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Con los pies en Colombia y la mente en Israel: tres intelectuales judíos ante la guerra

EL PAÍS reúne a la politóloga Elisabeth Ungar, el economista Salomón Kalmanovitz y el físico Paul Bromberg para analizar la situación en Palestina tras más de 200 días de conflicto

Paul Bromberg Zilberstein, Elisabeth Ungar Bleier y Salomon Kalmanovitz
Paul Bromberg, Elisabeth Ungar y Salomon Kalmanovitz, en Bogotá, el 24 de abril de 2024.Natalia Pedraza Bravo
Camilo Sánchez

Todo comenzó con un artículo de opinión titulado Soy judío y no puedo defender a Israel. Su autor, el economista Salomón Kalmanovitz (Barranquilla, 80 años), se lanzó en marzo en las páginas de El Espectador con un texto crítico contra la respuesta militar del presidente Benjamín Netanyahu en medio de una coyuntura frágil y emocional tras los ataques terroristas perpetrados por Hamás el 7 de octubre del año pasado. La reacción, dice, fue como abrir una caja de “rayos y centellas” en la comunidad judía en Colombia. Algo más de 200 días y 34.200 muertos después del inicio de la guerra contra el Movimiento de Resistencia Islámica en territorio palestino, EL PAÍS reúne a la politóloga Elisabeth Ungar (Bogotá, 72 años), el físico Paul Bromberg (Bogotá, 71 años) y al autor de la columna en cuestión para intercambiar visiones de un conflicto en el que la brutalidad parece haber anulado los matices de la discusión.

Son tres intelectuales judíos, ninguno practicante, cuyo pasado navega por Medio Oriente, Europa y América en un trasiego que abarca buena parte de la historia del siglo XX. Del escalofriante Holocausto, a las luchas estudiantiles de los años sesenta, hasta la vida en el Israel de hoy, estos relatos permean sus vínculos afectivos al punto de que el exalcalde de Bogotá, Paul Bromberg, reconoce que sus biografías resultan familiares. La entrevista en la casa de Elisabeth Ungar, al norte de Bogotá, empieza con los recuerdos del exilio de Europa y termina con algunos halagos a La zona de interés, una película sobre la desapacible vida familiar del comandante nazi Rudolf Höss en su casa vecina al campo de exterminio de Auschwitz (Salomón es el único que aún no la ha visto).

Pregunta. ¿En qué contexto llegaron sus familiares a Colombia?

Elisabeth Ungar. Mi padre, Hans Ungar, llegó en 1938 gracias a un banquero que le ayudó a conseguir la visa para entrar a Colombia. Cuando llegó a Bogotá, se hospedó en un hotel detrás del Palacio de San Carlos y la primera mañana se despertó con la música de la Guardia Presidencial que desfilaba por la calle. Cuando vio por la ventana de su habitación a los soldados vestidos con cascos prusianos, no entendía si se trataba de una pesadilla o si todo había sido un sueño y nunca había salido de Austria. A los pocos años, cuando tuvo posibilidad de pagar la visa de sus papás, que se habían quedado en Europa, esta les fue denegada por el canciller Luis López de Mesa. Mis dos abuelos paternos murieron en campos de concentración. Mi mamá (Lilly Bleier) llegó por su parte a Medellín con su hermana gemela y, aunque muchos de sus familiares lejanos murieron en los campos, la mayoría logró emigrar hacia Canadá o Estados Unidos desde Austria.

Salomón Kalmonovitz. Bernardo, mi padre, llegó entre 1930 y 1932 a Colombia huyendo de la conscripción del ejército ruso, que en ese momento tenía el control territorial de Lituania, donde había nacido. Trató de entrar a Estados Unidos, pero lo rechazaron dos veces y acabó en Cuba trabajando en la zafra, cortando caña de azúcar. Finalmente, desembarcó en Barranquilla y con un paisano lituano montaron una cacharrería en el centro. Marion, mi mamá, llegó en 1938 desde Polonia porque venía a casarse con un señor con el que había arreglado todo y que le había pagado el tiquete del barco. Pero esa persona, por algún motivo, no le gustó y se arrepintió. Luego conoció a mi papá, que asumió los gastos de la novia y desembolsó los costos del barco al otro señor. Mi mamá huyó de la pobreza en Polonia. Su papá le contaba que durante el nazismo un alemán le dañó un pulmón con un golpe que le dio en la espalda con un riel. Él murió años más tarde por eso.

Paul Bromberg. Mi papá, Jacobo, también llegó huyendo de la pobreza en Polonia y del proyecto nacional polaco, que era el esfuerzo de consolidar una nación del mariscal Piłsudski, empecinado en enseñarles a hablar polaco e imprimirles esa identidad a regañadientes. Mi padre no era nada parecido a un intelectual y, sin ser muy religioso, seguía los ritos básicos del judaísmo. Mi madre, Gela, también llegó de Polonia, donde había nacido en un pueblito cerca a Varsovia. Las fechas exactas no las conozco, pero también debió ser a comienzos de los años treinta. Se conocieron en el 48 y mi papá tuvo en principio una peletería que quebró rápidamente y después trabajó para su hermano vendiendo paños a los campesinos sin hablar una gota de español. De la familia de mi padre, que al parecer era muy grande, sobrevivieron cinco a la Shoah (Holocausto). Y la historia de su hermano menor es tan de película que la fundación de Steven Spielgerg llegó a Manizales y grabó la narración de su vida. Enfrentó al ejército nazi en las primeras semanas tras la invasión, y de allí pasó a esconderse, luego fue confinado en el gheto de Varsovia, se escondió disfrazado en un hospital, estuvo preso en Auschwitz y salió vivo. En 1945 lo trasladaron a París, a un hospital a donde llegó pesando 30 kilos y luego lo trajeron a Colombia.

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P. Salomón publica su columna el 11 de marzo y Elisabeth y Paul se pronuncian a principios de abril en un chat privado. ¿Qué los impulsa a alzar la voz en medio de tanta confusión?

S.K. Porque la reacción de Israel fue tremenda. No tuvo consideración con la población civil. Atacar a un grupo fundamentalista como Hamás implicaba una represalia contra su aparato militar y no contra decenas de miles de civiles. Esa mortalidad de 35.000 palestinos muertos y 70.000 heridos solo puede despertar rechazo. Me parece que para el proyecto de extrema derecha que está gobernando Israel la vida de los palestinos no vale nada. Ese sentimiento de opresión, que confunde nacionalismo con la exclusión de los árabes de la vida política, me llevó a escribir la columna a sabiendas de que mi autoexilio voluntario de la comunidad se iba a acentuar.

P.B. Yo había abandonado el problema de Oriente Medio hace mucho tiempo. Pero esto que ocurrió el 7 de octubre me sorprendió y sin pensarlo me golpeó sin saber dónde. Leo el artículo de Salomón y quedo muy maltrecho. El análisis de Salomón omite que hay un ejército buscando a 250 personas secuestradas, pero entró con la consigna de matar, violar y hacer el mayor daño posible, llegando a asar un bebé vivo en un horno, cosa que está demostrada. Y que en esos primeros días de la ofensiva aérea israelí, alcanzó a disparar desde instalaciones civiles más de 10.000 cohetes a las ciudades israelíes. Si tú eres el presidente, ¿qué haces? ¿Rezar el talmud? Yo tengo un sesgo, y es que veo a los soldados israelíes y podrían ser mis hijos. Todos los ciudadanos de Israel, indiferentemente de su posición social, tienen que servir tres años en el ejército. Cada madre judía sabe que su hijo va a pasar tres años en el ejército. Por eso tengo la esperanza, y sé que mi posición es difícil, de que un ejército compuesto por gente parecida a mis hijos actúe de manera ética, aunque como siempre habrá excepciones y desmanes. Pero discrepo radicalmente de la posición de Salomón: en el combate urbano singular contra un enemigo que se oculta tras civiles, a pesar del panorama de destrucción, el cuidado del ejército de Israel ha sido notable, por encima de lo que se conoce. ¿Cuántos de los 30.000 muertos estaban detrás de un fusil, una ametralladora, una granada? Según las FDI, han dado de baja 13.000 milicianos de Hamás. Eso deja un número de algo más de 1.5 civiles por cada soldado del ejército enemigo. Suena macabro, sí, pero así son las guerras. Lo notable es el número tan bajo. Es una guerra brutal, planeada por Hamás, en la que ponen a morir a sus milicianos por no devolver a los secuestrados.

P. Pero usted reconocía en un chat que el presidente Netanyahu es “funesto” y que está respaldado por “lunáticos fundamentalistas judíos”…

P.B. En eso estoy totalmente de acuerdo. Ha obstaculizado todos los proyectos de creación de dos Estados. Con Trump y los líderes árabes que quieren deshacerse de Irán se tomó la decisión, en los Acuerdos de Abraham (2020), de olvidarse de los palestinos. No es de extrañar que los ataques de Hamás hayan llegado dos o tres semanas antes de que Israel y Arabia Saudita formalizaran el restablecimiento de sus relaciones diplomáticas. Por otra parte, está la proliferación de los asentamientos ilegales israelíes en territorios palestinos, que es otro factor que debe incluirse dentro del análisis para entender lo que pasó el 7 de octubre. Ese es el gran pecado de Israel, promovido desde la izquierda y la derecha, y es irreversible porque estamos hablando ya de 700.000 colonos.

E.U. Yo también me pronuncié sobre todo esto en un chat privado. Hice un comentario breve, después de reflexionar mucho, con el convencimiento de que mis padres habrían repudiado este horror de guerra con bombardeos a hospitales, hambre y miles de niños y mujeres muertas. Tuve el sentimiento de que resultaba incomprensible el hecho de que el ejército más preparado y mejor dotado tecnológicamente tuviera una reacción tan desmesurada, independientemente de que existan orígenes históricos para explicar su respuesta. Nunca se puede justificar a Hamás, pero para Israel va a ser muy complejo procesar todo lo que está pasando con un presidente, además, señalado de corrupción. La única defensa de Netanyahu ha sido aferrarse a su cargo para que no lo lleven a la cárcel.

P. Los tres critican al Gobierno, un asunto delicado debido a los rasgos confesionales de un Estado que soporta mal la autocrítica.

P.B. Eso es cierto. Pero el Estado de Israel se creó así. Yo siempre he dicho que es un error que no podía dejar de cometerse. Y, sin embargo, hoy hay un 22% de población árabe, la mayoría de ellos musulmanes. Más del 22% de los estudiantes en las universidades de Israel son árabes. Más del 22% de los médicos son árabes. El 45% de los farmaceutas en Israel son árabes israelíes. No tienen los mismos derechos políticos, pero tampoco tienen la obligación de ir al ejército para defender su patria. Esto suena feo, pero es la esencia de la construcción del Estado sobre un modelo confesional. Fue pensado para que la población judía fuera mayoría y tuviera más derecho a la ciudadanía que muchos descendientes de habitantes árabes que fueron expulsados de esos mismos territorios.

S.K. Siempre tuve mis reservas sobre este sionismo ultraconservador que ahora gobierna. Pero mi rechazo se ha profundizado con el papel que están impulsando para instaurar un Estado religioso excluyente, muy opuesto a mi idea de lo que debía ser Israel: un sitio donde pudieran convivir y prosperar árabes y judíos. Esto ya lo he repetido y desde el artículo en El Espectador me han caído rayos y centellas desde otras comunidades judías, además de la Asociación Israelita Montefiori, a la que yo pertenecía, donde me criticaron fuertemente con una carta. Los sefardíes de la sinagoga de la calle 94, por ejemplo, no me determinan.

E.U. Yo no hablo ni de los judíos en abstracto ni de Israel como un pueblo. Hablo de un Gobierno mezquino con una capacidad de maldad incalculable. Esto lo he conversado con mi familia, donde incluso tengo un sobrino casado con una palestina. Viven en Berlín, pero la familia de ella vive en Jaffa. Y para revolver todo aún más, su papá es profesor de árabe en la universidad de Tel-Aviv. Por eso todo esto que está sucediendo me parece inhumano e inadmisible.

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Camilo Sánchez
Es periodista especializado en economía en la oficina de EL PAÍS en Bogotá.
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