, ser utilizado como prueba en mi contra
Hace pocos años, cuando escribí un libro en primera persona sobre sexualidad —sobre sus pros y contras, sus gozos y sombras—, me preguntaron una y mil veces cómo me había animado a dar el paso tan arriesgado y revelador de escribir sobre mi propia vida sexual, y una y mil veces me dijeron lo valiente que había sido. Aquellos a quienes gustó el libro me dijeron que había sido valiente, y lo decían con un tono de alabanza y admiración; aquellos a quienes no les gustó, dijeron —o escribieron— lo mismo con un tono mucho más escandalizado. El denominador común fue, según llegué a entender, cierta incredulidad ojiplática; la confirmación de que hablar de la propia sexualidad siendo mujer es una imprudencia.
Yo, por mi parte, me las vi y me las deseé para mantener a raya el concepto que subyacía en todas aquellas reacciones: que escribir públicamente sobre mi sexualidad podría, hasta el día de mi muerte, ser utilizado como prueba en mi contra. No podía olvidar, aunque lo intenté denodadamente, que, si llegase a acusar de agresión a un hombre, aquella exploración de mi sexualidad en negro sobre blanco podría perjudicarme: podría exonerar de culpa a un hombre.
Cuando percibí ese escalofrío —esa ola de horror— que atravesaba a los demás, lo asumí como el típico rechazo hacia una mujer que habla abiertamente sobre el sexo: desaprobación con sesgo de género, doble rasero. Pero quizá parte de ese rechazo refleje lo que todos sabemos: que la mujer que se expone, en un mundo que desea y castiga ese impulso, se vuelve vulnerable. A su vez, su vulnerabilidad provoca un miedo que fácilmente se puede transformarse en desdén o admiración. El escalofrío es un espasmo de reconocimiento y una advertencia colectiva: ten cuidado.
Inocentes y culpables
El énfasis en la expresión clara del deseo —en saber lo que una quiere, en expresar el consentimiento entusiasta, en lo que Lola Olufemi llama “la cara bonita del consentimiento”— pasa por alto otra cuestión importante: ¿el sí de quién es relevante? La sexualidad de las mujeres de color aún se percibe muchas veces desde las fantasías colonialistas y orientalistas de animalidad y exotismo. Los estereotipos racistas sobre la mujer negra como criatura hipersexual están profundamente arraigados; cuando en 1753 Linneo clasificó los tipos humanos, definió a las mujeres africanas como “desvergonzadas”, y, en el Sur anterior a la Guerra de Secesión estadounidense, la violación de esclavas negras no era delito, ya que el estereotipo de que la mujer negra era promiscua la excluía del ámbito legal.
Estas ideas han tenido efectos duraderos: estudios recientes sobre el comportamiento de los jurados estadounidenses sugieren que sus miembros son más proclives a considerar culpable al agresor de una mujer blanca que al agresor de una mujer negra. La percepción de que la mujer negra siempre está dispuesta a acceder a mantener relaciones sexuales la pone en una situación injusta: es menos probable que la negativa se entienda como negativa, mientras que el sí se presupone. Si su deseo se ve como una confirmación de lo que ya se presupone, entonces, lo que ella misma diga sobre su deseo es irrelevante, lo que significa, por tanto, que el sexo nunca puede ser violento, que la violación es imposible. Si un “no” es irrelevante, ¿cómo va a ser relevante un “sí”? ¿Y de qué sirve insistir en la expresión enfática del deseo por parte de las mujeres cuya explicitación del sí y el no está vacía de sentido?
Además, ¿cómo oponerse a las alusiones racistas sobre el deseo sexual de la mujer negra sin asfixiar lo que podría ser una expresión crucial y radical de dicho deseo? ¿Cómo aspirar a la justicia sin renegar del placer, cuestiona Adrienne Brown? Joan Morgan sostiene que, dada la abundancia de estereotipos deshumanizantes, es fundamental que la mujer negra plante cara contra la desatención hacia su relación con el placer. Kehinde Andrews, en una reseña sobre el Formation de Beyoncé, escribió que “para mí, la postura política se pierde por completo, arropada como está en la ‘suculenta’ sexualización de la mujer negra que ya esperamos de Beyoncé”. Para Andrews, sexualizar el cuerpo eclipsa inevitablemente cualquier mensaje político. Si históricamente se ha sexualizado el cuerpo de la mujer negra, ¿debe esta evitar el uso o alarde de su sexualidad en su trabajo? ¿Debe el cuerpo femenino —sus placeres, facultades y dolores— permanecer inane o ausente ante un pasado y presente racista? Es un dilema bastante difícil de resolver.
Traducción de Alberto García Marcos.
Katherine Angel es doctora en historia de la sexualidad y en psiquiatría por la Universidad de Cambridge y autora del ensayo ‘Daddy Issues. Un análisis sobre la figura del padre en la cultura contemporánea’. Este texto está extraído de su nuevo libro, ‘El buen sexo mañana. Mujer y deseo en la era del consentimiento’ (Alpha Decay), que se publica este lunes.
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