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II Premio de relato UNAM-España
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Primer indicio

EL PAÍS publica el relato ganador del II Premio de relato UNAM-España sobre la experiencia migratoria latinoamericana en España

Carteles en estación de metro de Chamberí en Madrid
Carteles que simulan la silueta de un migrante son instalados en forma de protesta en la estación de metro de Chamberí en Madrid.Anadolu (Anadolu Agency via Getty Images)

Mientras estábamos los tres ahí escurridos, apachurrados como plastilina, coloreados por las intermitencias de la televisión, pensé que sí podía decírselo. Pensé que yo podía llegar tranquilamente con ella, bien por la mañana, que aún no hubiera nadie en el salón, y decírselo. Así. Simplemente. “Oye, Lucía, perdón, buenos días, ¿puedo hablar contigo?” Y decírselo todo. Con mucho cuidado. “Perdón, no es que esté enojada contigo, de verdad, pero bueno, a mí me hizo sentir un poco mal y te lo quería decir.” Podía. No iba a pasar nada si me acercaba así. Con calma. Simplemente. Pero yo seguía dándole vueltas. Porque tal vez luego se empeoraba la situación. Porque luego, ya de plano, no habría nadie que se quisiera juntar conmigo, si ella se enojaba y si ella decía algo y si todos le hacían caso, como siempre.

Mejor si no le decía nada, ¿no? Me giré hacia el lado de mi abuela, que también tenía la cara embarrada en la televisión, y le dije en secreto: Oye abue, como que estoy entristecida, y ella parpadeó un poquito, reflexionando intensamente, y me contestó con cierto tono de obviedad: Pues si estás estreñida vete al árbol a comerte unos tejocotes, esos caen muy bien, mija y el Mauricio todo pendejo se empezó a carcajear entre sus babas rellenas de mocos, mientras la película se esfumaba detrás de los comerciales: ¿A poco no te sale la caca Marifer? Jijiji. Y a mí me entraron todas las ganas de llorar, ahí aplastada entre los dos en el centro del sillón, abrumada de pronto por las imágenes perfectísimas de la tele, porque aunque sí estaba yendo muy bien al baño, ya no teníamos nuestro arbolito de tejocotes ahí en el patio de la casa.

¿No están por ái mis tacones? Mi mamá se hizo gusano para asomarse entre nuestras patas, por debajo del sillón. ¿No los han visto ustedes? Su voz haciendo eco al chocar con las pelusas del inframundo. No, yo no. No, yo tampoco. El gato Mauricio, bautizado por mi hermano Mauricio en honor a su propio nombre, salió despavorido de su escondite tras notar las manos buscadoras. Carajo. Mi mamá con sus ojos de mosquita turulata repasando las cuatro esquinas de la corta pared. Ay yo te los dejé arriba del refri mijita, para que se te enfriaran, dijo mi abuela. Mi mamá la miró con una cara de verdadero desconcierto. Una mujer de ochenta y siete años arrastrando los tacones de animalprint desde la oscuridad del armario, sacándolos de su caja de cartón, desempolvándolos dulcemente y depositándolos como quien pone la estrella en el arbolito de navidad, ahí en la cima del refri.

El gato Mauricio ahora se hacía hueco en el lavabo de la cocina, cual plato sucio. A mí ya me empezaba a doler la cabeza en ese momento, yo creo de tanto pensar. En realidad no tendría que haberme complicado tanto con el discurso, pero ahí estaba yo, pensando en la jeta que me haría Lucía a cada palabra que yo balbuceara frente a ella. La tele cambiaba de color. Mi mamá comenzaba a alzar la voz hacia mi abue: Ay mamá pero cómo crees que, aunque rápidamente se calló ella solita. Expiró. Se inclinó con cuidado hacia el asiento en el sillón, apoyándose en la maleta que aún teníamos botada a un lado de la entrada, y le dio un pequeño beso en la frente: Gracias mamita chula.

Mi mamá se alejó en un segundo, arrastrando sus chanclas por las losas que esa mañana había trapeado con mi hermano. La vi agarrar presurosa sus tacones felpudos y meterse con ellos al baño, azotando la puerta. ¡Le abres si llega, Marifer!, aulló aunque estaba a tres metros de distancia, y yo le contesté con el mismo volumen: ¡Ajá!

Supuse que se iba a rasurar las piernas, o a pintarse las uñas de los pies, o a enchinarse el cabello con la plancha, o a retocarse el maquillaje, o a ponerse cucharas frías sobre las bolsas de los ojos, o a cambiarse por tercera vez el peinado, o a arrancarse con cera ardiente los vellos de la zona íntima. Alguna vez, cuando avanzaban los últimos meses de mi papá en la casa, cuando faltaba poquito para que nos viniéramos acá, me pidió que le ayudara sosteniéndole un espejito ahí abajo. Recuerdo pensar que se veía casi opaca, como deslavada, muy distinta a la mía.

Le quiero abrir yo, Marifer. Mauricio ya se estaba levantando del sillón, desequilibrando el arreglo de los cojines que ahora se desparramaban por el lado de mi abuela. ¡Se lo pedí a tu hermana Mauricio!, contestó al instante mi mamá, porque cuando sí convenía, dejábamos de fingir que ese lugar era una mansión en la que los sonidos se perdían fácilmente. ¡Ash! ¡Y no me rezongues eh! Mauricio se encaminó hacia el mueble de la tele. Uno, dos pasos. Girando de reojo, me sacó la lengua, mi hermano de diez años, histriónico.

Sobre ese mueble teníamos una planta de esas que crecen y crecen y que pueden arrastrar sus ramas hasta el suelo. En la tiendita que atendía una mujer china estaban etiquetadas como “poto”, aunque en México las llamábamos “teléfonos”, no sé realmente por qué. Fue la primera planta que compramos recién llegados acá, bajo la promesa o amenaza de mi mamá de que si la cuidábamos bien podríamos comprar más, pero dos meses pasados desde el éxito de nuestra resistente adquisición, seguía siendo la única planta que teníamos.

Fue así como Mauricio agarró la costumbre, tras descubrir en un video de YouTube que el famoso teléfono podía sobrevivir prácticamente donde fuera, de cortarle pequeñas ramitas que luego plantaba en botellas rellenas de agua y depositaba en cualquier rincón medio posible.

¿Son para regalar las plantitas? Mi abuela aplastaba los ojitos detrás de sus lentes, examinando. No, son para que tengamos más. Mauricio dejaba el nuevo esqueje en el alfeizar de la ventana. Una ventana invadida por una gran malla de reja metálica que le daba un aspecto de gallinero al departamento, pero que en realidad no era más que un mecanismo para que el Gato Mauricio no se nos escapara. Mi hermano volvió a sentarse junto a mí, devolviendo la estabilidad al sillón. A esas horas comenzaban a pasar Pasapalabra en la tele.

Empieza por B. Instrumento de medición que mide la presión atmosférica. Barómetro. Sí. Yo, por supuesto, quise decirle a mi hermano que no teníamos más plantas en la casa. Que teníamos la misma y única planta de siempre, solo que él la había despanzurrado a lo largo del minúsculo departamento. Comienza por C. Hora de la noche en que todo está en silencio. Conticinio. Sí.

Pero con cualquier cosa que yo dijera mi hermano chillaba con su voz de pito. Qui ti pisi Mirifir, qui ti pisi. Si yo le decía que estaba bien pendejo, que se le iban a morir todas sus pinches plantas en sus pinches botellas de agua me iba a decir Yi quiilliti Mirifir, ni quien ti pili Mirifir. Porque mi mamá ya llevaba un rato repitiendo la misma sentencia: Es que estás bien pesada Marifer, pero bien pinche pesadita te estás poniendo, eh. Y Mauricio le secundaba siempre alegando que sí, que es que Marifer ya está en la “burrescencia”, refiriéndose a que yo era una burra en la víspera de la adolescencia, o una burra adolescente, o una adolescente transformándose en burra. Burriscienta, Burriscienta, canturreaba el escuincle, mientras mi abuela nomás se quedaba aplastadita y callada envuelta en su sarape, siempre con frío a pesar de que hiciera un calor infernal. Y el Mauricio chilla y chilla y chilla. Así que mejor no dije nada.

E. Rey visigodo que gobernó entre los años 466 y 484 tras haber asesinado a su hermano Teodorico II. Pasapalabra. Tal vez podía aligerar el acercamiento a Lucía preguntándole si ella también había visto Pasapalabra con su familia. Así como nosotros tres, ahí embobados en las sucesiones de la rueda. Mi abue, el Mau y Yo. Desparramados como gelatina en el sillón. Atendiendo al fulgor de la tele como hipnotizados. Como si hubiera algo de vida o muerte ahí detrás del rostro seco del presentador. Como si intentáramos hallar el código que le subyace. Como si Pasapalabra fuera el sumario de toda España, como si ese programa nocturno fuera su esencia misma y adivinar tan solo una de las respuestas fuera comenzar a comprender su verdad. El Gato Mauricio se tallaba la orejita con un tenedor del fregadero, pletórico.

Y aún entre el estruendo de la televisión, a un volumen de cuarenta y pico para que mi abue pudiera entender, se escuchaba la tonadita de mi mamá escabullirse por la ranura de la puerta del baño. TOOOdo sE dErrumBÓ dEntro de mÍ, dEEEntro de MÍ. Por cada alargamiento de las sílabas podía traducir sus gestos frente al espejo, la mirada de hambre que se dedicaba a ella misma como anhelando una futura desesperación. HAstA mI aliento yA, me sAbe a hiEl, mE sAbe a hiEeel. Estaría embarrando sus dedos impregnados de aceite corporal sobre la imagen de su reflejo, desprendida de la obligación de limpiarlo después. Haría una mueca con los labios como si le estuvieran contando una tragedia, la cara afligida de una cantante de ópera a pleno drama final.

A ver Marifer, vete aprendiendo las respuestas, a ver si luego te mandamos a la tele. Ay abue, no es tan fácil. Contiene la Ñ. Representarse en la fantasía imágenes o sucesos mientras se duerme. Soñar. Sí. Mi abue envolviéndose en el sarape, Mauricio sorbiéndose los mocos, el Gato Mauricio plácidamente en el fregadero, mi mamá cantando agónicamente y yo pensando que sí podía decírselo. Que bastaba con acercarme a ella el lunes cuando estuvieran llegando todos al salón: “Oye Lucía, ¿puedo hablar un momentito contigo?” Y decírselo todo. Así nomás. “Pues es que la verdad me molestó un poco lo que dijiste el otro día en el recreo.” Y ya. Decírselo todo. ¿No? No sé. Capaz y me miraba con esa cara de conejo que tiene, preparando en su mente la venganza. Y yo ahí bien pinche ingenua. Miraría de reojo a su bolita de amigas carcajeándose en el fondo del salón y ellas sabrían. Y ahí sí de plano ya ni amiga de Lucía, ni de las amigas de Lucía, ni de ninguno de los veinte del salón, que también eran de alguna forma amigos de Lucía.

Tal vez debería dejarme largo el cabello. Me tanteé el contorno de la nuca y no había forma de que eso alcanzara para una trenza, o para dos chonguitos, o para una coleta, ni siquiera con gel. Imaginé todos los peinados que llevaban las niñas de la escuela, perfectamente amarrados en ligas resistentes a las clases de educación física, y luego me vi a mí con mis pelos de estropajo, llegando tarde a clase con el almohadazo impreso en el cachete. Lucía con dos trencitas que le estiran la sien, dándose la vuelta para pasarle un papelito a su amiga. Ambas riéndose bajito. Tenía que dejarme largo el cabello.

Ya cuando mi abue decía con un tono quejumbroso: ¿Pues qué no sabe cómo llegar el condenado?, se escuchó la chicharra que teníamos por timbre en el portal: RIIIIIIIIIN. ¡MARIFER VE A ABRIRLE! ¡YA ESCUCHÉ YA VOY! RIIIIIIN. ¡MARIFER! ¡QUE SÍ CHINGADA MADRE! ¡YA VOY! Yo con mi pijama de estrellas y unas pantuflas de tiburón, alisándome el cabello frente a la puerta. El interfón: ¿Sí? Sí, adelante. Es al fondo por las escaleras. Sí, de nada. Colgué. Exhalé. Se escuchó el portal cerrarse, unos pasos arrastrados por el pasillo, las zancadas tUn tUn tUn como escalando de dos en dos los peldaños. Le tuve que hacer Tsss, sácate sácate a mi hermano que ya estaba pegado frente a la puerta: Sácate, neta Mauricio.

Yo ya tenía la mano sobre la manija cuando tocó. BZZZ BZZZ. Al abrirle irrumpió en la casa un olor como a pino licuado, verdaderamente abrasador. Un olor que se impregnaría en la tela de nuestros cojines, en el pelaje del Gato Mauricio, en los pelitos de mis fosas nasales durante varios días más. El olor de hombre. Era un señor muy alto, realmente muy alto. Llevaba unos mocasines lustradísimos, unos pantalones acampanados al estilo setentero (Dios santo), un cinturón de hebilla prominente, y la camisa abierta hasta la mitad, mostrando unos míseros vellitos enrulados. Muy buenas. Y el apretón de su mano.

De lo poco que yo conocía de España antes de que nos viniéramos a España (obviando la tortilla española) era Picasso, Picasso el pintor y los cuadros del pintor Picasso. Unos rostros desfigurados por el escurrimiento de sus facciones, las narices con la rigidez de una piedra y los ojos de limón exprimido, desinteresados. Rostros que yo rápidamente intuí en las primeras personas que vi en el aeropuerto, en el control de migración, en el taxista, en la gente de la calle. Todos me resultaban en cierta forma extracciones de un mismo pincel, de un mismo dios repartidor de su obra maestra. Personas picassianas de la tierra de Picasso. Pero este señor. Este señor era verdaderamente el culmen. Un señor cubista de verdad. Era un hombre horrible.

Por más que yo fuera una niña de poco llanto, en ese momento sentí unas gigantescas ganas de berrear. Creo que nunca, en ninguna de todas las veces que le abrí la puerta a un pretendiente materno, había pensado en mi papá. Y me desconcertó que lo primero que me hiciera recordarlo con tal fervor no fuera su condición de padre, su participación en mi crianza, sus momentos de afecto, sino pensar que era mucho más guapo que este asqueroso señor.

Desde ese día en el que vino el primer fulano a la casa (la casa nueva, la de acá), mi mamá me había dicho que ofreciera siempre: ¿Quiere un vasito de agua? cuando lo invitara a pasar. Pero en ese momento lo único que quería decirle era “Váyase de aquí, señor apestoso, aléjese de mi mamá, qué se cree usted, pinche lagarto escurrido, ni se le ocurra volver a enseñar su horrible jeta en esta casa eh, ¿me escucha?”. Pensé en las consecuencias que me traería un comentario de ese tipo y lo espanté de mi cabeza mientras servía el vasito con la llave del fregadero.

Pensé también en los ojos de mi papá. Unos ojos igual de oscuros que el chapopote ardiendo. Pensé que si saliera del grifo un genio fantasmagórico como el de Aladdín, no dudaría en rogarle que me transportara a la piltrafa en la que estaría viviendo ahora. Que me llevara ahí y que me dejara abandonada para siempre, lavando todo el día los platos en el fregadero, tallando su ropa percudida, aguantándole los escándalos nocturnos que le aguantaba mi mamá. Con tal de no estar aquí. Con tal de estar frente a una cara afable, acomodada a la medida de mis recuerdos.

Ya le iba a alcanzar el vasito de agua a ese señor que tenía espantada a mi abuela, de pronto un tamal enmudecido entre las múltiples frazadas, cuando mi mamá salió taconeando del baño como si nada: Hola Juan, gracias por esperar.

Juan. El nombre del demonio. Le dio un beso en cada cachete, como se saludaban todos aquí (cínica hipócrita), tomó la bolsa de cuero falso que había dejado preparada en la silla del comedorsito. Bueno niños se cuidan, cuidan a su abuela, cenan bien, se duermen temprano, eh. Un intento de amenaza que ya desde entonces carecía del peso de antaño. ¡Ay las llaves! Las llaves, las llaves. Mi mamá agarró las llaves que estaban junto al fregadero, prendidas de un recuerdito de Veracruz. Se acercó a la frente de mi abuela. Adiós mamita chula. Y se agarró del brazo de “Juan” antes de cerrarme la puerta en el hocico.

Juan…

Contiene la Q. Técnica, actividad o deporte de montar a caballo. ¡Equitación! Grité la respuesta sin siquiera darme cuenta. El maldito Juan, hijo de la chingada. Aún escuchaba las risas y los tacones de mi mamá descender precipitadamente por las escaleras. No quería pensar en los desastres que haría cuando empezara a beber. Pensar en mi mamá bailando como desquiciada, subiéndose el vestido en medio de la calle, rodando por alguna avenida, vomitando en los zapatos de Juan. (Bueno…) Mi mamá quedándose dormida sobre las sábanas con los tacones aún puestos. Los tacones de animalprint. Me dejé caer entre los dos bultos del sillón, de pronto enteramente fatigada.

Tal vez si le decía a Lucía lo que pensaba nos hacíamos amigas. Tal vez solo bastaba eso para que me pidiera perdón. Para que admitiera, quizás bajo un impulso de confianza, que ella también sentía una tremendísima presión por agradar a los demás. Que a partir de entonces podríamos comer juntas todos los recreos, ir al cine los miércoles, invitarnos a nuestras casas los fines de semana, así como hacía yo con Ana Pau antes de que nos fuéramos de Puebla. Sacudiría sus dos trencitas y me abrazaría. Tal vez.

¡Está pero recontrafeo el condenado ese! En la tele habían pasado a unos cortes comerciales. Ay abue, ya ni me digas. Ya los tres cumplíamos con un mudo acuerdo de quedarnos aplastados ahí hasta que comenzaran a rugirnos las tripas. Mi abue, el Mau y yo: tres pellejos derrotados.

Todavía entonces me pasaba que cuando salía un anuncio de productos de higiene femenina me volvía roja, roja como jitomate. Aunque ya no estuviera presente mi papá y solo fuera el pinche Mau el que se hacía el wey cuando se alumbraban resplandecientes las gotas falsas de menstruación, notaba como si de pronto una fuerza celestial me desnudara, me abriera de piernas, me husmeara con sus manos invisibles y dijera en voz alta: “Sí. Esta niña está escurriendo sangre por la concha.”, para que todos lo supieran.

En este anuncio salía una mujer alta, con el cabello recogido y ropa deportiva, preparándose para correr un maratón. Se dejaba intuir que en los vestidores se colocaba un tampón, de esos que hasta la fecha no me atrevía a meterme porque una prima me había dicho que los tampones te quitaban la virginidad. Yo sabía que todas las niñas de mi escuela los usaban porque un día que me bajó y no llevaba toallitas, le pedí en susurros a una de mi salón si traía algo porque estaba “en mis días”. Al principio no me entendió, pero supongo que algo vio en mi cara compungida que le hizo comprender la ocasión y acto seguido me pasó sigilosamente un tampón por debajo de la mesa. Como no supe decirle que yo no usaba tampones, me fui directa al baño y construí una toalla primitiva con el papel higiénico, enrollando mis calzones como un pañal. Luego tiré el tampón a la basura, intentando enterrarlo hasta el fondo de todos los papeles usados, por el miedo de que entrara mi compañera y viera que el tampón que me había regalado estaba sin abrir.

Al final del anuncio la mujer ganaba la carrera. Se veía feliz, deslumbrante, llena, mientras corría la pista colosal, como sin esfuerzo, como empujada por la fuerza de llevar un tampón bien colocado y metido hasta el fondo del alma. Alzaba los brazos frente al público. Abrazaba a su mamá. Sonaba una cancioncita de cierre. Me pareció que si me dejaba largo el cabello y aprendía a ponerme un tampón, también yo podría correr como ella. Incesantemente, hasta el infinito.

Afuera sonaron las campanas de la iglesia. Los gritos de la parejita portuguesa que vivía arriba de nosotros. Las patas de las sillas arrastradas. La metralleta en la televisión. Y nosotros soporíferos. Los tres ahí escurridos. Mi abue hecha bolita, Mauricio mordiéndose las uñas, yo con un dolor de cabeza terrible, pensando de nuevo en los ojos de mi papá. Y el Gato Mauricio.

El Gato Mauricio. Mauricio, ¿dónde está tu gato? El pinche Gato Mauricio.

Yo le dije a mi hermano que se callara el hocico, que no había sido culpa mía, que se calmara, que había sido el Juan ese repugnante con su jeta cubista, que él había dejado la puerta abierta. Y el Mauricio chilla y chilla, que a ver qué iba a ser del pobre Gato Mauricio, que cómo iba a sobrevivir en el peligro de la noche. No mames Mauricio, tu gato es callejero. Y el Mauricio chilla y chilla. Y yo que le quería cortar los huevos al imbécil de Juan, que por eso no había que dejar entrar a nadie que no fuera de la familia, que no supiera cómo vivíamos nosotros. Y mi abuela despertando del cuarto sueño diciendo que si hacían falta huevos que ella salía a la tiendita a comprar unos. Ay abue… Y Mauricio chilla y chilla, diciendo que no, que no, que él no se iba a quedar, que él quería ir a buscar a su gato, que me acompañaba, que me quedara yo si no.

Te quedas tú aquí con la abuela, Mauricio. ¡Piri Mirifir! Y no me rezongues. Agarré las llaves, azoté la puerta, bajé hasta el bochorno de la calle.

¿Cómo iba a encontrar al pinche Gato Mauricio? Pasaban gentes y gentes por enfrente del portal que se cerraba tras de mí. ¿Cómo lo iba a encontrar en esa pinche avenidota? Si seguro ya se había ido bien lejos. Si el pinche gato podía treparse hasta la casa de quién sabe quién. Si yo solo sabía ir a la escuela y de regreso. Si ya había pasado tanto tiempo. Si nomás estaba yo ahí. Bien pinche sola.

Entonces tuve la ocurrencia de ir a la policía del barrio. Ir a la policía por un gato desaparecido. En la ventanita de la recepción me abría los ojos como sapo una mujer muy gorda. Yo le dije que Mauricio y que mi abue y que no sé qué, y que hacía media hora, y que el señor cubista pretendiente de mi mamá, y que mi hermano, y que Mauricio, y que México, y que no, y que sí y que aún no me sabía mi calle, y que el tiempo pasaba, y que Pasapalabra, y que pasaba muy rápido, y que sí, y que muchas gracias, y que esperaría en la sala que me indicó y que muchas gracias nuevamente.

No esperé mucho porque luego luego vino un hombre uniformado que preguntó en la sala: ¿Para reportar una desaparición? Y yo me levanté y lo seguí por un pasillo muy estrechito. Me abrió la puerta de una oficina y me dijo: Tome asiento, por favor. Tenía un bigote tupido y espeso.

Nunca, tampoco en México, había estado yo en una comisaría, intentando fingir la solemnidad que fingía frente a este señor. Agravaba además mi inexperiencia la turbia sensación de vigilancia que emanaba de los dos cuadros colgados en mi periferia, uno en la pared izquierda y otra en la derecha, ambos como espejos, exactamente iguales: unos retratos del rey español con los brazos cruzados, de traje gris, sonriendo majestuosamente a la cámara. Cuadros que en ese minúsculo despacho marcaban una ratio de dos reyes de España por un empleado de la policía.

Yo contaba mi trágica historia desde la pequeña sillita. Me miraba el Rey número uno. Me miraba el poli. Me miraba el Rey número dos. Mi destierro fue rápido, por supuesto. Cuando quedó claro que Mauricio se trataba de un gato y no de un niño con tendencias suicidas, la cara del señor bigotón cambió hacia un visible disgusto. Yo procuraba aguantarme la lagrimita de la humillación. Y no, y no, me repetía. No podían mandar a un agente a buscarme al gato. Eso no era así. En un pueblucho quizás, pero no en Madrid. Aquí estaban siempre desbordados. Siempre. Eso no se podía. Llegar a una comisaría a reportar la desaparición de un gato. No. Pero me haría el favor de registrar la incidencia. Por si alguien daba noticia de algún gato perdido. Aunque no correspondía a sus funciones. Estaba siendo generoso.

Y yo pues agradecí. Un “Muchas gracias” que era muchas gracias por concederme su tiempo, muchas gracias por dejarme pasar a su oficina, a su país, muchas gracias por permitirme tales lujos del primer mundo, a mí, pobre indita necesitada de misericordia. El rey de España me miró complacido desde sus cuatro ojos mientras yo cerraba tímidamente la puerta y repetía un tercer “Muchas gracias” y un último “Perdón”, a pesar de que afuera de la oficinita hubiera al menos cinco polis tomándose un café, charlando y riendo y no ayudándome a buscar al pinche gato.

Saliendo de la comisaría me puse a caminar en su búsqueda. Pues ya qué le iba a hacer. Aunque estuviera segura de que el Gato Mauricio, tras su breve estancia de tan solo un mes, no volvería nunca a nuestro departamento. Me aguanté el coraje, me aguanté la vergüenza, solo por el puro evitarme una llorada en público. Por orgullosa, sí, me puse a caminar bien firme, como si nada. Comencé el recorrido que hacía todas las mañanas para irme a la escuela, por probar algo. Un camino bastante aburrido que consistía en ir todo recto, todo recto, todo recto, y girar hasta el final en una callecita cerrada donde estaba la primaria-secundaria-bachillerato en la que estudiaba.

Se notaba que era sábado. La gente pasaba por mi lado en grupos, rebasándome, hablando en un tono innecesario. Las mesas de la acera estaban llenas. Con cervezas en jarras descomunales y vinos en copitas de plástico tambaleándose con el pasar de los coches. La avenida. Unos pasos a la derecha y te llamabas. Por aquí estaría mi mamá, pensé. En alguno de estos bares subterráneos recargados de luces led, restregándole el trasero al pinche Juan, que a estas alturas ya traería la cara más que desfigurada. El chuntachunta, el chuntachú. ¿Cómo habría sido el antro en el que conoció a mi papá? Ese antro del estado de Hidalgo. ¿Habré nacido en un antro?

Las calles de México nunca serían así. Una sucesión de edificios parejitos. Floreados en los bordes. Color cremita y miel. Ausentes de tendederos enrejados. Perros como lobos escurriéndote sus babas mientras pasas inconsciente por debajo. Y las banquetas. Las banquetas para tropezarte y nunca volver a vivir. Impensable en España. Así como me había explicado el poli, aquí las cosas funcionaban de otra manera. Definitivamente.

Yo me hacía normalmente veinticinco minutos en llegar a la escuela, si me sobraba tiempo media hora. Los edificios más próximos eran los más lindos. Por esa altura mejoraba la zona y se notaba en el tipo de locales, el parquecito verde, y hasta en la limpieza de las aceras. En mi salón había un grupo de niñas: Paula, Violeta y Lucía, que vivían luego luego ahí, justo doblando la esquina. Yo me hacía la mensa, claro, cuando llegaba la hora de la salida yo intentaba ir más despacio que ellas para no molestarlas en su chisme post-clase, pero por más mensa que me hiciera, todos los días las veía despedirse enfrente de sus portales, darse abrazos, decirse hasta mañana, sonreír.

Ahí mero encontré al pinche gato. El pinche gato Mauricio. Hijo de su madre. Relamiéndose las patas junto a un contenedor de basura. El gato negro más común. Pero era él. Nuestro gato. ¡MAURICIO! le grité sin que se inmutara. El pinche animal ajeno a todo el drama de este mundo. Y lo agarré rapidísimo del pellejo. ¡Miauuu!

Cabe decir que en mi familia éramos todos muy espirituales. Mi abuela había predicado siempre la importancia de una fe incondicional, a modo de resguardo frente a cualquier tipo de circunstancia, tanto adversa como favorable. Mi mamá interpretó de esta herencia una fiel dedicación a todas las religiones habidas y por haber, de las cuales se cambiaba constantemente como quien se cambia de calzón. Y yo por eso salí creyente de lo que cayera, que esa noche fue el Gato Mauricio como una estrella gigante, la estrella de los Reyes Magos guiándome hasta su portal.

Toqué todos los timbres posibles, comenzando por los del primer nivel. Hola, ¿aquí vive Lucía? Con un brazo cargaba al Gato Mauricio, que demostraba su incomodidad con maullidos desesperados. Hola, ¿esta es la casa de Lucía? MIAAAU Hola, buenas noches, ¿Lucía vive aquí? Hasta llegar al cuarto botón en el que me contestó una voz muy cauta y femenina: Sí, ¿quién es? Y yo dije: Marifer, su compañera de clase.

Por más que lo hubiera meditado tanto, no tenía ni idea de qué decirle cuando ya la tenía ahí, enfrentito, haciéndome una jeta de turbación, sosteniendo la puerta del portal, mirándome sin decir nada. Olía a shampoo de coco y tenía el cabello hecho baba, como recién cepillado después de bañarse. ¿Qué haces aquí? me dijo. Y yo me desahogué.

Pues mira, Lucía, me iba a esperar al lunes para decírtelo pero como andaba por acá pues decidí decírtelo ahorita. La neta creo que fuiste muy mal pedo con lo que dijiste sobre mí en el recreo. Lo que te inventaste sobre mis sentimientos hacia ese morro que la neta me la pela. La pinche mentirota que te inventaste. Y mira, al chile me hubiera valido madre, pero ahora se la traen reduro conmigo y yo la neta no me lo merezco. Sé que no lo hiciste con la intención de chingarme, que nomás fue porque te daba miedo que él supiera que estás enamorada de él. Está bien, no hay pedo con eso. Pero creo que al menos tendrías que pedirme disculpas, porque a mí me están chingue y chingue todo el pinche día y de ti ni quien diga nada. La neta creo que fuiste bien gacha, pero te puedo perdonar y no hay bronca, podemos ser panas si quieres.

Se lo dije todo así. De una. Como me salió directo del alma. Me reacomodé al Gato Mauricio. Levanté la mirada que sin darme cuenta se me había ido escurriendo hasta el suelo. Cuando la vi, noté que me miraba con una cara tres veces más fruncida. Una jeta ya no solo de confusión, sino de asco. Me dijo: Si no me hablas en español, no te entiendo.

Me quedé calladísima. Ni respiré. Nos miramos directamente a los ojos por unos segundos. Calladísimas. Lucía frunciéndome el ceño. Frunciéndome la boca. Frunciéndose ella misma hasta parecer una extracción de Lucía. Una dislocación de Lucía. Una pintura de Picasso de la cara de Lucía. Una cara amorfa y cubista.

No pensé nada. Yo ya había pensado demasiado. De pronto mi mano ya estaba ardiendo, temblorosa. Ella se sostenía la cara como si se le fuera a caer. Gritaba en mi dirección una serie de palabras que mis lágrimas nublaban, groserías de la tierra de Picasso. Verdaderamente la cacheteé como si no hubiera un mañana.

Salí corriendo prácticamente al instante. En el fondo de mi consciencia ya solo escuchaba la voz de Lucía chillando y chillando y la de su mamá gritándome que no huyera, salvaje, que no huyera, desde el portal de su casa preciosa. Ahora que lo rememoro de esta forma, me doy cuenta de cómo hasta entonces no había considerado la improbabilidad de que regresáramos a México. Cómo ese ardor en mi mano se convirtió en el primer indicio de que aquello que yo consideraba un simple desvarío de mi mamá era simplemente mi vida.

En mi recuerdo me veo correr como nunca. Me veo correr con el Gato Mauricio azotándose en mis brazos. Me veo correr como si esta ciudad tan sabida fuera un enorme calcetín al que un gigante comenzara a darle la vuelta, y yo me fuera a quedar apachurrada, junto con todas las pelusas, en su interior.

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