El adiós de Duque, la llegada de una Colombia que nunca entendió
Un presidente que se posesionó sin roces políticos y se despidió abucheado porque nunca logró conectarse con el país
En su último discurso como presidente de Colombia ante el Congreso, a menos de 20 días de cerrar su mandato, Iván Duque (Bogotá, 1976) dijo que su gobierno cumplió su propósito de “transformar positivamente a Colombia” a pesar de que enfrentó “el reto más grande que haya enfrentado Presidente colombiano alguno”. “Nada nos detuvo en el camino de transformar el país”, dijo. Sonaba triunfante.
Minutos después, cuando dijo que había apoyado la implementación del Acuerdo de Paz, decenas de congresistas le gritaron “¡mentiroso!”. Eso, en un Capitolio acostumbrado a ignorar a los oradores, pero no a abuchear a un presidente, fue tan inusual que el presidente del Senado le quitó la palabra al presidente de la República para pedir silencio y amonestar a sus colegas.
Cuatro años antes, el 7 de agosto de 2018, nadie interrumpió el discurso de posesión de Duque, quien llamó a la unión, a buscar acuerdos. “Yo no reconozco enemigos. Yo no tengo contendores políticos”, dijo el presidente más joven en más de medio siglo. Era un político sin mayor desgaste, que había sido reconocido por sus colegas de varios partidos como un senador ponderado y estudioso, que había hecho campaña como la cara moderada de un uribismo que parecía renovarse.
Ese contraste entre el Duque que se posesionó sin roces políticos y el que se despidió abucheado es el reflejo de un presidente que nunca logró conectarse con el país, que además vivió un profundo cambio político durante su cuatrienio. Un cambio que, como la mayoría de transformaciones históricas, venía gestándose desde atrás, pero estalló entre 2018 y 2022.
Con él Colombia ha tenido una recuperación económica rápida tras la pandemia (creció 10,6% en 2021, un récord histórico) y logró una vacunación veloz, aunque tras una cuarentena prolongada, pero muchos indicadores sociales, como el desempleo o la cantidad de personas que dicen pasar hambre, no se ha recuperado.
Se concentró en implementar solo algunos puntos del Acuerdo que formó su antecesor, Juan Manuel Santos, con la guerrilla de las FARC, y no ayudó a desatar su potencial transformador. Por ejemplo, no avanzó en la reforma rural en un país que nunca hizo una reforma agraria sustancial ni en una reforma política o en una normatividad que garantice la participación ciudadana. En contraste, se comprometió fuertemente con la reincorporación de los excombatientes.
Además, durante su mandato han sido asesinados centenares de líderes sociales en un fenómeno que no pudo controlar pues sigue en aumento. Y en política internacional si bien propició una política para acoger a buena parte de la enorme migración venezolana, se alineó con Estados Unidos e intentó crear un bloque de derecha en la región, que impulsó especialmente con su fallida estrategia del “cerco diplomático” a Nicolás Maduro, con tanta fe que dijo que le quedaban pocas horas de gobierno y dio su apoyo a la administración paralela del opositor venezolano Juan Guaidó, quien no logró derrocar a Maduro.
Duque recibió un país cansado y dividido. Un país que, tras el enorme esfuerzo por firmar el Acuerdo de Paz con las FARC, había vivido la novela de la fallida refrendación popular de octubre de 2016, cuando el no le ganó al sí por un estrecho margen en medio de una escasa participación (solo votó el 37,43 % de quienes podían hacerlo). Esa división se refrendó cuando la izquierda pasó por primera vez a una segunda vuelta presidencial y Gustavo Petro obtuvo casi el 42% en ella.
La división se exacerbó en 2018 y 2019, cuando Duque se negó a dar representación política a partidos diferentes al suyo y que empezó a responder a las bases uribistas más duras. Primero, al conformar un gabinete de técnicos, personas cercanas a él y copartidarios suyos en los cargos de mayor poder, como los ministerios de Interior, Defensa o Relaciones Exteriores. Así, a pesar de su discurso moderado en campaña, refrendó que el gobierno sería de derecha.
Refrendó ese sello cuando objetó la ley que definía cómo funcionaría la JEP, la justicia transicional acordada con las FARC. Aunque de entrada hubo múltiples alertas de que legalmente no podía objetar una ley que ya había sido revisada por la Corte Constitucional, y sus objeciones no iban al corazón de ella, el mensaje político fue poderoso: no le iba a apostar a implementar los Acuerdos como estaba programado. Efectivamente, lo hizo de forma parcial y enfocada en lo menos transformador.
Duque terminó derrotado en lo jurídico, pues la Corte Constitucional refrendó que no podía objetarla; pero sobre todo resultó lastimado en lo político, pues esa objeción se sumó a la molestia por una reforma tributaria que incluía más impuestos a productos de la canasta básica, además de que había construido un liderazgo propio ni habría propuesto un derrotero claro para el país.
Además, los avances sociales recientes se frenaron, con un aumento en la pobreza desde 2018
Así, un gobierno sin bandera –intentó con la “economía naranja”, su idea gaseosa de enfocar la economía en la innovación, o con la “paz con legalidad”, la apuesta por darle un giro crítico a la implementación del Acuerdo con las FARC- terminó enfrentando el mayor paro nacional en décadas, en el que hubo desde movilizaciones pacíficas de miles de personas hasta protestas violentas, pasando por cacerolazos masivos en varias ciudades, incluso en barrios que no votan a la izquierda.
Las protestas llevaron a que se decretara toque de queda en las grandes ciudades por primera vez en casi medio siglo, pero eso no obstó para frenarlas ni para que se agravaran dos días después cuando un oficial de la Policía mató a un joven manifestante, Dylan Cruz.
Colombia revivía el fantasma de los disturbios del Bogotazo, la oleada de violencia que sacudió a la capital tras el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, en 1948. La movilización social, que en esas décadas fue limitada por miedos y violencias, se despertó. Y con ella se reveló un país diferente, el de unos jóvenes urbanos que no habían conocido las bombas de Pablo Escobar, las masacres de los paramilitares ni los secuestros de la guerrilla.
Esa Colombia era la opuesta a la que eligió a Duque.
Antes de aquello, con la cuarentena por el virus, el país parecía volver a su cauce usual, y Duque logró conseguir un norte para su gobierno: encabezar una guerra sanitaria, salvar al país de una amenaza letal. Creó un programa diario de televisión para hacer pedagogía y crear una sensación de cercanía. Su favorabilidad, que según Gallup había caído del 47% al inicio de su mandato a solo el 23% en febrero de 2020, se disparó al 52% en abril. Ese fue un pico que pasó pronto (en junio ya había caído al 41%) y al que nunca regresó.
Con el brutal impacto económico por la pandemia, con la mayor caída del PIB desde que hay registros en Colombia, más de cinco millones de empleos perdidos que solo ahora se están terminando de recuperar, la seguridad urbana deteriorada y lo que podría ser el inicio de una nueva oleada de conflicto armado en varias regiones, Duque se convirtió en una figura tan impopular que logró los peores resultados en favorabilidad de cualquier presidente en más de 30 años de la Gallup Poll.
El epílogo era evidente. No es solo que Gustavo Petro haya sido elegido presidente en junio de 2022, el primer presidente de partidos de izquierda en Colombia, sino que el uribismo quedó tan golpeado que no llevó candidato a las urnas. Y que ninguno de los más cercanos al presidente y su partido haya pasado a la segunda vuelta, pues muchos votantes de derecha prefirieron apoyar a Rodolfo Hernández, un septuagenario empresario que irrumpió en la campaña a punta de redes sociales. Las mismas redes en las que se organizaron muchos eventos de las protestas y en las que Duque suele ser criticado; las mismas redes que son parte de la cotidianidad esa nueva Colombia, urbana, joven y antiduquista.
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