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El Brasil más árido aprende a convivir con la sequía gracias a las cisternas de Lula

El Gobierno instala decenas de miles de depósitos para agua de lluvia tras el parón de los años Bolsonaro y reactiva las políticas contra la desertificación

Manuel Evangelista en la comunidad de Malhada da Areia, lugar que busca combatir la desertificación en Brasil.
Manuel Evangelista en la comunidad de Malhada da Areia, lugar que busca combatir la desertificación en Brasil.Sebastiao Moreira (EFE)
Naiara Galarraga Gortázar

A la agricultora brasileña Silvani Gonsalves do Santos, de 60 años, y a su familia les cambió la vida aquel día de 2016 cuando les instalaron una gigantesca cisterna al lado de su casita. De cemento, recoge el agua de lluvia (hasta 52.000 litros) que así pueden dosificar para que dure el resto del año. “Hasta que llegó esta tecnología, éramos los famosos flagelados de la sequía”, dice en referencia a los brasileños famélicos con la piel muy morena —tan cuarteada por el sol como la tierra sedienta— porque a diario caminaban kilómetros para conseguir agua de pozo con una lata. En los ochenta, la peor sequía del siglo mató a cientos de miles de personas en el nordeste de Brasil. Gracias a la cisterna, esta familia que vive en una pequeña comunidad rural de Juazeiro (Bahía) empezó a trazar un círculo virtuoso. Ya no viven pendientes del cielo. Planifican. Y comen. Comen sano porque cultivan hortalizas. Y tienen otra cisterna más pequeña con agua para ducharse, fregar o lavar la ropa que reutilizan en el cultivo de forraje para las cabras.

Las familias de la comunidad de Malhada da Areia han aprendido a convivir con la sequía y están en proceso de revitalizar sus tierras de pastos comunales, exhaustas tras décadas de sobreexplotación. Viven en el epicentro de la desertificación en Brasil, un fenómeno que se come cada año en el planeta 100 millones de hectáreas productivas y amenaza a uno de cada cinco municipios brasileños.

Garanhuns, la ciudad de Pernambuco en la que nació Luiz Inácio Lula da Silva queda a 550 kilómetros, cerca para las magnitudes brasileñas. Con su familia y miles de compatriotas, el presidente de la república emigró a São Paulo de niño empujado por la pobreza. Sus primeros Gobiernos instalaron un millón de cisternas como la de la señora Do Santos. Desde entonces simbolizan la política del Partido de los Trabajadores (PT) contra la desertificación y el éxodo en la Caatinga, la región más árida, donde vive uno de cada siete brasileños. Los depósitos de agua son una de las muchas políticas públicas abruptamente abandonadas por Jair Bolsonaro, que no invirtió un real, y que ahora retoma Lula, idolatrado por aquí. “Lula es nuestro patrón después de Dios. Trabaja mucho por los pobres, no nos odia”, recalca Maria Gonsalves Santana, 60 años. Aprovecha para hablar con orgullo infinito de su hijo: “Luché mucho y logré que fuera periodista”.

También veneran a la ministra de Medio Ambiente y Cambio Climático, Marina Silva. Basta ver el recibimiento que recibió el lunes pasado al llegar a la comunidad con el secretario ejecutivo de la convención de la ONU para combatir la desertificación, el mauritano Ibrahim Thiaw, y con el gobernador de Bahía, Jeronimo Rodrigues. Para los locales, que tan altas autoridades los visiten desmiente que esto sea el fin del mundo.

Un enjambre de vecinos, políticos locales, y periodistas a duras penas los deja avanzar, entre cactus y arbustos bajo un sol inclemente, durante la visita, a la que este diario fue invitado por la ONU. La ministra y el alto funcionario venían a conocer los proyectos de la comunidad para sanar sus tierras, degradadas por años de caza, deforestación para alimentar a los rebaños de cabras y ovejas, usurpación de tierras…

Una zona de caatinga en la comunidad de Malhada da Areia.
Una zona de caatinga en la comunidad de Malhada da Areia.Sebastiao Moreira (EFE)

Ocasión impagable para estas gentes humildes de transmitirle al poder sus urgencias. Exponen dos prioritarias, que los proyectos de apoyo no sean interrumpidos y que las autoridades reconozcan de una vez por todas que estas tierras habitadas por sus antepasados hace más de dos siglos les pertenecen. Y, claro, cisternas para todos. Maricelia Santana Gonsalves, 56 años, espera hace años una. Por ahora se apaña con el agua que cada 15 días recibe por la canalización. Cuando se acaba, apela a la solidaridad vecinal. El actual programa gubernamental de cisternas contempla más de 130.000 nuevas unidades entre el año pasado y este.

El día de la visita de las autoridades, Brasil a anunció que se suma a la alianza internacional para la resiliencia a la sequía (IDRA, en inglés) impulsada por España y Senegal. La escasez de lluvias, agravada por el cambio climático, causa gravísimos estragos de manera gradual y silenciosa. Todo lo contrario a inundaciones o tempestades, siempre espectaculares y que reciben mucha más atención. Thiaw, de la ONU, alerta de que la degradación de la tierra amenaza el 50% del PIB mundial, que se dice pronto. “Crea conflictos por la tierra, inmigración indeseada…”, añade.

Brasil espera que la alianza le ayude a crear sinergias con otros países afectados por la desertificación, a captar fondos públicos y privados para afrontarla y exportar experiencias exitosas como las cisternas, adoptadas ya en África.

Los vecinos de Malhada da Areia se esmeran por explicar a las ilustres visitas cómo años atrás cambiaron de estrategia frente a la sequía. Ya no la combaten, conviven con ella, explica Luís Almeida Santos, del Irpaa (Instituto Regional de la Pequeña Agropecuaria Apropiada). Eso se ha traducido en cercar 50 de las 2.000 hectáreas comunales para que la vegetación crezca a su antojo sin la amenaza de rebaños voraces. Están encantados con esta pequeña reserva que mantendrán prácticamente intacta durante 15 años. Han plantado flora autóctona y ahora la gestionan de manera sostenible. Las calvas entre la vegetación van disminuyendo. Los jaguares y las serpientes han reaparecido, como algunas especies de plantas. Ahora cultivan frutas tropicales y producen miel.

Con las cisternas logran sacar máximo partido a cada gota de lluvia. Ahora que pueden cultivar al lado de casa, la dieta es mucho más rica y variada. “Orgánica”, apunta Do Santos, que disfruta experimentando con nuevas semillas mientras intenta recuperar las antiguas con los sabores de su infancia. Desde hace un tiempo ella y sus vecinas anotan en una libreta su día a día: vender una gallina, recoger tomillo, unos pimientos… “así demostramos que nosotras también contribuimos a la renta familiar”.

Tanque de agua siendo rellenado en la casa de Geraldo Apurinã en una comunidad indígena en Brasil.
Tanque de agua siendo rellenado en la casa de Geraldo Apurinã en una comunidad indígena en Brasil. ALEXANDRE CRUZ-NORONHA (Getty Images)

El éxodo juvenil es imparable, constata Gilberto Raimundo Santana, que creció sin luz ni agua. “Los viejos vivimos aquí, pero los jóvenes marchan a la ciudad a trabajar en las empaquetadoras de uva, de mango”. Como otros hombres, se protege del sol con el sobrero típico del nordeste de Brasil, de cuero y ala corta.

En un par de dácadas, sus vidas han cambiado radicalmente. Incluso tienen ya conexión a Internet, es decir, WhatsApp. Iracema Helena da Silva, de 46 años, la líder comunitaria, la encargada de transmitir a las autoridades demandas y agradecimientos, cuenta que son gentes disfrutonas, muy fiesteras. Adoran una barbacoa y un buen baile de forró.

La mala noticia es que, con la prosperidad, han llegado problemas desconocidos, como la diabetes o la hipertensión, según Da Silva, que ejerce de agente de salud. Los principales sospechosos, la plaga de los alimentos ultraprocesados. “Ya sabe, una vez llega la electricidad, llega todo lo demás”, apunta una vecina.

Además del proyecto de regenerar la vegetación autóctona y las tierras comunales, esta pequeña comunidad está embarcada en otra misión. Esta, por su cuenta. “Estamos construyendo una iglesia católica”, cuenta con emoción la lideresa. “Hemos hecho bingos, rifas, misas de vaqueros… la estamos levantando nosotros mismos”. Hasta ahora rezaban debajo de un árbol o en casa de alguno de los fieles.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).
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