¿Por qué no armamos una guerra? (Arauquita, Arauca)
¿Y si a pesar de su fachada y su progresos, sigue siendo el tercer mundo y sus propias parodias y sus novelas del “boom”?
¿Y si estos países son ingobernables? ¿Y si a pesar de sus fachadas y sus progresos, y del paso inevitable de la Historia, siguen siendo el tercer mundo y sus propias parodias y sus novelas del “boom”? El presidente de Colombia, que no es el patriarca del otoño, ni el chivo de la fiesta, ni el león que hay que matar, sino apenas un presidente que trata de serlo a pesar de haber crecido y haber hecho parte y haber engordado a una clase política que ya no da más, ha estado viviendo las peores semanas en sus siete años de gobierno. Su virulenta oposición –cebada por sus propios actos de soberbia, pero urdida por pastores inescrupulosos, megalómanos de ultraderecha en campaña presidencial, ortodoxos de izquierda que por principio desconfían de la democracia, conservadores que no reconocen su país y nostálgicos de su antecesor, empezando por su antecesor– ha estado llamándolo “dictador”, “corrupto” e “inmoral”.
Es claro que la idea ha sido cosechar tempestades, enrarecer el país en plena implementación del acuerdo de paz con las Farc, azuzar a los descorazonados en medio del escándalo por las financiaciones y los sobornos de Odebrecht, darle la estocada final, en la recta final, a un gobierno impopular cuyo pecado principal –aparte de preservar a la arrogante, mediocre, apoltronada clase política de los últimos treinta años– ha sido durar demasiado en estos tiempos de redes sociales. Pero, como todo en estos países es susceptible de empeorar –¿y si la única ley que se cumple por estos lados es la ley de Murphy?–, el martes 21 de marzo de 2017 sucedió lo que faltaba: que al menos 60 militares venezolanos izaron su bandera en Arauquita, Arauca, como tomando posesión de lo ajeno, ni más ni menos que 50.000 matas de plátano en territorio colombiano, y para hacerlo cruzaron la lluviosa frontera, que es el enorme río Arauca.
Quién sabe si fue así. Pero no cabe duda de que el tambaleante gobierno de Nicolás Maduro, que es una dictadura según la definición del diccionario, pero que de acuerdo con las reglas de la diplomacia es por ahora un gobierno entre comillas, necesitaba el enfrentamiento de rigor con Colombia (“no tendremos una guerra, sino la apariencia de una guerra”, dice el estratega en la película Wag the Dog) justo después de que el “presidente” venezolano llamara “basura humana” al Secretario General de la OEA Luis Almagro por haberle pedido sin titubeos que su Venezuela empiece a portarse por fin como una democracia: es decir, que se dé la separación de los poderes, que se libere a los presos políticos, que se convoque a elecciones, que se atiendan, al menos, las urgencias de los venezolanos.
Sea como fuere, luego de un irreprochable manejo por las vías diplomáticas, el jueves 23 de marzo los soldados invasores estaban de vuelta en su lado del río. Pero al día siguiente la oposición colombiana, completamente volcada sobre las elecciones de 2018, seguía acusando al gobierno de “débil”, de “tibio”, de “vendido”. En una entrevista con los periodistas de W Radio la senadora Vega no sólo sugirió que el episodio había servido a los dos países para tapar sus crisis, sino que llegó a preguntarse en voz alta si el gobierno había negociado el artículo de la Constitución que ordena a las Fuerzas Militares defender la soberanía nacional. Pero, cuando le preguntaron si habría preferido una acción militar, terminó diciendo un típico, esclarecedor, bananero “yo no sé”: porque se trata, claro, de que esto sea ingobernable.
No es la idea corregir ni protestar, que es lo mínimo, sino calumniar, enardecer a los incautos para imponerse, para quedarse con todo: y la palabra del diccionario no es “oposición” ni “ideología”, sino el barato “populismo” de siempre.
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