Un agujero entre dos países: las desapariciones forzadas en la frontera entre Colombia y Venezuela
Entre los años setenta y noventa, la gran mayoría de los desaparecidos y muertos en una frontera de más de 2.000 kilómetros eran colombianos que pasaban a la rica Venezuela en busca de oportunidades. Hoy el flujo migratorio es el inverso, pero las adversidades son las mismas
Sentado en el zaguán de la casa, el hombre mira a través de la reja. Si un carro se detiene al frente, se asoma con la ilusión palpitante de que sea su hijo. Quisiera salir a buscarlo, pero a sus 92 años la silla de ruedas le impide alejarse demasiado. Aleixis Luna Aguilar vendía puerta a puerta bombillas y luces navideñas. Dos años atrás salió a llevar un pedido y no regresó. No hay rastros de su cuerpo ni de la moto en que se trasladaba. Nada se sabe de él, como de decenas de personas desaparecidas en la frontera entre Colombia y Venezuela, un hervidero de acciones delictivas del crimen organizado.
La tristeza ha curvado la comisura de los labios de María Antonia Aguilar, madre de Aleixis. Vive con Samuel Luna, el hombre que mira por la ventana, en una casa austera en Villa del Rosario (Colombia) que se distingue por el cartel fijado en la fachada que denuncia la desaparición de Aleixis, de 43 años. La familia se sostiene gracias a una pequeña tienda ubicada en la casa. María Antonia tiene las manos ajadas por el tiempo. Mira al piso, moviendo las pupilas de un lado a otro, se le encoge la voz y suelta un lamento ahogado entre gruesas lágrimas. “Mi hijo es tranquilo, trabajador, no tiene vicios de nada. Solamente salía a trabajar para ayudar a sus hijos”, dice la mujer, de 77 años.
La familia ha recorrido morgues, hospitales y cárceles buscando. Denunciaron la desaparición ante la Fiscalía, pero no hubo respuesta alguna ni indicios de que han investigado. En Herrán, el último pueblo que visitó Aleixis como vendedor, su familia peregrinó casa por casa, con foto en mano, para preguntar si lo habían visto. Pagaron anuncios en las emisoras y hasta le imploraron al cura para que les ayudara a encontrarlo. “Aquí en la frontera la gente desaparece tan fácil como cuando un mago mete la paloma en un sombrero”, dice Donal, hermano de Aleixis.
La frontera de Colombia con Venezuela se extiende por más de 2.000 kilómetros. Es, después de la de México y Estados Unidos, la más convulsionada de América. La parte circunvecina a Cúcuta (Colombia) ha sido una zona de excesiva violencia desde mediados del siglo pasado, cuando millones de colombianos, en su mayoría pobres, emigraron en busca trabajo y bienestar, atraídos por la extraordinaria riqueza venezolana, derivada del petróleo.
Cúcuta es una de las 50 ciudades más violentas del mundo, de acuerdo con el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal de México. Allí concurren todo tipo de delincuentes porque en la frontera se mueven miles de millones de dólares, principalmente de narcotráfico y contrabando. Más de 336 toneladas de cocaína se producen al año en la vecina región del Catatumbo, de acuerdo con estadísticas que lleva la Policía. Tantas organizaciones criminales se disputan el control que no se sabe cuál es el grupo dominante. El Clan del Golfo, las disidencias de las FARC, el ELN, el Tren de Aragua, Los Pelusos…, la Policía ha identificado 16 organizaciones dedicadas al tráfico de drogas en la ciudad.
Aleixis desapareció cuando tomó una de las tantas trochas (pasos informales) para adentrarse en el vecino país. En esa zona de frontera muchos tienen doble nacionalidad. A finales de los años setenta eran los colombianos los que desaparecían en Venezuela; hoy el fenómeno se ha invertido. Colombia es uno de los países con más afectados del mundo, con la escalofriante cifra de más de 100.000. Los paramilitares se volvieron ingeniosos victimarios expertos en desaparecer los cuerpos de sus víctimas. En Cúcuta construyeron hornos para calcinar cadáveres.
La historia de Nelly
Aura Etelvina Velandia, de 79 años, ni siquiera ha podido llorar a su hija. Quedó ciega a causa del síndrome de Sjögren, una enfermedad autoinmune que le impide producir lágrimas. “No sabemos si está viva o muerta, es como si la tierra se la hubiera comido”, dice con expresión mustia. Su hija Nelly Martínez desapareció en la frontera, en octubre de 2018. Salió una tarde y dijo que no se demoraría. Fue a pagar un dinero producto de la venta informal de gasolina en su barrio, el Boconó, de Cúcuta. Ese contrabando ha sido una de las principales fuentes de ingresos en la frontera debido a que la gasolina en Venezuela era altamente subsidiada; hoy, el contrabando se da de Colombia hacia Venezuela.
La última vez que Nelly, de 39 años, se comunicó con su familia estaba entrando a una trocha. De repente dos hombres armados la subieron por la fuerza en una moto, a pocos metros de una estación de Policía. Nelly había denunciado que una de las jefes del grupo criminal La Línea la estaba hostigando.
Una casa de ladrillos y tejas se levanta en medio de un patio de tierra en Cúcuta. El cartel con la información de la desaparición de Nelly está colgado en una de las paredes de la sala. Julieth Carreño cree que es víctima por la desaparición de su madre y por el maltrato de la justicia. En la Seccional de Investigación Judicial (SIJIN) le dijeron que el caso se había cerrado. En la Fiscalía, una funcionaria se mostró hostil y ni siquiera le permitió ver a la fiscal que supuestamente llevaba la causa. “A mí lo único que me interesa es que, si está muerta, podamos cerrar el ciclo y enterrarla como se debe; que nosotras sepamos dónde quedó”, se lamenta.
El fantasma de un hijo
Rosa Reyes ha atravesado la frontera decenas de veces para buscar a su hijo. Si le dicen que han visto a un muchacho parecido a él, vestido de indigente, Rosa corre a buscarlo. Su hijo, Jhaylander Raúl Arévalo, viajó en moto desde La Fría, Táchira (Venezuela), a Cúcuta en abril de 2022. Las cámaras de la trocha San Gerardo, por donde pasó el muchacho de 23 años, lo grabaron cruzando; esas mismas cámaras nunca registraron su regreso.
Ambos comerciantes, madre e hijo, solían viajar a Cúcuta. Pasaban por las trochas porque la frontera estuvo cerrada durante siete años por decisión del presidente Nicolás Maduro. Tras el restablecimiento de las relaciones entre Colombia y Venezuela, en 2022 fue reabierta. Los pasos informales nunca estuvieron cerrados y siguen controlados por distintas organizaciones criminales.
Rosa ha resistido a la burocracia de la justicia. De la Fiscalía la mandaron a la SIJIN, de la SIJIN a la Fiscalía. Cuando al final le tomaron la denuncia, le entregaron un “papelito en blanco”. Ella esperaba alguna información sobre su hijo. Las veces que ha ido a preguntar cómo va la investigación no ha recibido respuesta. “Me dicen que no puedo estar yendo, que eso no es así”, se queja. “Era un muchacho sano, trabajador, mi único hijo”, agrega.
Durante días y noches ha repartido volantes y los ha pegado en los postes de Cúcuta. Una vez la llamaron para decirle que tenían a su hijo. Le dijeron que si lo quería vivo, tenía que pagar dos millones de pesos. Rosa no tenía ese dinero, pero lo consiguió y lo pagó. El hombre que la amenazaba con matar a su hijo si no accedía le exigió más. Rosa aceptó, pero no hubo ninguna señal de vida. Se dio cuenta de que la estaba engañando. Después recibió otra llamada en la que la informaban de que su hijo estaba en la frontera de México. Pronto Rosa se dio cuenta de que eran llamadas extorsivas, otra modalidad de revictimización.
Recorrer las trochas
El camino que conduce a la trocha La Platanera, en Villa del Rosario, es sinuoso, escarpado, sin pavimentar. Fachadas de varias casas han sido marcadas por el ELN: “Fuera Tren de Aragua”, “ELN presente”. “Si no nos dejan soñar, no los dejaremos dormir”, dice otro de los letreros. En la zona hay una disputa territorial entre el grupo guerrillero y la banda criminal transfronteriza del Tren de Aragua.
Para hacer este recorrido, EL PAÍS ha pedido acompañamiento del Ejército y la Policía. 35 hombres armados custodian el trayecto hasta llegar a la frontera. La tensión se nota en el ambiente: apenas ven pasar los vehículos, la gente que está a las puertas de las casas, corre a refugiarse. Bajo el cielo nublado el calor es sofocante.
Ya en la frontera, hay hombres empuñando fusiles, vestidos con el uniforme de la Guardia Nacional Bolivariana. Varios de ellos, escondidos tras las ramas de un árbol, se cubren con pasamontañas. La línea divisoria con Venezuela es el río Táchira, pero debido a la sequía, es posible caminar sobre su cauce. Los guardias se tornan hostiles con nuestra llegada y hacen gestos para que no les tomen fotografías. Desde esa orilla, un perro ladra sin parar. La gente pasa arreando carretillas y costales en sus hombros. Cruzan un improvisado puente de tablas sobre una de las pocas corrientes que quedan. Algunas personas cuentan que los guardias cobran una comisión desde 2.000 pesos en adelante (menos de un dólar) dependiendo de la mercancía que lleven. La mayoría son obreros en busca de comida que no se consigue en Venezuela. La trocha es el medio para buscar su alimento, pero también una fuente de trabajo. El bolívar fuerte, la moneda oficial de Venezuela, ha perdido tanto su valor que en la práctica ya no se utiliza y solo se manejan dólares y pesos colombianos. El gran contrabando pasa por otros caminos que permiten el tránsito de vehículos.
Reacios a hablar de las desapariciones, quienes pasan insisten en que lo mejor es el silencio. “Usted sabe que en boca cerrada no entran moscas”, dice una vendedora ambulante. “Es como si la ley no existiera en este pueblo”, dice un jornalero que hace la señal del silencio y sigue su camino.
Desde que se abrió la frontera más de 50.000 personas entran y salen cada día de manera pendular por los puentes internacionales, que son pasos legales. Hay presencia de la Policía, a diferencia de los pasos informales, cuya custodia por parte de las Fuerzas Militares no es permanente, aunque hacen controles diarios, de acuerdo con el mayor Dietrich Acero, del Ejército. El coronel Juan Carlos Ramírez, comandante de la Policía, dice que la institución no tiene capacidad para cubrir los 42 pasos ilegales que han sido identificados en esa zona.
Los pasos fronterizos ilegales se prestan para que los delincuentes, cuando cometen delitos en un país, pasen a refugiarse en el otro, seguros de que no los buscarán. Fuentes consultadas señalaron a este diario que las trochas son territorio del ELN, y los alrededores urbanos del Puente Internacional Simón Bolívar son de injerencia del Tren de Aragua. Este último grupo se ha extendido tanto y produce tanto terror que muchos delincuentes ajenos a él usan su nombre para amedrentar.
Sin cifras claras
Aunque Colombia comparte frontera con Venezuela en tres departamentos, la de Cúcuta es la más convulsa, peligrosa y la que más informa casos de desaparecidos. Con la reapertura de la frontera han bajado los reportes de desapariciones, pero no hay un registro oficial de los desaparecidos en la frontera. Es un delito que, muchas veces, no se denuncia.
Gonzalo Orduz es un periodista de la región que lleva años documentando y difundiendo las desapariciones en un grupo de Facebook. Rara vez pasa una semana sin publicar un nuevo caso en la frontera. Madres que buscan sus hijos, hijos que buscan a sus padres. En su extensa base de datos la mayoría son venezolanos.
La Fundación Progresar, en Cúcuta, para la defensa y protección de los derechos humanos, ha ubicado 25 posibles fosas comunes donde han enterrado cuerpos de personas desaparecidas de manera forzada en la frontera. A pesar de que ha puesto en alerta a las autoridades, no hay respuesta todavía. La fundación acompaña 715 casos de desaparecidos en el marco del conflicto armado, 150 de ellos transfronterizos. Solo el 1% de los casos ha tenido algún resultado. “Aquí la impunidad es lo que reina. No hay voluntad ni decisión por parte de ninguna autoridad colombiana para investigar los casos”, dice Wilfredo Cañizares, director de la fundación.
Cañizares es enfático en calificar este delito como sistemático. Ha señalado que los fenómenos de corrupción y complicidad de las autoridades con el crimen organizado es binacional, y que existe un sistema perverso al arrojar en Venezuela cuerpos asesinados en territorio colombiano con el fin de que los homicidios no queden registrados en las estadísticas de Cúcuta. “Esta ciudad está en crisis de derechos humanos y de violencia”, dice.
En el reporte que lleva Enrique Pertuz, defensor de derechos humanos, 6.017 personas han sido desaparecidas, esto sin discriminar los casos que se han presentado en la frontera. A Pertuz le preocupan las casas de pique, usadas para desmembrar personas. El Tren de Aragua tiene varias de ellas en Villa del Rosario. “El delito de la desaparición, con frontera cerrada o abierta, siempre ha existido; se dispara por la migración”, explica. La Fiscalía de Norte de Santander solo lleva 742 investigaciones activas por desaparición, de acuerdo con su director, Jesús Antonio Ardila.
El diputado venezolano Juan Carlos Palencia solicitará al Congreso de Colombia crear una comisión binacional para investigar las desapariciones. En sus exploraciones ha logrado establecer que algunos desaparecidos fueron reclutados por grupos armados ilegales, otros fueron víctimas de trata de personas y secuestros. Desde 2015, cuando se cerró la frontera, el delito alcanzó su mayor pico. En 2022, la fundación venezolana FundaRedes reportó 334 desapariciones y/o secuestros, solo de casos venezolanos.
Edwin López, dueño de la funeraria San Martín, ha recogido decenas de cadáveres en la frontera. No le pagan por eso, lo hace como una labor humanitaria y en busca de ofrecer sus servicios funerarios. Es, precisamente, la Fiscalía quien lo llama para pedirle que recoja cuerpos en zonas extraterritoriales donde él, con su coche fúnebre, puede ingresar. Algunos cuerpos aparecen con signos de tortura y tan descompuestos que quedan sin identificar en Medicina Legal. “En Colombia no hay una base de huellas dactilares de población venezolana para hacer la identificación plena de un cadáver”, explica. Desde hace algunos meses y debido al aumento de peligrosidad de transitar en las trochas, Edwin ha dejado de recoger cuerpos. Pero eso no significa que no lo llamen para reportar un nuevo caso. La última vez recogió 11 cuerpos en la noche.
En un país acostumbrado a justificar el crimen y la barbarie, los familiares insisten en que las víctimas desaparecidas no tenían problemas ni merecían esa suerte. Los criminales intentan borrar el rastro de las víctimas, pero el horror no hay cómo borrarlo. Siempre hay una pregunta en el aire: ¿Dónde están?
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