La obsesión con no desperdiciar ni una manzana
Los rescatadores de alimentos como Héctor Fabio Muñoz recorren fincas para hacerse con frutas o verduras destinadas a acabar en la basura, en un país en el que mueren niños por desnutrición
Héctor Fabio Muñoz traza cada mañana la ruta de las fincas del oriente antioqueño que recorrerá para recuperar excedentes agrícolas: frutas o verduras que conservan sus nutrientes, pero que no alcanzan los estándares para su comercialización. Las conocen como el descarte. “Desde hace 13 años cumplo la misión de recuperar alimentos en el campo. Cuando sale la cosecha, los cultivadores sacan lo que va para el comercio, pero también hay una parte que, antiguamente, aunque repartían entre personas de la misma vereda, tenían que enterrar o vertir al lado de quebradas”, explica Muñoz mientras conduce el camión donde carga los alimentos que más tarde ayudarán a mitigar el hambre.
Con la comida que se desperdicia durante un año en Colombia se podía alimentar a toda las personas que viven en pobreza extrema en el país, y sobraría. Alrededor de 9,7 millones de toneladas son arrojadas a la basura por no tener la forma, el tamaño o el color ideal para exhibir en los supermercados; por estar próximos a sobrepasar las fechas de vencimiento o porque quedan como sobras en el plato. Mientras tanto, una cuarta parte de los hogares colombianos de las ciudades principales consume dos o menos comidas al día. Este año, 253 menores de cinco años han muerto por causas asociadas a la desnutrición, según reportes que envían las autoridades departamentales al Instituto Nacional de Salud.
Según la Asociación de Bancos de Alimentos de Colombia (ABACO), el 40% de las pérdidas o desperdicios en el país proviene de la producción agropecuaria, el 23% de los procesos de almacenamiento, el 21% de la distribución en grandes almacenes de cadena o supermercados y el 16% restante de los hogares. “El desecho de alimentos se podría evitar si cambiamos hábitos de compra, consumo o manipulación”, sostiene su director, Juan Carlos Buitrago. Entre tanto, personas como Muñoz hacen su mayor esfuerzo por rescatar lo que más se pueda. “Yo no alcanzo a ir a todos los sitios, pero a los que llego, lo hago con la prontitud máxima, con el cariño y el afecto más sincero hacia el campesinado, ellos son mis amigos. Entre todos ayudamos a otras familias”, dice.
A Muñoz ya lo conocen en las fincas de la zona. Mientras transita las vías de la vereda Las Mercedes, en el municipio de Marinilla, los vecinos le extienden la mano en señal de saludo. El conductor les responde tocando la bocina del vehículo, en medio del paisaje de los cultivos clavados en las montañas. “Es muy importante no botar la comida, hay muchas personas que la necesitan. Recolectar toda esa mercancía es una bella labor”, asegura Álvaro Cardona, un campesino de la vereda, mientras selecciona papa criolla para enviar con Muñoz en el camión de la fundación Saciar, que forma parte de la red de bancos de alimentos a la que están vinculados más de 1.300 trabajadores y voluntarios a nivel nacional.
Parte del desafío es la logística para distribuir los alimentos a la mayor velocidad posible. De camiones como el que conduce Muñoz, los productos pasan a centros de acopio donde los reciben instituciones beneficiarias o desde donde se distribuyen a comedores comunitarios. “Movilizar los camiones en busca de alimentos para miles de personas, además de buscar el apalancamiento y sostenimiento, es un gran reto”, afirma Mateo Acevedo, coordinador del programa de rescate de alimentos agropecuarios en Antioquia. Los bancos de alimentos cuentan con 80 camiones y 24 bodegas distribuidas en todo el país. Sin embargo, de los 9,7 millones de toneladas que se desperdician cada año - la tercera parte del total de lo que se produce - solo se logra rescatar el 0,3%, unas 29.000 toneladas que ayudan a contrarrestar el hambre de 1,2 millones de personas.
Entre los beneficiarios están niños y jóvenes en edad escolar que reciben almuerzo caliente en el templo comedor del barrio Vallejuelo, una zona vulnerable en la comuna 7 de Medellín. Es uno de los lugares a donde llegan los productos que rescata Héctor Fabio Muñoz en las zonas rurales. “Si esto no existiera, a muchas mamás nos tocaría rebuscarnos la comida en otra parte, como en las plazas de mercado, o irnos a donde nos digan sí o no”, reconoce Aceneth Mesa, de 50 años y madre de tres hijos. También es una de las mujeres que cocina como voluntaria. “Esto es una bendición, lo mejor que llegó al barrio porque son muchos los niños que se alimentan aquí”, agrega.
El templo comedor Teresa Benedicta de la Cruz funciona desde hace más de 26 años. Se creó en una época especialmente marcada por enfrentamientos entre bandas criminales. “Llegamos en medio de una guerra sin sentido, de la violencia más brava que se puedan imaginar, y de una pobreza en todo el sentido de la palabra”, recuerda la hermana Amparo Montoya Montoya, Carmelita Misionera. “Tratamos que nuestro templo comedor no sea un simple ‘tragadero’”, dice en tono jocoso. “Usamos el trueque: usted me da y yo le doy… no es todo para adentro y nada para afuera. Las madres de los niños y jóvenes nos ayudan a preparar los alimentos y a cuidar el espacio”, explica. La hermana Montoya tiene 81 años y ha dedicado la mayor parte de su vida a esta labor social. “Esto lo hago porque tengo mucha pasión, corazón y una motivación muy grande por inculcar valores y preparar a estos jóvenes para la vida”, añade.
De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, el mundo está afrontando la peor crisis alimentaria de la última década. Más de 828 millones de personas pasan hambre a nivel global. La crisis de la inflación, presionada por la guerra entre Rusia y Ucrania, además de las olas migratorias y el impacto del cambio climático, han agravado el panorama. En Colombia, por ejemplo, el presidente Gustavo Petro declaró recientemente desastre natural por la intensa temporada de lluvias y destacó que la prioridad es garantizar la seguridad alimentaria en las zonas afectadas, entre otras estrategias, con las llamadas ollas comunitarias.
Éste no es el único país que afronta la desafortunada paradoja del desperdicio. En España, donde se estima que uno de cada tres alimentos va a parar a la basura, se aprobó este año la ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario. Activistas y organizaciones han advertido, sin embargo, que es poco ambiciosa porque no se centra en evitar las pérdidas, sino únicamente en gestionar los excedentes. En Francia e Italia también hay leyes de este tipo. Además de pérdidas económicas, este fenómeno causa un considerable impacto ambiental. Según el colectivo español Ley Sin Desperdicio, si las emisiones que genera se comparan con las de los países, sería el tercer emisor de gases de efecto invernadero.
En Colombia no existe hasta ahora una regulación para evitar el desperdicio de alimentos. Solo la voluntad de organizaciones y personas que contribuyen a rescatarlos en el sector rural, plazas mayoristas y minoristas, supermercados, hoteles y restaurantes. Para Muñoz, el hombre que recorre las veredas de Antioquia en busca de donaciones, resulta inaudito admitir el hambre en un país rico en producción agropecuaria. “Es una contradicción”, cuestiona. Tras el volante, pone todo de su parte para cambiar esa realidad. “Nuestra misión es ser un puente entre la carencia y la abundancia”, concluye. En su móvil revisa la ruta y se dirige hacia el siguiente punto de recogida.
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