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Erika López, la guardiana de los tiburones en Malpelo

La vallecaucana, reconocida en 2024 con el premio Héroe del Año de la Asociación Profesional de Instructores de Buceo, lleva 15 años trabajando para proteger del aleteo a los tiburones

Érika López.

El primer encuentro de Erika López (Cali, 52 años) con los tiburones de Malpelo fue de mucho miedo. Ocurrió en 2010, cuando viajó por primera vez a la isla para acompañar una expedición de su hermano, biólogo marino. A diez metros de profundidad, la buzo profesional hace más de tres décadas se vio rodeada por decenas de tiburones martillo. “Mi primera reacción fue de absoluto y total pánico”, recuerda.

Segundos después entendió la escena: era una estación de limpieza, donde los tiburones giran en calma mientras los peces pequeños les quitan los parásitos. Se repuso muy pronto de este susto inicial. Volvió a bajar al día siguiente. Al tercero, ya era otra: “En un día me enamoré perdidamente de esos tiburones”.

Su oficio de guía de buceo le permitió regresar al año siguiente a ese santuario marino colombiano, ubicado a 500 kilómetros mar adentro desde la costa de Buenaventura. “Un peñasco gigantesco en la mitad de la nada… un Everest del buceo. Lo último antes del azul infinito”, así lo define.

Trabajando en esas expediciones de buceo con la embarcación panameña Yemayá pudo ver de primera mano la magnitud del saqueo y la crudeza del aleteo de las embarcaciones ilegales, que llegaban a la caza principalmente de tiburones martillo y silky (sedoso). Sintió que no tenía opción y, muchas veces junto a los turistas, se dedicó a perseguir y ahuyentar a los pescadores. “Éramos nosotros, desde el barco, persiguiendo ilegales, recogiendo líneas de pesca y liberando lo que alcanzamos”, cuenta.

Ahí entendió que, si bien las leyes son necesarias, la conservación solo funciona con presencia en los territorios, sobre todo en los más alejados. Sin nadie que monitoreara permanentemente estas aguas, a 36 horas de viaje desde el continente, era muy poco lo que se podía hacer. Esa fue la génesis de su fundación.

“No somos observadores del despelote: somos militantes de lo que nos duele”, dice sobre su trabajo. De improvisar persecuciones con los botes de apoyo, pasó a diseñar una solución duradera para tener presencia permanente en el área.

Con el plan trazado, pero sin una alternativa financiera, fue la pasión por la fauna marina la que terminó por sumar a un socio estratégico.

El filántropo mauriciano Jacob Stanley Griffiths asistió a una de esas expediciones de buceo y vio interrumpida una de sus inmersiones cuando tuvieron que ahuyentar a un barco de pescadores. Conversando con López, le preguntó qué se necesitaba para proteger más efectivamente a la fauna marina. Ella fue clara: “un barco propio”. Stanley respondió que él podía donarlo. Parecía una broma, pero fue un punto de inflexión.

En 2018, López y Stanley cofundaron Biodiversity Conservation Colombia (BCC) y pusieron en marcha el Silky (nombrado en honor a la especie de tiburón), un catamarán que sirve de base para el programa de prevención, vigilancia y control, que trabaja de la mano con Parques Nacionales Naturales de Colombia y con apoyo logístico de Colombia Dive Adventure.

La fórmula es contundente: un equipo mínimo, rotaciones constantes, tripulantes formados para mar abierto y combustible asegurado cada 10 días. “Si no estamos aquí, no hay conservación”, dice López, enfática.

Los resultados han sido medibles y, para Malpelo, históricos. La fundación reporta alrededor de 400 embarcaciones ilegales disuadidas o expulsadas desde que comenzaron los patrullajes y la presencia efectiva del Silky, que alcanza hoy el 94% del año.

Pero el indicador que más la enorgullece es la transformación del paisaje marino: los tiburones de Galápagos (otra especie de la zona) pasaron de tener grupos pequeños a sumar hasta 80 individuos, y la costa se mantiene limpia de artefactos de pesca: “Entre menos líneas tengamos que cortar y menos botes veamos, mejor está funcionando”.

López no romantiza el trabajo en mar abierto, ni los riesgos de enfrentar a infractores. “Me han tirado hielo seco y cuchillos”, cuenta. La adrenalina aparece, pero su guía es el protocolo: aproximaciones más rápidas y con motores superiores, megáfono, registro visual y disuasión. También, cuando la Armada está cerca, hacen interdicción formal.

– ¿El miedo que siente es comparable al de su primer encuentro con los martillo?

– Lo de los tiburones era ignorancia: no sabía qué veía. Con los pescadores sé exactamente lo que hago y por qué. El control es la diferencia.

Además, asegura que no tiene otra opción distinta a actuar, lo lleva en la sangre: “Yo nací sufriendo la conservación. No aprendí a cuidar: soy cuidadora por naturaleza”.

Aunque hoy su tarjeta dice CEO y pasa más horas gestionando que buceando, su vida está anclada al mar. Vive en La Buitrera, en Palmira (Valle del Cauca), una ladera verde a un par de horas del océano por carretera. Desde niña se maravilló con la fauna marina en San Andrés, a los 18 años se certificó como buzo y nunca volvió a salir del agua.

Estudió Ingeniería Agronómica en la Universidad Nacional y cursó una maestría en Ciencias Ambientales, carreras que no ejerció plenamente porque su oficio, dice, “siempre fue el océano”. Por su trabajo de conservación, ha sido incorporada al Women Divers Hall of Fame y recibió el Héroe del Año en la Asociación Profesional de Instructores de Buceo (PADI).

El futuro de la fundación está claro: quiere tener más barcos y mejor tecnología (motores híbridos, eficiencia de combustible, comunicaciones robustas) para cubrir montes submarinos lejanos donde hay presión pesquera. También, seguir afinando los amarres para las embarcaciones, vitales para evitar anclas sobre arrecifes, y sostener la presencia casi ininterrumpida del Silky.

Luego de varios años en los que ha pasado más tiempo sobre el agua que en tierra firme, López asegura que su verdadera casa es la cubierta de la embarcación. “Podría quedarme aquí toda la vida”, dice sobre Malpelo, mientras se toma un café caliente.

No hay duda. Esa presencia permanente, al menos a través del proyecto que capitanea, seguirá siendo definitiva para la conservación de uno de los mayores tesoros naturales de Colombia.

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