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Bogotá
Tribuna
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La herida del sonido: Ligeti, Venetian Snares y la colisión emocional detrás de Réquiem SP

El Balé da Cidade de São Paulo reúne dos territorios sonoros que parecen imposibles de conciliar. En la fricción entre una densidad coral y suspendida y una furia fragmentada nace un paisaje emocional nuevo

El Balé da Cidade de São Paulo llegó a Bogotá el pasado 22 de noviembre con Réquiem SP, una obra que convirtió la música en un territorio físico. Allí, entre cuerpos que se tensan y reverberan, emergieron dos universos sonoros que, en apariencia, no deberían encontrarse: la arquitectura vocal de György Ligeti y la electricidad fragmentada de Venetian Snares. La compañía brasileña, siempre incómoda ante la comodidad y la repetición, apuesta por juntar esos mundos sin suavizarlos, sin conciliarlos, dejando que la fricción se vuelva una especie de estructura.

Esa decisión revela algo más que un gesto estético. Muestra un punto de contacto —delicado, feroz e improbable— entre dos músicos separados por generaciones, geografías y lenguajes, pero unidos por una sensibilidad que rechaza la idea de la música como refugio. En Réquiem SP, esa sensibilidad estalló en escena como una pregunta sobre el dolor, la belleza y el vértigo.

El horizonte quebrado de György Ligeti

Ligeti (1923–2006) compuso desde las ruinas y a pesar de ellas. Húngaro, nacido en Transilvania, marcado por la guerra, la persecución y el exilio, construyó una obra que no obedece al orden ni a la tradición, sino a la intuición de que el sonido puede abrir una grieta en muros aparentemente inquebrantables. No buscaba consuelo y tampoco buscaba ruptura; buscaba una intensidad que no se dejara domesticar.

En piezas como Atmosphères o Lux Aeterna, el tiempo parece extendido más allá de sus límites. Más que una pieza que avanza en el tiempo, da la sensación de una respiración. La música se comporta como un organismo que se expande sin dirección, con texturas que se deslizan y chocan, que se sostienen en una tensión casi física. Ligeti no construye melodías que puedan tararearse ni estructuras que se reconozcan a simple oído. Lo suyo es el rumor de un mundo en transformación permanente.

El Réquiem, escrito entre 1963 y 1965, condensa esa visión. Aquí no hay la promesa de un descanso final. Las voces flotan en un estado ambiguo entre la súplica y el estremecimiento. Los acordes no resuelven porque no tienen adónde resolverse. Quizá no es lo que busca. Es una música que mira el abismo sin esperar respuesta. No es casual que Kubrick la llevara a 2001: odisea del espacio (1968), pues ese territorio donde la gravedad apenas sostiene algo y la emoción se mueve como una sombra era precisamente donde la creación de Ligeti ya habitaba.

El impacto de su obra no está en un catálogo de discos ni en una cronología de estrenos, sino en la forma como nos obliga a escuchar. Frente a Ligeti, el oído no descansa.

Venetian Snares: el corazón roto del ritmo

Del otro lado del puente está Venetian Snares, nombre con el que Aaron Funk ha construido una de las propuestas electrónicas más intensas de las últimas décadas. Su música se organiza desde la ruptura, pero no como gesto nihilista, sino como necesidad expresiva. Funk no destruye el ritmo para burlarse del orden, lo hace para encontrar un pulso que diga algo del mundo que habita.

En discos como Rossz Csillag Alatt Született —quizá su obra más reconocida— samplea cuerdas barrocas, melodías húngaras y grabaciones clásicas para someterlas a una tormenta de breakbeats, silencios cortados y explosiones súbitas. Lo que podría ser un simple contraste se vuelve una emoción compleja: una ternura tensada al borde de la violencia; una melancolía que intenta resistir mientras todo se derrumba alrededor.

En trabajos posteriores, como My Downfall o Huge Chrome Cylinder Box Unfolding, esa mezcla entre lirismo y colapso se vuelve más directa. Funk compone desde el límite del agotamiento emocional. Sus piezas parecen hablar desde un presente desbordado, como si la saturación fuera la única forma honesta de expresar una tristeza que ya no cabe en palabras.

Lo sorprendente es que, pese a su velocidad y su agresividad rítmica, la música de Venetian Snares conserva una humanidad frágil. Es un caos organizado por alguien que necesita atravesarlo para comprenderlo. Y ahí, justo ahí, donde la electrónica deja de ser fría y se vuelve una extraña respiración, aparece la cercanía secreta con Ligeti.

La emoción como puente

La distancia entre Ligeti y Funk no se cierra desde la técnica. Lo hace desde un lugar más profundo, desde la manera en que ambos transforman la emoción en paisaje sonoro. Ligeti descompone el tiempo para revelar la angustia suspendida bajo cada capa de armonía; Funk lo incendia para encontrar en la ruptura una forma de verdad. Los dos terminan hablando de una herida contemporánea: la incertidumbre de un mundo que no ofrece respuestas claras.

En Réquiem SP, esa proximidad emocional se vuelve visible. El Balé da Cidade no trata de armonizarlos ni de suavizar sus diferencias. El montaje conserva la densidad casi sacra de Ligeti y luego abre un tajo para dejar entrar la electricidad quebrada de Venetian Snares. Lo que podría sentirse como un choque artificial termina revelando un punto de afinidad que no se había visto antes. La misma inquietud respira en ambos.

La música de Ligeti es un abismo detenido. La de Funk, un corazón en combustión. El escenario los pone frente a frente y, de repente, el abismo tiene un ritmo que late; la combustión encuentra un espacio para resonar.

Cuando la música se convierte en cuerpo

Lo más potente de Réquiem SP es que esta conjunción no se queda en el plano intelectual. La danza hace que la música entre al cuerpo y lo transforme. Los bailarines se mueven como si cada capa sonora fuera un territorio que deben atravesar. La quietud tensa de Ligeti obliga a una contención casi ritual, mientras que la electricidad de Funk exige un estallido. No es una yuxtaposición, es más bien un tránsito.

En esa transición aparece una idea luminosa: la música no solo acompaña a la danza, sino que la modifica. Los cuerpos cargan el peso de las voces suspendidas, luego se quiebran bajo los ritmos imposibles, luego se recomponen. La obra se convierte así en un mapa emocional que no se podría construir sin esta mezcla improbable.

Al final, lo que queda no es la rareza del cruce. Es la intensidad del resultado. Réquiem SP demuestra que la belleza puede surgir del choque, de la incomodidad, de la tensión entre dos mundos estéticos que no buscan explicarse entre sí. Ligeti aporta la densidad luminosa de un réquiem sin consuelo; Venetian Snares, la energía convulsa de una emoción que no se domestica. El Balé les da cuerpo, espacio y respiración.

Lo que ocurrió en el Teatro Colón del Centro Nacional de las Artes, es una colisión que revela una verdad compartida. La música —mucha de la música que importa— nace del impulso de mirar donde duele. Ligeti lo hizo a su manera, Funk lo hace a la suya, y Réquiem SP encuentra, entre ambos, una grieta fértil. Es la herida del sonido.

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