Teoría y práctica de la tarima
Desde la tarima de la discordia, tras una queja en la que le hablaba al público y que buscaba la polémica, Petro pronunció uno de los discursos más divisivos y hostiles de lo que va de su gobierno; construyó un relato que no sólo alimenta a sus bases sino, sobre todo, a sus opositores
En los días anteriores a la manifestación del 1 de mayo, hubo un breve intercambio de mensajes entre el presidente Petro y el alcalde Galán. El tema era una tarima, y durante unos minutos o unas horas los ciudadanos estuvieron pendientes de ese asunto: si habría o no tarima para que Petro hablara después de la marcha que convocó él mismo en apoyo de él mismo y, sobre todo, en contra de la marcha anterior. Y en algún momento salió Petro a sugerir por sus redes sociales que no le iban a dar su tarima y que estaban tratando de silenciarlo; ninguna de las dos cosas era verdad, pero ya se sabe que no lo es mucho de lo que dice Petro en sus redes sociales. Galán salió a apagar el incendio –¿la fogata?– diciéndole a Petro, con el tono de paciencia adulta que se le tiene a la pataleta de un adolescente, que la tarima estaba garantizada. Sólo se tenía que llegar a ciertos acuerdos con los sindicatos, algunos de los cuales habían reservado desde antes la tarima, mientras que otros veían con desconfianza que Petro se devorara el Día de los Trabajadores: como en efecto sucedió.
Lo primero que salta a la vista es lo boba que se ha puesto la política. No, Petro no le estaba diciendo nada a Galán: estaba hablando para la galería, que es como siempre habla (y en eso radican muchos de sus problemas). Habría podido agarrar el teléfono y llamar al alcalde, como hacían en otras épocas las personas que ocupaban cargos de importancia, pero se preguntó: ¿para qué solucionar un asunto con una llamada privada, cuando se puede posar gratuitamente de víctima, alimentar la polarización y la paranoia y envenenar un poquito más el ánimo de la gente? Como no es capaz de negociar cara a cara con nadie, el lugar donde Petro se ha sentido siempre más cómodo no es la conversación entre personas, sino el monólogo a gritos: y eso es Twitter. Nos hemos acostumbrado a que los políticos finjan que se hablan entre ellos: Uribe lanza algún pedazo de desinformación sobre alguien, María Fernanda Cabal comparte una falsedad sobre alguien, Francisco Santos dice una memez racista o clasista o todas las cosas al mismo tiempo, y parece que los mensajes estuvieran dirigidos a su destinatario, pero en realidad no es así: se habla para la galería. Hablan para que los vean otros, los suyos, y por eso no importa hacer un poco el ridículo, pues el auditorio es cautivo y las pantallas –las tarimas digitales– aguantan todo.
En cualquier caso, es ridículo también que Petro se queje de que tratan de silenciarlo. Silenciarlo a él, que no sólo es el presidente, sino que tiene el twitter más deslenguado del mundo, que ha puesto en aprietos a su gobierno, su diplomacia y sus ministros por sus declaraciones sin filtro. Silenciarlo a él, que ha dado cuanto discurso ha querido desde cuanto balcón ha tenido a la mano, y que no sólo no se ha callado un solo segundo de su mandato, sino que no ha hecho en realidad nada más que hablar: su talento para la gestión es tan débil como su capacidad ejecutiva, y su capacidad ejecutiva es tan débil como su interés en administrar este país complejísimo. Y así vamos entendiendo que en este gobierno las únicas cosas que pasan realmente pasan allí, en la tarima. Se hace política de tarima, y en esto no hay nada nuevo; pero también se hace diplomacia de tarima, y es en la tarima donde se anuncia, por ejemplo, una ruptura de relaciones diplomáticas. Es llamativo que Petro escoja una manifestación en plaza pública, en el Día del Trabajo, para hacer un anuncio que pertenece a otros ámbitos y se debería hacer de otras formas (pero ya sabemos que a Petro no le importan las formas). Es un gesto de la más tradicional demagogia que, por otra parte, a Petro no le ha costado más que palabras: palabras en una tarima.
El proceso de paz es otro ejemplo. Había sido o podía ser uno de los grandes logros de esta sociedad nuestra, pero quedó malherido después del saboteo hipócrita del gobierno de Duque y luego ha tenido que enfrentarse a la megalomanía de Petro, que lo ha abandonado política y materialmente para embarcar al país en la improvisación irresponsable de la Paz total. La continuidad y la implementación debida del proceso de paz con las FARC era la única razón por la que a muchos nos parecía que la victoria de Petro era una buena noticia. Ahora la guerra ha vuelto a los territorios de los cuales se había ido: el primer año después de la aprobación de los acuerdos, 2017, fue el más pacífico o el menos asesino en lo que va del siglo; ahora estamos regresando a índices de homicidios que no se veían desde el 2013. El presidente, mientras tanto, sigue hablando de paz y de vida, como si el país no hubiera regresado –bajo la indolencia del gobierno anterior y la incompetencia de éste– a la guerra y a la muerte.
Por eso me pareció tan elocuente la breve controversia sobre la tarima del 1 de mayo. Petro, por supuesto, acabó teniendo su tarima, y nadie acabó silenciándolo. (De hecho, sobre la tarima estuvo siempre su ministra de Trabajo, una mujer que ha elogiado los procesos electorales de Venezuela: un país donde sí se silencia a la gente, y más durante los procesos electorales. Eso ha estado a la vista de todos en los últimos días; salvo, aparentemente, de la ministra.) Y desde su tarima pronunció uno de los discursos más divisivos y hostiles de lo que va de su gobierno, y los que tenemos memoria recordamos los discursos más hostiles y divisivos de los tiempos más oscuros del uribismo. También Uribe creía que él era dueño del pueblo de verdad, y los que no estaban con él no eran patriotas genuinos; también él montó todo un gobierno alrededor de azuzar a los suyos.
Se equivocó Uribe entonces y se equivoca Petro ahora: esos discursos envenenados –para referirse a las multitudes variopintas de los inconformistas, en las que había de todo, Petro habló de “marchas de la muerte”: debería darle vergüenza– tienen consecuencias imprevisibles en la ciudadanía. Los populistas y los demagogos creen que sólo están alimentando la lealtad de sus bases, y por supuesto que buscan o no les importa alimentar la división y el enfrentamiento; de lo que casi nunca están conscientes, en cambio, es de la forma en que sus discursos de tarima también alimentan a los opositores. La radicalización produce radicalización: es una ley elemental de la tarima. Y Petro debería empezar a preguntarse si quiere que su legado sea éste: el fortalecimiento y la llegada al poder de esa derecha atrabiliaria, extremista y autoritaria que tenemos, la que quiere legalizar el porte de armas, quitarles a las mujeres la soberanía sobre su propio cuerpo y echar para atrás los mejores logros de los acuerdos de paz.
En otras palabras, Petro ha confundido dos cosas: dar discursos y tener un discurso. Y eso nos puede salir caro.
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