Mafiolandias
La delincuencia colombiana, furiosa y envalentonada por la extradición de alias ‘Otoniel’, exhibe un poder que escapa del control efectivo del Estado
Que un Estado sea mafioso se traduce en un infierno inimaginable para sus ciudadanos. A pesar de la gravedad de lo que implica, la frase se dice fácil, pero hay una doble complejidad en el asunto: dos tipos de Estados mafiosos. Uno de ellos opera en los predios del vecino y hasta se rebautizó, como cualquier capo que asciende en la jerarquía del crimen. Se llamaba Venezuela y, desde ese 1999 en que Hugo Chávez y su Constituyente lo redefinieron, es la República Bolivariana de Venezuela.
Venezuela es un estado mafioso, porque todo el poder público lo controla una oscura camarilla y porque esa mafia, bajo la protección de la Fuerza Armada (¿creían que el Cartel de los Soles era un cuento de los Hermanos Grimm?), se enriquece con el narcotráfico y otras actividades ilegales. Todavía más, según una investigación de la fundación InSight Crime, Venezuela no es únicamente territorio de paso para los narcóticos, sino que reclama puesto en el club de las naciones productoras de cocaína. Mafiosa Venezuela, por corrupta y antidemocrática, pero, en asuntos de mafia, no le va nada bien al vecino desde donde se escribe esta columna.
¿Colombia es un estado mafioso? No en el sentido de sus estructuras de poder, a pesar del enorme grado de corrupción que vive un país donde, según Transparencia por Colombia, en un lustro se esfumaron 90 billones de pesos en los bolsillos de unos cuantos. Lo sería porque las mafias ejercen poder y dominio en donde quiera que se lo propongan.
Firmamos la paz con las FARC solo para cambiar de ilegales “administradores”, pues allí donde subsisten antiguas guerrillas, como el ELN, han pasado a pelearse el monopolio de los negocios turbios con estructuras mafiosas a los que la autoridad no logra controlar; mucho menos someter.
La reciente extradición de Otoniel, todopoderoso señor del Clan del Golfo, desató en nueve departamentos una exhibición de poder, a través de paros armados, que llevó a cientos de miles de colombianos a encerrarse en sus casas y a suspender la actividad educativa, comercial, de medios de comunicación y de transporte. ¡Eso es mandar! Es ejercer un control que debe avergonzar a las autoridades legalmente constituidas e ilegalmente burladas.
El Gobierno promete mano dura, la Procuraduría hace débiles llamados, la Defensoría del Pueblo reparte alertas y Hernando Toro, director de la Unidad de Investigación Especial de la Fiscalía, en declaraciones reveladas por Diana Calderón y Juan Fraile, de Caracol Radio, dice sobre la extradición de Otoniel: “¿Se acabó el Clan del Golfo? Ahí está. Muy sólido y se está expandiendo”.
A cada manifestación del impero de la “ley” de los ilegales le corresponde un consejo regional de seguridad, que no es otra cosa que la visita de funcionarios del orden nacional, quienes van a las regiones para recibir información, parir un puñado de medidas de utilería burocrática y regresar, horas después, a la comodidad de la capital. Consejos de seguridad que son aspirinas aplicadas al cáncer.
En Colombia, como hiciera Heráclito con la Hidra de Lerna, le cortamos a la delincuencia, cada tanto, una cabeza que parece resurgir, robusta, gracias a la enorme lista de espera de otonieles que hacen fila para suceder a los capturados. Los nuestros son gobiernos expertos en pasar la guadaña por el cuello de los capos, pero altamente ineficaces a la hora de ponerles encima la piedra de cierre. Creemos ser parte del mundo civilizado, cuando la realidad demuestra que seguimos viviendo en el inframundo del día a día. ¿Un eficiente Heráclito ganará las elecciones y le pondrá talanquera a la mafia? Macondo parece destinado a ser territorio mitológico: un Tántalo con 51 millones de almas en ejercicio de perenne suplicio.
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