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Un oficio invisible y violentado: las cocineras del cocal

En Nariño, el departamento con más cultivos de coca de Colombia, las mujeres que se aseguran de que nadie trabaje con hambre sufren todo tipo de violencias, desde la económica hasta la sexual

La silueta de una mujer que trabaja como cocinera en laboratorios de producción de cocaína, en Pasto, (Colombia)
La silueta de una mujer que trabaja como cocinera en laboratorios de producción de cocaína, en Pasto, (Colombia)Natalia Pedraza Bravo
Valentina Parada Lugo

Diana comienza el día a las cuatro de la mañana para poder bañarse en la quebrada del río sin la zozobra de ser acosada por algún hombre. Podría permitirse una hora más de sueño, pero prefiere salir de la cama antes que los cuatro trabajadores que duermen en su habitación. Alista las ollas en la cocina para preparar el desayuno de los 50 jornaleros que debe atender a las seis y, a la par, adelanta el almuerzo para tener tiempo de lavar los platos. No trabaja en un restaurante ni en el casino de una obra: cocina para un grupo de recolectores y procesadores de hoja de coca en una finca enclavada en las montañas del municipio de Samaniego, en Nariño. Llegó allí, a los cerros andinos del suroccidente de Colombia, engañada. La necesidad de llenar la barriga de su familia la llevó a aceptar un trabajo a ciegas. “Pensaba que los cocales eran cultivos de coco”, dice, y se tapa la cara con vergüenza, así como pide que se reserve su identidad para este reportaje.

Floripe Rodríguez Quiñonez, participante del programa de sustitución de cultivos, posa en la cocina de su casa en Espriella, Nariño.
Floripe Rodríguez Quiñonez, participante del programa de sustitución de cultivos, posa en la cocina de su casa en Espriella, Nariño.Natalia Pedraza Bravo

Esa ingenuidad no es gratuita. Migró de Venezuela en 2018, a sus 38 años. Nunca había visto la hoja de coca en su vida. Al igual que las demás cocineras que trabajan como ella, está en un cruce de caminos. No forma parte de la cadena que produce la cocaína, pero su oficio es fundamental para sostenerla: los raspachines –recolectores- y los quimiqueros -quienes mezclan la hoja con gasolina, cemento, cal y otros químicos para convertirla en la pasta blanca que es la materia prima de la cocaína- no pueden trabajar con hambre. “El patrón me ha enseñado que uno nada ve, nada escucha, de nada se entera”, cuenta, y explica que le decomisa el celular cada vez que entra a la finca. Y ella entiende que de esa premisa depende que a su casa lleguen los 30.000 pesos (alrededor de 7,5 dólares) que gana cada día. Con eso sostiene a su nieta de 10 años, de la que se hace cargo desde que asesinaron a su hijo en Venezuela. Antes de ir a la finca, trabajaba en la misma región, pero como empleada doméstica. Le pagaban 11.500 pesos (2,8 dólares) el día. No le alcanzaba para la comida.

A su trabajo llegó esquivando las ofertas de prostitución que les hacen a las mujeres migrantes, pero para lograrlo tuvo que acceder a simular ser la pareja de un quimiquero. Era la única vía para conseguir el empleo en la finca y, ya adentro, la única forma de evitar ataques sexuales de los hombres con los que comparte una pequeña habitación de madera con techos en zinc, en la que escasamente caben dos camarotes divididos por una pequeña mesa en plástico. “Hay veces en los que mi supuesta pareja me pide que duerma con él, como para hacer realidad lo que decimos”, explica.

La finca suma unas cinco hectáreas de plantaciones de coca a las 59.746 que, según la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (UNODC), había sembradas en Nariño en 2022, lo que lo convertía en el departamento con más plantaciones de cultivos de uso ilícito en Colombia. Aunque la nueva política de drogas de Colombia, que el Gobierno de Gustavo Petro lanzó en 2023, pretende dejar de perseguir a los campesinos y centrar sus esfuerzos en los narcotraficantes, la entidad que se encarga de ejecutar esa política está acéfala desde hace casi cinco meses. Isabel Pereira, la coordinadora de la línea de investigación en drogas de Dejusticia, un reconocido centro de estudios jurídicos colombiano, asegura que “no queda claro cuál es la prioridad política del Gobierno” y que lo que más preocupa es que las promesas de implementarla para prevenir las violencias e inequidades de género siguen en el papel.

Una mujer sostiene hojas de coca en un cultivo en Nariño.
Una mujer sostiene hojas de coca en un cultivo en Nariño.Natalia Pedraza Bravo

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Recientemente, eso se ha agravado por la grave crisis que vive la economía cocalera desde 2022. En las regiones han caído las ventas de la pasta base por motivos que van desde la sobreoferta hasta las nuevas políticas. Por eso, el precio ha disminuido tanto que quienes trabajan en toda la cadena y sus oficios cercanos, como las cocineras, terminan recibiendo sus pagos más tarde de lo usual. Martha, de 37 años, es una nariñense que trabaja como cocinera y que pide reserva de su identidad para mantener su trabajo. Explica que, en esta crisis, ahora paga a cuotas hasta el mercado. Los zapatos del colegio de su hija los paga a cuentagotas, porque los dueños de la finca donde trabaja le adeudan 70 días. En el campo, el trabajo se mide en días de jornal, que en el mejor de los casos son 12 horas, pero que para las cocineras se extienden a 18 horas casi continuas, hasta cuando el último turno de recolectores cena pasadas las diez de la noche.

En esa zona del país, que limita con Ecuador, hacen presencia el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las disidencias de las FARC autodenominadas Estado Mayor Central, grupos con mesas de negociación paralelas con el Gobierno. Tradicionalmente, ellos y otros grupos regulan el negocio de la coca y cobran un impuesto a la compraventa de la pasta, llamado gramaje. Joan Sebastián Cortés, uno de los enlaces en la zona de la Dirección de Sustitución de Cultivos Ilícitos del Gobierno, advierte que, en las épocas de bonanza, las mujeres eran contratadas con mayor frecuencia, aunque no en mejores condiciones, para cosechar la hoja o cocinar para los trabajadores. La plata se veía. Las remesas estaban llenas, los niños estrenaban ropa y las madres podían abonar varios meses de mensualidad en los colegios.

Ahora, la mayoría de ellas sobrevive como lavanderas en el río Caunapí, que atraviesa la zona rural de Tumaco hasta encontrarse con el mar Pacífico. Cada mañana, se les ve cargar sobre sus hombros canecas llenas de ropa sucia que recolectan en el pueblo. Se encaminan hacia la orilla con totumos llenos de jabón. Lavanderas tradicionales, frotan las prendas sobre las piedras mientras el agua arrastra la espuma. Con eso se ganan la vida cuando no hay trabajo monte adentro. Floripe Rodríguez Quiñonez (61 años) cuenta que los tres años que trabajó en los cocales le bastaron para quedar con una escoliosis por la cantidad de horas que permanecía de pie frente a los fogones. “Me quemaba los brazos con esas ollas para que mi niñito fuera a estudiar”, cuenta. Logró sacarlo adelante, pero no le alcanzó la plata para construir una casa en ladrillo. La suya es un palafito que se sostiene, a unos dos metros sobre el agua, sobre cuatro guaduas. Es la altura justa para resguardarse cuando el río se desborda.

En uno de los días que la contrataron para trabajar, vivió un operativo de la Policía Antinarcóticos. Aprieta los párpados como quien empuja los recuerdos y susurra que pensó que era el día de su muerte. “Fue al mediodía. Los trabajadores ya venían a almorzar cuando escuché un ‘bum’, ‘bum’, ‘bum’ y vimos el avión. Yo estaba con los platos en la mano y alguien me gritó: ‘Florecita, corra, corra lo que más pueda’, y yo le decía ‘para dónde, si no me puedo mover’. Luego escuchamos un helicóptero y empezaron a bajarse soldados. Eso tiraban candela y explotaban canecas de gasolina”. Dejó los platos sobre una silla y empezó a correr sin rumbo, con el miedo de que una bala la alcanzara. “Me tiré al río, me quedé clavadita y apenas sacaba la naricita para respirar, y esos degenerados pasaron por mi lado. Pasé como una hora ahí metida”.

Los soldados no la vieron, dice, pero el miedo fue suficiente para que no volviera a asomarse a un cocal. En su pueblo, varias mujeres han vivido algo similar. De su urgencia por sobrevivir han surgido iniciativas femeninas como la Red de Mujeres de Nariño, un proceso organizativo que nació para liderar procesos de sustitución de coca por productos como el cacao o el ají tabasco. Lo hacen en Tumaco, el segundo municipio del mundo con más cultivos de uso ilícitos, que en 2022 sumaban 20.720 hectáreas. Su lideresa, Leiby Cerón, se pone un chaleco morado que la identifica como integrante de la red. Ella ha puesto orden y rostro a las violencias que sufren las mujeres en un territorio controlado por hombres. “Cuando nos juntábamos los maridos nos decían: ¿Qué van a hacer tantas mujeres juntas?”. Han hecho mucho.

Laiby Cerón, Integrante de la Asociación Campesina de Mujeres Manos Unidas, en San José de Caunapi.
Laiby Cerón, Integrante de la Asociación Campesina de Mujeres Manos Unidas, en San José de Caunapi.Natalia Pedraza Bravo

Para Luz Piedad Caicedo, de la Corporación Humanas, el asunto es mucho más amplio. “Las mujeres generalmente están encargadas siempre de alguna labor de cuidado, estén o no en un contexto cocalero”. Sus palabras precisan la realidad de varias de las mujeres de la Red, que admiten tener al menos dos trabajos simultáneos: los de su hogar y los del cocal. Pero solo uno, el último, les genera ganancias monetarias. Leiby Cerón, la lideresa de la Red, lo dice sin rodeos. “Yo no he matado a nadie para asumir esta condena de tener que llevar todas las cargas de la casa”.

Ni Leiby ni las otras 49 integrantes del grupo pronuncian palabras como feminismo o sororidad, pero saben que el junte les ha permitido liderar los procesos de sustitución. “Las mujeres ponemos los hombres para la coca, y solo las madres sabemos lo que cuesta perder un hijo”, dice en una reunión a la que todas asisten con chalecos color púrpura. El encuentro termina pareciendo un círculo de la palabra, en la que cada una va descargando sus dolores y buscando alivio en las demás. Una de ellas acaba de bajar del monte de trabajar en la cocina, y cuenta que en los 20 días que estuvo allí dejó a su hija de 14 años al cuidado de su hermana. “Está muy rebelde. Ya me citaron en la escuela porque bajó el rendimiento. Ella me dice que es porque yo la dejo”. Se le entrecorta la voz, empieza a hablar más bajito. “Nadie piensa que tenemos que abandonar nuestro rol de cuidado por ir a cuidar de otros”.

El Grupo de Trabajo de Mujeres, Política de Drogas y Encarcelamiento, que lo componen tres organizaciones de derechos humanos incluyendo a Dejusticia, ha sido el más insistente en poner sobre la mesa el problema de las mujeres en contextos cocaleros. Isabel Pereira explica que el foco ha estado sobre los casos de las mujeres privadas de la libertad y reconoce que no hay cifras actualizadas ni caracterizadas sobre el tema. “En la lógica del narco, no se le pone las labores de más riesgo a una persona que es clave en la organización. Ubicas ahí a personas que, si son capturadas, sean rápidamente reemplazables”. Explica que las mujeres suelen ejercer los roles más bajos, pero más riesgosos. Son expendedoras de microtráfico, correos humanos de droga o se encargan de servicios domésticos, como las cocineras. No hay forma de saber cuántas son, pero en cada finca o cristalizadero suele haber al menos una mujer trabajando para alimentar a los hombres.

Los métodos de supervivencia en los territorios comandados por grupos armados son intensos y dolorosos. Una de las mujeres que trabaja en las cocinas cuenta que destina 10.000 pesos diarios (2,5 dólares) para que alguien la acompañe hasta los cocales. “Casos se han oído de mujeres que van a trabajar y algún tipo las viola”. Las demás asienten en silencio porque todas conocen al menos una víctima. Una prima, una vecina, la amiga de una amiga, dicen.

El miedo a ser violentada no termina cuando llegan al lugar de trabajo. En las fincas más pequeñas los baños son el monte mismo, y algunas han sufrido infecciones urinarias por pasar horas aguantando, con el miedo de que algún hombre abuse de ellas. Cuando hay riesgo de enfrentamientos armados, le ponen más comida en el plato a los trabajadores que más conocen el territorio para asegurarse de que las ayuden a escapar en caso de que comiencen las balas. Son los códigos que han aprendido en la guerra.

* Este reportaje fue producido gracias al apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas de la Fundación Gabo.

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Valentina Parada Lugo
Periodista de EL PAÍS en Colombia y estudiante de la maestría en Estudios Políticos de la Universidad Nacional. Trabajó en El Espectador en la Unidad Investigativa y en las secciones de paz y política. Ganadora del Premio Simón Bolívar en 2019 y 2022.
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