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Heridas que no cierran (I): El holocausto del Palacio de Justicia

Han pasado 40 años y pareciera que la historia hubiese quedado atrapada en los baños del Palacio de Justicia, sin poder salir de esas paredes calcinadas que ya solo existen en los lacerantes recuerdos

Por qué no cierran las heridas. Por qué después de tantos años continúan sangrando y doliendo. Esto me ha dado vueltas en la cabeza las últimas semanas. Entre el 6 y el 13 de noviembre de 1985, Colombia sufrió dos tragedias que abrieron heridas profundas en el alma nacional: el holocausto del Palacio de Justicia y la desaparición de Armero. Con la proximidad de los 40 años ...

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Por qué no cierran las heridas. Por qué después de tantos años continúan sangrando y doliendo. Esto me ha dado vueltas en la cabeza las últimas semanas. Entre el 6 y el 13 de noviembre de 1985, Colombia sufrió dos tragedias que abrieron heridas profundas en el alma nacional: el holocausto del Palacio de Justicia y la desaparición de Armero. Con la proximidad de los 40 años se han despertado los recuerdos. He vuelto a pensar en personas que murieron allí, que conocí y quise, y en otras que admiré, aunque nunca conocí.

Durante estos días me impuse la tarea de leer libros, releer crónicas e informes y ver documentales sobre estas desgracias. Quizá anide en mí algo de masoquismo. Han pasado 40 años y pareciera que la historia hubiese quedado atrapada en los baños del Palacio de Justicia, sin poder salir de esas paredes calcinadas que ya solo existen en los lacerantes recuerdos. Los cuales nunca se borran, simplemente se duermen.

Aún sigo escuchando la clamorosa súplica del presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía: “¡Que cese el fuego!”. Pero el fuego no cesa: continúa, se propaga y siguen cayendo víctimas. Las heridas aún sangran, porque no basta con el paso del tiempo para que cierren. Para eso es necesario conocer y comprender lo sucedido, por absurdo e irracional que sea, para darle sentido al dolor.

Los bandos se mantienen en sus trincheras. Persiste la guerra de las narrativas, y su instrumentalización con finalidades políticas: que el M19 fue a la Corte Suprema de Justicia a presentar una demanda armada contra el Estado y el presidente Belisario Betancur (1982-86) por la traición al proceso de paz. Que el M19 asaltó el Palacio de Justicia para hacerle un favor a Pablo Escobar y a los cárteles del narcotráfico. Y ahí estamos: cuatro décadas después, enfrentados y sin conocer toda la verdad ni entender qué pasó ni por qué.

Los muertos están hablando

Hace cinco años —el 6 de noviembre de 2020— en compañía de la politóloga Paulina Herrán, entrevisté a Alfonso Reyes Alvarado, hijo de Reyes Echandía, y a Amelia Mantilla, esposa de su magistrado auxiliar Emiro Sandoval. Les pregunté si creían que había salido a flote toda la verdad, y ambos fueron enfáticos en afirmar que no. Entre otras razones, dijo Alfonso: “Porque los protagonistas directos y responsables de tomar las decisiones nunca dijeron todo lo que sabían. El presidente Betancur, por ejemplo, anunció en varias ocasiones que iba a escribir un libro al respecto para hacerlo público después de su fallecimiento. Lamentablemente, esto no ocurrió”. Amelia fue más directa: “Decir que fue culpa de una toma guerrillera —como en efecto lo fue— sin contar que el Estado en ningún momento tuvo la intención de rescatar, por lo menos a quienes estaban en el tercero y cuarto piso. Desafortunadamente para quienes han querido ocultar todo, los muertos están hablando”.

Sí. Ante la dificultad de que los vivos hablen, han tenido que hablar los muertos. El presidente Betancur se fue a la tumba aferrado a su verdad: la de que él fue, para bien o para mal suyo, el único responsable de las operaciones adelantadas por el Ejército y la Policía durante los días 6 y 7 de noviembre de 1985. Pocos lo creen. Es difícil pensar que quien se la jugó por la paz desde que tomó posesión del cargo hubiera podido dar la orden de retomar el Palacio “al costo que fuese” y, peor aún, de ejecutar rehenes. El coronel Luis Alfonso Plazas Vega sigue convencido de que estaba “defendiendo la democracia”. Seguimos sin saber qué pasó con algunos de los desaparecidos: cuántas personas —entre víctimas y guerrilleros— salieron con vida y fueron miserablemente ejecutadas.

He leído el libro de Helena Urán Bidegain, Mi vida y el Palacio: 6 y 7 de noviembre de 1985. Un testimonio desgarrador. La hija del magistrado Carlos Horacio Urán me deja claro que los muertos sí están hablando. La tarde del 7 de noviembre salió vivo del Palacio, Ana María Bidegain, su esposa, lo identificó en un video. Posteriormente fue devuelto para hacerlo parecer muerto a consecuencia del fuego cruzado. Su cuerpo se halló con signos de tortura y un disparo de contacto. Veintidós años después, su billetera fue encontrada en los archivos del B-2 de la Brigada XIII, “atravesada por un disparo”, como lo divulgó el periodista Daniel Coronell en su artículo Un crimen (casi) perfecto, publicado en Semana. Se halló junto a una lista “amarillenta y envejecida” titulada “Guerrilleros del M19 dados de baja en combate”. En ella estaban, escritos a mano, su nombre y el de Manuel Gaona Cruz. Dice su hija que lo más difícil de superar fue haber vivido creyendo lo que en realidad era una mentira, el dolor de comprobar que quien salió saltando sobre una pierna, sostenido por dos soldados, sí era su padre “camino a ser asesinado”. De su libro me queda claro que los militares no confundieron a Urán con un guerrillero. Ellos, realmente, pensaban que lo era, por sus posiciones políticas.

El gobierno sabía de la toma y…

Ha habido grandes esfuerzos por investigar lo acontecido. Uno de los más importantes es el de la Comisión de la Verdad, elaborado por Jorge Aníbal Gómez, José Roberto Herrera y Nilson Pinilla. Gracias a ellos tenemos certeza de muchas cosas, entre ellas que el Gobierno sí sabía de la toma.

El 16 de octubre de 1985, en la Cámara de Representantes, el ministro de Defensa, Vega Uribe, manifestó haber conocido un anónimo recibido por el Comando General de las Fuerzas Militares que anunciaba que “el M19 planea tomarse el edificio de la Corte Suprema de Justicia el jueves 17 de octubre”. Días antes (el 4 de octubre) el ministro de Justicia, Enrique Parejo González, había emitido una declaración ampliamente difundida por los medios de comunicación sobre las amenazas que se cernían sobre la Corte.

Una de las hipótesis es que los militares conocieron de la toma y pusieron en marcha la operación Ratonera, consistente en permitir el ingreso de los guerrilleros para luego darles muerte durante la retoma, y así “salvar el honor militar” por las derrotas y humillaciones sufridas —como el robo de armas al Cantón Norte y la toma de la Embajada Dominicana—.

Vega Uribe difundió la versión de los coroneles de la Policía, Pedro Antonio Herrera Miranda y Gabriel Arbeláez Muñoz, según la cual el retiro del refuerzo de seguridad se hizo “por petición del presidente de la Corte, Alfonso Reyes Echandía, a solicitud de magistrados y abogados litigantes que se quejaban de las medidas de vigilancia”. Versión desmentida por varios magistrados, por familiares de Reyes y por el presidente del Consejo de Estado, Carlos Betancur Jaramillo, quien sobrevivió milagrosamente. Cosas de Dios. El 6 de noviembre de 1986, el joven representante a la Cámara, Alfonso Gómez Méndez, discípulo de Alfonso Reyes, contra viento y marea realizó un debate en el que demostró que esa era una absoluta falsedad. Años después, la Corte Suprema le espetó a Vega: “Hay que respetar a los muertos y no poner en su boca cosas que no dijeron”.

Desde esa época Gómez Méndez hizo una pregunta que nadie ha podido contestar: ¿Quién dio la orden de levantar la seguridad?

¿Quién estuvo al mando: los civiles o los militares?

El ministro de Gobierno, Jaime Castro, asegura que nunca hubo vacío de poder ni golpe de Estado; que el Gobierno dirigió las operaciones todo el tiempo, y que la decisión de no negociar fue unánime. Los hechos parecen desvirtuarlo. El ministro de Justicia, Enrique Parejo González, declaró que hizo varios intentos por gestionar la crisis y mitigar la operación militar; que solicitó suspender el operativo con el fin de proteger la vida de los rehenes y propuso hablar con Andrés Almarales. En compañía de Castro redactó un mensaje que harían llegar a través de la Cruz Roja, pero el Ejército lo impidió. Afirma también que sobre la 1:00 a. m. del 7 de noviembre, Vega les dijo que los operativos se suspenderían. Los engañó.

El demencial asalto comenzó a las 11:30 de la mañana del 6 de noviembre. Vega Uribe llegó a la Casa de Nariño a las 4:00 de la tarde. Ya los tanques habían entrado al Palacio. Dirigió las operaciones desde el Ministerio, junto con los generales Samudio Molina y Arias Cabrales —comandante de la Brigada XIII—, quien diseñó el Plan Tricolor, el cual “no preveía el rescate de rehenes, sino actuar sin demora y con resultados decisivos”. Un testigo le atribuye esta frase: “No puede ser que haya tanta gente en el baño, y si la hay, no importa; les hacemos un monumento después. ¡Vuélenlo!” En 1990 Gómez Méndez, como Procurador General de la Nación, ordenó destituir a Arias Cabrales, ello generó una fuerte polémica y la descalificación a Gómez, como supuesto aliado de la guerrilla. Arias Cabrales fue sentenciado a 35 años de cárcel por no cumplir su deber de proteger los rehenes. El fallo del Tribunal Superior de Bogotá ratificó la condena y describió los hechos como parte de un “golpe de Estado transitorio” que ocultó información y pudo haber mitigado las graves consecuencias.

El consejero de Estado Reinaldo Arciniegas salió del Palacio el 7 de noviembre con un mensaje del M19 solicitando la presencia de la Cruz Roja, un periodista y un delegado del Gobierno. Sin embargo, los responsables de la operación militar impidieron que el mensaje llegara al Ejecutivo.

Es incuestionable la enorme oposición para que procuradores, fiscales y jueces puedan establecer la verdad. La valiente fiscal Ángela María Buitrago Ruiz, encargada de llevar adelante las investigaciones por desaparición forzada contra miembros del Ejército podría dar testimonio sobre esto, igualmente, las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

La muerte de Reyes Echandía y los desaparecidos

Todas las muertes del Palacio fueron dolorosas. Sin embargo, hay dolores más intensos por los vejámenes padecidos. La de Reyes Echandía, por ejemplo. Era amigo personal del presidente Betancur, del ministro Jaime Castro, del director de la Policía, general Delgado Mallarino, y exprofesor del general Maza Márquez, director del DAS. Estos dos últimos le dijeron que la orden de cese al fuego estaba dada, así se lo comentó a su hijo Yesid. Con la venia del comandante del M19, Luis Otero, Reyes le dio declaraciones al periodista Yamid Amat. De nada sirvió. Fue abandonado a su suerte. El Gobierno ya había tomado la decisión de no negociar. Tenían que “defender la democracia”. Y la defendieron. ¡Y de qué manera!

En la guerra de narrativas se ha dicho que Almarales asesinó a Reyes Echandía. Sin embargo, la Comisión de la Verdad estableció que la bala que lo mató no correspondía a las armas usadas por el M19. Existe también la hipótesis de que sus restos pudieron haber sido incinerados intencionalmente para borrar evidencia. Amelia Mantilla relató que, al ingresar al Palacio el 8 de noviembre, vio a unos soldados echando gasolina a restos humanos, incluyendo los de Reyes Echandía, y les gritó: “¡Miserables! No contentos con lo que hicieron, quieren destruir lo que queda del doctor Reyes”. Sus palabras, por supuesto, deben entenderse como la expresión de quien ingresa a las ruinas del edificio buscando a su esposo, viendo cómo quedaron los cuerpos después del incendio.

Existen registros visuales y testimonios que confirman la salida con vida de algunos desaparecidos hacia la Casa del Florero. Varios rehenes fueron trasladados a instalaciones militares —el Cantón Norte y el Batallón Charry Solano—, donde fueron sometidos a interrogatorios y torturas. Siete personas plenamente identificadas como rehenes y una guerrillera, Irma Franco Pineda, salieron vivos y fueron trasladadas a la Casa del Florero; posteriormente desaparecieron. Dos estudiantes de derecho, Yolanda Santodomingo Albericci y Eduardo Matson Ospino, fueron sacados y sometidos a detención y tortura, y catalogados como “rehenes especiales” o sospechosos de ser del M19. Todo parece indicar que eso fue lo sucedido con los empleados de la cafetería. Dudo que Betancur y sus ministros supieran de las desapariciones, del manejo irregular de los cuerpos y del envío de restos a una fosa común sin identificación.

Aunque la mayoría de los 35 guerrilleros murieron en los combates o a consecuencia de las explosiones, la Comisión de la Verdad estableció que en ocho casos la muerte fue causada por un proyectil de arma de fuego en el cráneo, y que siete presentaban signos de disparos a contacto en la sien. Solo el cadáver de Almarales se entregó a sus familiares. Los demás fueron enviados a una fosa común del Cementerio del Sur.

El consejero Betancur Jaramillo relató a la Comisión de la Verdad que sobre las 5:00 p. m. del 6 de noviembre recibió una llamada del presidente Betancur, quien le dijo que “ya estaba todo controlado, que no se preocupara, que antes de las 6:00 p. m. posiblemente iba a estar ya afuera”. El 7 de noviembre, Betancur Jaramillo, alrededor de las 11:30 de la noche, junto con el magistrado Julio César Uribe, observó cómo las llamas se aproximaban. Por sus propios medios bajaron hasta la cafetería, sin ver soldados ni policías. Su convicción es que proteger el Poder Judicial nunca fue una prioridad.

Epílogo

El asalto del M19 es inexcusable. Fueron los primeros responsables de esta tragedia. Actuaron de manera irracional y delirante, cometieron un error de cálculo político: creer que podrían repetir la “hazaña” de la toma de la embajada dominicana. Esto, sin embargo, no exime de responsabilidad política y penal a los agentes del Estado. Porque el fuego devoró no solo archivos y cuerpos, también parte de la confianza de los colombianos en sus instituciones, una confianza que, cuarenta años después, aún no ha logrado reconstruirse del todo.

En febrero de 2002 conocí en Ginebra (Suiza) a la periodista colombo-irlandesa Ana Carrigan. Estaba absolutamente indignada. Me dio un ejemplar de su libro “El Palacio de Justicia, una tragedia colombiana”, y me pidió que le ayudara a buscar una editorial en Colombia. Yo vivía en España y en mis viajes al país hice mi mejor esfuerzo: toqué las puertas de un par de ellas, pero no mostraron interés. Finalmente, fue publicado en 2020 por Planeta. Este libro —dice Ana, y yo lo suscribo— “debería ser de lectura obligatoria en los cursos de enseñanza secundaria y universitaria, en donde todavía importe la historia reciente de Colombia”. Cuestionó el menosprecio oficial por la tragedia, y que una vez suspendida la transmisión de los sucesos, el anuncio de “mayor importancia” fuese la confirmación de la ministra de Comunicaciones Noemí Sanín de que los partidos de fútbol “sí tendrán lugar, según lo programado”.

La vida continuaba, como si nada. Hasta que una semana después explotó el volcán del Ruiz y sepultó a Armero.

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