Madres empaquetadas, madres optimizadas
El producto mujer contemporánea estresada y su relato ya no son novedosos. El mercado impone envoltorios más provocadores
Junto con el agua de mar embotellada que ya se puede comprar en el supermercado, como el aguacate pelado y envuelto en plástico, casi todo lo que alguna vez fue natural se ha ido sofisticando y empaquetando para el mercado. Hoy hay apps para aprender a hacer un cunnilingus lamiendo una pantalla o talleres de felaciones, además de los consabidos carritos de la compra virtuales para ir cargando tíos en webs de contactos.
Las experiencias (culinarias, de viajes o románticas) hace tiempo que se embalan para venderse ya listas para ser relatadas: cenaste en París en ese restaurante totalmente a oscuras, te subiste a un camello, comiste camello, fuiste al desierto, dormiste en una jaima, buceaste entre corales, acariciaste una ballena, te masturbaron profesionalmente con masajes tántricos, subiste al monte Fuji, conseguiste patrocinador como instagramer de estilismo en tu nuevo rol de mami-sexy. De todo subiste foto, menos de la oscuridad de París, claro, pero eso es relato VIP, porque solo lo hacen unos pocos.
“La hipercomunicación anestésica reduce la complejidad para acelerarse”, apunta el filósofo contemporáneo Byung-Chul Han, en 'La sociedad de la transparencia' y parece explicar el fenómeno de la mercancía y la narrativa, en una sola frase.
Los irreverentes chicos del programa humorístico La vida moderna de la cadena SER decían, el otro día, que "la vida moderna es comerte un c.... y luego llenar una ficha de cata". Son gráficos como nadie para explicar este fenómeno de empaquetar -para su venta o alquiler- las experiencias vitales antes gratuitas y soberanamente humanas.
En este panorama de vida modernísima, mención aparte merece la gran industria de la fertilización asistida, con su cara A y la B (habréis leído la polémica ambiente sobre el alquiler de vientres, por ejemplo), y muy cerca de ella –o, a continuación– el plañidero coro de madres estresadas que no llegan a todo (¿quizá porque quieren ser las profesionales más competitivas?). Como decía Marguerite Yourcenar, qué gran favor nos hemos hecho incorporándonos con tanto gozo a la rutina de la producción desaforada. Claro, en ese contexto, los hijos se nos interponen.
La optimización como consigna
Así, todas, o casi todas, seguimos haciendo de actrices de reparto de una época en la que nos dejan creernos protagonistas, porque así somos más productivas y porque nosotras mismas somos el producto. Optimizar es la consigna.
El “figurante” de este tiempo, dice Giorgio Agamben, tiene una arrogancia que es “inversamente proporcional a la provisionalidad e incertidumbre de su actuación”. Y esto que apunta con lucidez el filósofo le cabe como anillo al dedo a las mujeres que abonan la meritocracia actual, sin reflexión ni cuestionamiento profundo (aunque se unan a grupos de Whattsapp llamados malas madres).
Agamben da en el blanco cuando habla de “la idea de que cada uno puede hacer o ser indistintamente cualquier cosa (…) todos simplemente plegándose a esa flexibilidad que hoy es la primera cualidad que el mercado exige de cada uno”.
“Mientras los otros vivientes pueden solo su propia potencia específica, pueden solo este o aquel comportamiento inscripto en su vocación biológica, el hombre es el animal que puede su propia impotencia (…) el hombre de hoy se cree capaz de todo y repite su jovial "no hay problema" y su irresponsable ‘puede hacerse’, precisamente cuando, por el contrario, debería darse cuenta de que está entregado de manera inaudita a fuerzas y procesos sobre los que ha perdido todo control. Se ha vuelto ciego respecto no de sus capacidades sino de sus incapacidades”, explica el filósofo italiano en uno de los ensayos de Desnudez.
Parece que las mujeres de estos tiempos "óptimos" queremos poder tener hijos con el embrión que se pueda (nuestro o comprado en la clínica), en el momento en que nos quede más cómodo, profesionalmente hablando, y que luego, una vez seres humanos, no molesten mucho, para poder seguir haciendo mérito en nuestra subida hacia dondequiera que queramos llegar. Y todo esto sin dejar de empaquetarnos para rentabilizar esta condición, ya sea de mujer-en-clínica-de-fertilización, embarazada sin aliento o madre desesperada durante el puerperio.
En España, hay una periodista de televisión que se especializó en hacer cosas que a la mayoría de la gente les parecen desagradables, en capítulos que resumían 21 días de lo que antes llamábamos sensacionalismo, y que ahora ha desatado polémica diciendo que sus hijos le quitan calidad de vida. Por cierto, la valiente confesión de Samanta Villar ha tenido lugar en medio de la campaña de promoción del libro Madre hay más que una, que acaba de publicar, justamente, para contar sus devaneos en torno a la infertilidad, el procedimiento quirúrgico de fecundación asistida, el embarazo y el nacimiento de sus bebés. “No soy más feliz ni más infeliz que antes de tenerlos”, dijo Samanta, días atrás, y así como al pasar, en una entrevista radiofónica. En esa comparación se aplanaba toda la complejidad del sentir humano.
Comunicación, antestesia y aceleración.
"En la sociedad expuesta, cada sujeto es su propio objeto de publicidad. Todo se mide en su valor de exposición”, dice el filoso Byung-Chul Han, en La sociedad de la transparencia.
Lo revolucionario, lo amorosamente revolucionario sería poder escaparse del producto madre contemporánea, quejosa colectiva o enlatada para la tele. Entonces, la resistente inteligencia femenina empezará a brillar sin los envoltorios narrativos que necesariamente tienen que ir subiendo en la escala de provocaciones.
No necesitamos packaging para ser mercancías diferenciadas. Queremos dejar de ser mercancías.
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