Un camino puede ocultar otro
“En el acto de darle continuidad a la América, Panamá separó inevitablemente a los océanos”, escribe la autora colombiana en esta crónica realizada para el proyecto Cuenta Centroamérica
Uno
Se llega al Camino de Cruces en medio del aire sofocado que avanza entre las copas de los árboles y el sonido de los guaduales que cabecean sacudidos por el viento: la espesura de un aire tropical dispensado por la selva y que nos alcanza de súbito por la ventana del carro desde el deprimido de la carretera. Salgo en su búsqueda por encargo del Festival Centro América Cuenta, a las ocho de la mañana desde un hotel en el corazón del Casco Viejo que se inclina en dirección al imponente Museo del Canal, tomando la ruta de la Vía Centenario hacia los suburbios y luego hacia los rascacielos de una Panamá moderna que, estando suficientemente lejos, empieza por fin a presagiar el verde azaroso de la manigua. Entre los distintos parques nacionales de la zona es donde mejor pueden verse los retazos de ese camino colonial que desde el Siglo XVI unió a los Océanos Pacífico y Atlántico, aprovechándose de un sistema multimodal de ríos que sirvieron para conectar la navegación entre punta y punta de la parte más estrecha del istmo. El camino, sin embargo, está hoy invadido hasta su ronda por autopistas, construcciones y túneles, de modo que pensarlo implica hacer un truco de magia como quien aparece y desaparece una moneda: conectar mentalmente la discontinuidad de su trayecto a lo largo de una ciudad que le ha ido pasando por encima, para entender la envergadura de su ambición y de su tecnología: unir el tránsito entre dos océanos separados por un estrecho de tierra que, desde el Precámbrico, conectó todo el vasto territorio del continente americano.
Dos
A primera vista el camino no se ve porque lo ocultan el matojo y las hojas que se descomponen para abonar el suelo con su rastro, y hace falta pasarle una escoba por encima para destaparlo, como pasa también selva adentro cuando los ríos se recogen en el verano descubriendo las playas que se ocultan bajo la inundación. Mientras lo cepilla cuidadosamente con una escoba que carga en la mochila, Puleio cuenta que en el Siglo XVI las mercancías venidas desde España llegaban por el Atlántico hasta Chagres y de ahí bajaban en río, siguiendo el camino de Gatún, La Bruja, Ahorca Lagarto y Palenquillo hasta Gorgona, donde se andaba ese camino de piedra en dirección a la ciudad de Panamá.
En dirección opuesta, por ese camino salía hacia la Corona Española todo el saqueo que se practicaba en los territorios sudamericanos.
Tres
Puleio es un militar retirado. Descubrió el camino cuando era niño, en 1958, explorando la selva que iniciaba en el patio de su casa.
Tal vez ese mismo espíritu aventurero que mantiene vivo como un niño, más que un exmilitar, le permitieron realizar el segundo hallazgo. Por más de cuatro décadas se empeñó en seguir el mapa trazado por Nicolás Rodríguez en 1735 y donde se registraba un segundo camino construido por los piratas dirigidos por Morgan en 1671, tras el saqueo a Panamá en 1670. El Camino Pirata de Gorgona se extendía de occidente a oriente hasta el casco viejo de la ciudad, en San Felipe de Neri, reconfigurando su ruta según los nuevos intereses económicos. Muchos arqueólogos sostuvieron que el mapa de Rodríguez era un desvarío y que el camino de Gorgona no solo no existía, sino que no se cruzaba con el original, y que, en fin, Puleio estaba loco. Sin embargo, en 2004, más de cuatro décadas con brújula en mano le dieron la razón: Puleio atravesó toda la selva golpeando centímetro a centímetro el suelo con un bastón metálico hasta que un día, debajo de la hierba, rebotó contra la roca: al despejarlo encontró otro camino a punto de ser engullido por la maraña y supo que había hallado el punto exacto donde se encontraban esos caminos, uno encima del otro, y que su contagio no hablaba de otra cosa que de un cruce de tiempos y de revueltas históricas: aliados militarmente a los piratas y a los corsarios, los indígenas y los cimarrones enfrentaron al Imperio Español en este istmo de Panamá y del Darién, andando ahora el camino por encima y ya no debajo suyo.
En efecto, si hay algo que Puleio evade cuando se entusiasma hablando es que el Camino fue construido a expensas del exterminio indígena y cimarrón.
Cuatro
En un cruce de caminos en Kenia se ve un aviso que le advierte a los pasajeros que un tren puede ocultar otro para prevenirlos de que sean arrollados al atravesar la vía sin esperar a que el tren se aleje. Pensando en este aviso, Kenneth Coch escribió un poema sobre las cosas que se esconden por detrás de lo que parecen ser, como un reproche que en realidad oculta una queja, un perro que en la esquina oculta una jauría entera esperando morder, o una tumba en el Appia Antica que esconde debajo suyo otra pila innumerable de tumbas.
Un recuerdo puede esconder otro recuerdo, dice Coch, porque la memoria es eso: la eterna reverberancia de las entidades que se contemplan.
Cinco
Panamá es en realidad un puente geológico, me dice Daniel Domínguez una tarde que conversamos en el casco viejo de la ciudad, arropados por ese gris sofocado que sopla desde el Pacífico. Emergió del mar para unir a la América como parte de la cadena de islas volcánicas que tendieron un lecho de tierra conectando el istmo de Tehuantepec, en México, hasta el valle de Atrato en Colombia. Hace cuatro millones de años se consolidó como una especie de puente de piedra que unió a Sudamérica con Centro América, separando por ese hecho y de forma definitiva al Océano Pacífico del Atlántico. En el acto de darle continuidad a la América, Panamá separó inevitablemente a los océanos.
Seis
Puleio habla desapartando con el machete el matojo para que el camino sea transitable y no se lo engulla esa manigua que más arriba se vuelve el tapón del Darién. De la mochila saca unas botellas de un vidrio tan grueso que la luz queda atrapada sin salir hasta el otro lado, y que están marcadas en alto relieve con el nombre de una compañía en Nueva Jersey. Las ha ido encontrando a los márgenes del camino y las colecciona porque dan testimonio de una tercera oleada de caminantes que rondaron estos cruces: los trotamundos que siguieron la fiebre del oro entre costa y costa de los Estados Unidos.
Para 1855, la economía del oro era tan poderosa que ya se había construido entonces el Ferrocarril Interoceánico en Panamá, evitándole a los viajeros californianos cruzar los Estados Unidos en carretas jaladas por caballos, dar la vuelta al océano por el sur en el Cabo de Hornos a más de 18000 millas de distancia, o bajando toda la América central para atravesar el istmo en su punto más estrecho que son estos empedrados. El objetivo era uno solo: llegar a la west coast para buscar el oro, porque los gringos estaban atrapados en un país al que le temían por estar muy lejos de sí mismo dentro su propio territorio. Luego, como se sabe, vino el canal. Y luego el aeropuerto de Tucumén que sigue ese mismo principio: unir a la américa entre la américa y la américa con el mundo.
Puleio avanza entre el bosque y yo lo veo perderse bajo la luz que se filtra entre las copas de los árboles, mientras habla ya diluido en sus propias ensoñaciones y yo en las mías: la escritura. Me parece inevitable pensar en el contagio de esos manuscritos antiguos donde se escribieron los primeros libros repetidamente sobre el mismo cuero de animal y que se lavaban para apilar indefinidamente un texto antiguo sobre el anterior. Pienso en el contagio entre la línea oculta y la que se inserta, porque sospecho que estamos reescribiendo siempre el mismo libro que se pelea por reaparecer desde el fondo. Pienso en el tren que se oculta detrás de otro y que amenaza con arrollarnos sin esperar a que pase el primero, cuando desconocemos todavía su significado. Pienso que el Canal Interoceánico es eso: la eterna reverberación de una tecnología que se contempla siempre en la primera: el camino de cruces; o en el contagio que ocurren entre él y la piedra escrita en su ambición geológica de unir a los océanos. Sus tecnologías se han ido simplemente perfeccionando hasta llegar hoy a la más precisa de todas en el marco de este Festival: la palabra (cuando es libre).
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