‘Guernica’
Ninguna pintura en el siglo XX ha sido capaz de suscitar tantas interpretaciones como el mural que realizó Picasso en 1937
Las obras de arte perviven en el tiempo, subsisten como fantasmas más allá de la época en la que fueron concebidas. A lo largo de los años adquieren significados que se añaden, a modo de sedimentos, a su sentido inicial. Como nos recuerda Germán Labrador en su magnífico libro Culpables por la literatura, es justamente la aptitud de una obra para incorporar a sus extraños lo que la emancipa del periodo histórico que le es propio.
Ninguna pintura en el siglo XX ha sido capaz de suscitar tantas interpretaciones como Guernica, el mural que Pablo Picasso realizó en 1937 por encargo del Gobierno de la República Española. Para el pintor malagueño constituyó una forma de aprehender y exorcizar una situación de crisis profunda, que era personal y colectiva, estética y política. Tras la Guerra Civil, los exiliados españoles reivindicaron este lienzo como distintivo de su lucha y muchos historiadores del arte lo entronizaron como un punto clave en la evolución artística de Picasso. En las décadas de los sesenta y setenta devino una imagen habitual en las revueltas y manifestaciones del momento a favor de la paz y contra las guerras imperialistas. En 1974, Tony Shafrazi lo utilizó como instrumento para visibilizar su crítica al sistema: la tela más característica del autor más consagrado del siglo XX servía para cuestionar a la propia institución que lo albergaba.
Una vez muerto Franco, el Gobierno español reinició las gestiones para traer la pintura a España. Las negociaciones con los responsables del MoMA de Nueva York (el museo que había guardado el lienzo desde su llegada a Estados Unidos a finales de los años treinta), el viaje en un Boeing de la compañía aérea Iberia, los mimos de los restauradores a lo largo de este proceso, su emplazamiento en el Casón del Buen Retiro, donde se mostraba protegido por un cristal antibalas y una pareja de guardias civiles, todo ello contribuyó a que Guernica se convirtiese también en un emblema de la reconciliación nacional, en ejemplo evidente de lo que se concibió, casi desde su inicio, como una transición política modélica. Su traslado a España suponía el reconocimiento internacional a un país en el que se habían restituido las libertades democráticas.
Su traslado a España suponía el reconocimiento internacional a un país en el que se habían restituido las libertades democráticas
Sabemos que la historia se reescribe sin cesar y que, por cada evento o acción que ilumina, deja muchas otras zonas en perfecta oscuridad. Así, la denominada cultura de la transición mitificó una parte fundamental de nuestra crónica reciente y, a la vez, silenció el recorrido intelectual y biográfico de aquellos que, al intentar unir el arte a la vida, se quedaron en el camino. Un buen número de los modos de hacer y pensar que en la segunda mitad de los setenta anhelaban la transformación radical de las instituciones y la sociedad fueron absorbidos, en los primeros años ochenta, por la ingeniería oficial del consenso, que canceló cualquier posibilidad de disidencia en un fenómeno que Ferlosio tildó irónicamente como “la cultura: ese invento del Gobierno”.
Picasso pinta la barbarie de una sociedad cuya cruel competencia se hace evidente en la ejecución metódica de la inocente población civil. Pero lo hace sin recrearse en la miseria del otro para provocar una emoción fácil, al contrario, articula temas y formas con el fin de construir un espacio compartido entre las víctimas y el espectador. Cuatro décadas después de que se celebrasen las primeras elecciones democráticas en España, cuando muchas de las propuestas de la juventud crítica de aquellos años corren el riesgo de desaparecer en el olvido del espectáculo, Guernica, más allá de su elevación a símbolo oficial, sigue invocando en nosotros un espacio común, el de quienes buscaron resistir la injusticia a partir de la fragilidad de la vida. Ese es quizás el enigma de una pintura que es capaz de representar, al mismo tiempo, la historia y su reverso.
Manuel Borja-Villel es director del Museo Reina Sofía.