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Tribuna
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El detector de relatos

La construcción de narrativas argumentales puede acabar generando una red de placebos

Presentación en Estambul del informe sobre la Alianza de Civilizaciones, con José Luis Rodríguez Zapatero a la derecha.
Presentación en Estambul del informe sobre la Alianza de Civilizaciones, con José Luis Rodríguez Zapatero a la derecha. Reuters

Configurar toda acción política como un relato va imponiéndose al modo de un Santo Grial de la década, sin pararnos a tener en consideración que dar forma a ese relato a veces puede no ser la solución sino parte del problema. La abundancia de matices en la confrontación entre aquella escuela de pensamiento que considera el voto como cálculo de coste-beneficio y la que valora mucho más el peso de la emocionalidad ante las urnas, no confirman ninguna de las dos, con lo que las teorías cognitivas pasan ahora mismo por fase de especulación prolífica y perpleja. Son narrativas que se justifican en razón de un mundo tan fragmentado. Tal vez sea una de las causas que han introducido con tanta celeridad el mantra del relato. En fin, no es que las coyunturas institucionales o políticas tengan un relato que hay que indagar y definir; ahora hablamos directamente de construirlo. Damos por hecho que los relatos, construidos, aportarán claridad en horas críticas. Por eso se dice que hace falta un relato para Europa frente a los populismos o un relato para España frente a los secesionismos. Eso supone aceptar que los populismos o el independentismo han dado con un relato que les da ventaja sobre el discurso europeo clásico o sobre la España constitucional. En este caso, incluso la España plural se da por obsoleta y se prefiere la España plurinacional.

Indudablemente, en la vida pública y en los ciclos históricos en su más amplio sentido hay un latido metafórico que, forma dispar, lo tuvo para los británicos la batalla de Inglaterra, lo tuvo la caída del muro de Berlín o en España el paso de la dictadura a la democracia. Ocurre cuando una sociedad vive su realidad verídica sin necesitar de construirse un relato, como quien diseña una operación de marketing o, pasivamente, necesita que le digan cómo vivir su propia historia. Se teoriza sobre el cerebro de izquierda y el cerebro de derecha, cuando nunca habían sido tan ajetreados los cambios de opinión o los porcentajes de indecisos que definen su voto prácticamente en la cola de los colegios electorales. Por eso recurrimos al mantra del relato, como en aquellos concursos campestres en los que los pastores compiten por hacer entrar sus ovejas en el redil. Se espera del relato que tenga un ejemplo similar al de “levántate y anda”. En época de simplificaciones abrumadoras, ¿no es posible que la construcción de relatos genere también fórmulas reduccionistas? En realidad, el mejor relato de la democracia representativa es que represente o, en el caso del Estado de derecho, que el ciudadano se sienta a la vez, seguro, libre e igual a los demás ante la ley. Y si hablamos de la Unión Europea su relato es la inteligibilidad, la transparencia institucional, la capacidad de generar riqueza, competir y ser un protagonista geopolítico que pone orden donde haya caos.

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En la vida pública y en los ciclos históricos en su más amplio sentido hay un latido metafórico

La construcción de relatos pudiera acabar generando una red de placebos. Lo que fuera un intento voluntarioso de anclar procesos de calidad amaga con diluirse en el ilusionismo. Ocurrió, por ejemplo, con la Alianza de Civilizaciones de Rodríguez Zapatero o, en otra dimensión, con el discurso de Barak Obama en El Cairo. Fueron intentos de construir un relato, ya fuese por contraste con el choque de civilizaciones o como sustitución de un Oriente Próximo conflictivo por un nuevo Oriente Próximo radiante. Frente a la trayectoria de la razón realista, el relato se ufana de un poder emocional que a menudo pretende la digestión de lo indigerible, la esquematización de lo intensamente paradójico, como es la voluntad soberana o el paso del voto ideológico a la fluidez post-ideológica. T. S. Eliot sostenía que, en cuanto a las secuencias formales del arte o del pensamiento, cada obra o idea importante nos obliga a una reestimación de todas las obras previas.

El relato viene a ser un atajo retórico, una estratagema de persuasión, bajo riesgo de que importe más el relato que las ideas, las verdades o las emociones significativas, que el marco tenga más entidad que el cuadro o que la presentación interese más que la sustancia. El contraste entre el afán hegemónico del relato y la aceleración de los ritmos evolutivos de las mentalidades provoca tergiversaciones, a menudo bienintencionadas. Es uno de los claroscuros más fascinantes de los tiempos que vivimos. Probablemente, más que urdir relatos, lo fundamental sería reconstituir lenguajes con exigencia semántica. Es sabido que la contaminación del lenguaje lleva a la corrupción de la cosa pública.

Valentí Puig  es escritor.

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