_
_
_
_
Viajes en Colombia
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

“Se bajan todos”: los retenes ilegales para llegar a Sipí, Chocó

El neurólogo y viajero Diego Roselli ha recorrido 1.092 de los 1.105 municipios colombianos desde 2004. Esta semana fue retenido por grupos ilegales, la primera vez en esa aventura

Río Sipí, Chocó
Río Sipí, Chocó, el 27 de marzo de 2024.Diego Roselli

Diego Rosselli (Bogotá, 66 años) es un aventurero y un hombre constante. Este neurólogo inició hace 20 años el proyecto de conocer todos los municipios de Colombia, y en noviembre pasado alcanzó los 1.064 accesibles por tierra, acompañado por su hija Paula y su Land Rover, Tinieblo Rezandero. No contento con ese logro inédito, el profesor universitario ha mantenido su sueño de viajero, buscando los 40 municipios más recónditos, a los que se llega por río, mar o aire. Con la meta de llegar a todos a más tardar en julio, esta semana visitó Sipí, en el Chocó. Al sumar el municipio 1.092, por primera vez en 20 años fue retenido por grupos ilegales, y no una sino cinco veces. Este es su relato.

“Somos del Ejército de Liberación Nacional”, nos dijeron. Acababan de dejar ir a otra lancha, con tres hombres y lo que parecían ser unas canecas de combustible. “Nos encargamos de la seguridad en el río”. Estábamos a orillas del San Juan, ya muy cerca de la desembocadura del río Sipí, en el sur del Chocó, cerca del Valle del Cauca. Una zona selvática a menos de 30 kilómetros en línea recta del Océano Pacífico, mucho más lejos de Istmina, municipio desde el que remontábamos el San Juan.

Entregamos nuestras cédulas. Mientras las revisaba una a una, el que parecía estar al mando de esta media docena de hombres (otros más se adivinaban en la espesura de la selva, en la orilla), fueron pasando los equipajes a otra lancha, también para su revisión. Como llamando lista, fueron devolviendo los documentos a cada pasajero. Los nuestros, el mío y el de mi hija Paula, serían los últimos. “Ustedes, acompáñennos. Necesitamos hacerles unas preguntas”, dijeron.

Nos pasamos entonces a la lancha de al lado, frente al comandante. Allí encendieron el motor fuera de borda y nos apartaron unos 30 metros, río abajo. Un hombre saltó a la orilla y sostuvo la lancha, ya con el motor en silencio. “¿Qué hacen por aquí?”, preguntó quien parecía ser el jefe. Era un hombre de unos 30 años, vestido de camuflado, con insignias rojo y negro en un brazalete y en la pañoleta que llevaba amarrada en la cabeza. De piel morena, pero con facciones mestizas, su barba corta, acicalada, me recordó la del abogado Abelardo de La Espriella o la de Nayib Bukele.

Diego Rosselli
Diego Roselli, en Bogotá, el 22 de Noviembre de 2023.Luis Bernardo Cano

“Soy un profesor universitario. Venimos de Bogotá, me gusta recorrer el país y traje a mi hija a conocer esta parte del Chocó. Vamos para Sipí”, respondí. Le hablé de la historia. Sipí, junto con Nóvita, son pueblos antiguos, semilla de la cultura chocoana. “Hasta cuándo se quedan por aquí”, preguntó. “Nos regresamos mañana”, respondí, y le mostré los tiquetes de regreso a Istmina, que llevaba en un bolsillo. “Permítanme, necesito comunicarme para pedir instrucciones” dijo, mientras se alejaba hacia la popa de la lancha con su equipo de radio portátil.

Newsletter

El análisis de la actualidad y las mejores historias de Colombia, cada semana en su buzón
RECÍBALA

Fueron tres o cuatro minutos de eterna espera. “Pueden seguir”, dijo a su regreso, para mi gran alivio. Nos tomaron una foto, y nos llevaron de nuevo a la lancha en que veníamos. “Creí que le ibas a pedir una selfie al hombre”, me dijo Paula con su habitual sarcasmo mientras nos subíamos de nuevo a nuestro bote. “Les tocaron unas buenas personas” dijo uno de los pasajeros. “Los caucanos, esos sí se los llevan”.

Arrancamos de nuevo, ahora río arriba por el caudaloso Sipí, el más grande de los afluentes del San Juan. Una hora arriba, en la desembocadura del río Garrapatas, nos detuvieron de nuevo y se repitió el proceso. Cédulas, requisa de equipajes. Nadie musita palabra. Devolvieron los documentos, uno a uno, y antes de dejarnos ir, el que estaba al mando de este pequeño grupo de seis, todos con su fusil terciado, se dirigió a mí. “Allá el cucho”, dijo de forma no despectiva, sino con respeto, “mandan decir que perdone por todo, que es por su seguridad. Hay que saber quiénes entran aquí.”

Ese día, sin más inconvenientes llegamos al remoto pueblo de Sipí. Nos esperaba el regreso, al día siguiente, de madrugada. De nuevo, una hora abajo del pueblo, en el Garrapatas, nos detuvieron. Eran los mismos elenos, pero diferentes pasajeros. Veníamos con media docena de jóvenes misioneras, paisas y costeñas. Pensé que yo parecía el cura del grupo. Documentos, requisa, “sigan”. Continuamos bajando por el río Sipí, con un caudal que de veras impresiona.

Nos esperaba un último control, ya sobre el San Juan. De nuevo nos hicieron orillar. “Todos abajo”, dijeron esta vez. “Se van a ensuciar mis zapatos blancos” dijo entre risas la misionerita costeña que iba a mi lado. “Aquí no se mama gallo” le dije al oído en mi mejor tono de profe regañón. Calladita se bajó. Este grupo era más numeroso, se veían unos doce y no parecían los mismos del día anterior. Camuflados, con brazaletes rojo con negro, unos eran morenos, otros cholos. La requisa fue más minuciosa, el llamado de lista también. Mi nombre fue el último. “Necesitan hablar con usted” me dijo uno, señalando un árbol enorme junto al cual se adivinaba la silueta de un hombre en pie. “Cómo le fue, profesor” me dijo el moreno de barba, el hombre al mando. “¿Sí le dieron mi saludo? Que tenga un buen viaje”, dijo, y me dio un abrazo

¡Pero faltaba otro! Media hora río San Juan arriba, en una playa pedregosa, nos detuvieron de nuevo. Los mismos camuflados, pero esta vez los brazaletes eran verdes y decían AGC, por Autodefensas Gaitanistas de Colombia. Era el Clan del Golfo. “Se bajan todos” dijeron, “los de tercera edad se pueden quedar a bordo”. Una señora y yo gozamos de este privilegio. Ni cédula ni requisa hubo para nosotros. A los pocos minutos los pasajeros abordaron de nuevo la lancha, esta vez todos con los pies mojados hasta la rodilla, y esos zapatos blancos bien embarrados.

El resto del regreso es historia.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y aquí al canal en WhatsApp, y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_
Tu comentario se publicará con nombre y apellido
Normas
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_