Si no es legal, no es democrático
No se puede ser independentista y demócrata cabalmente y estar a la vez a favor de este proceso como lo han diseñado Mas y sus amigos. El independentismo decente, que existe, no puede ni debe avalar este golpe de mano
Como resultado de su gran familiaridad con las leyes, puede que el subconsciente le haya jugado una mala pasada al exjuez Vidal. Gracias a su explícita e inesperada declaración sobre la ilegalidad de la recogida clandestina de datos fiscales por parte del Gobierno catalán, la ciudadanía catalana ha podido percibir lo que está en juego en el largo envite en el que está comprometido el soberanismo nacionalista. A pesar de las apariencias, no es un problema de relación con el Estado, la independencia; ni es tampoco un problema de democracia, el derecho a decidir. Es un problema de libertades individuales y de derechos fundamentales, que afecta a los valores y principios que rigen en una sociedad democrática.
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La confusión acompaña siempre a las grandes batallas políticas y el proceso soberanista no iba a ser la excepción. De ahí que sea de agradecer la aportación de Santi Vidal al esclarecimiento de ideas y conceptos. Sus revelaciones arrojan una luz insólita, que nos hace descubrir un paisaje totalmente nuevo, en el que se invierte el sentido de las cosas e incluso de los colores ideológicos. No hay mayor falacia argumental en toda esta historia que la que se ha intentado en las últimas semanas para convencer a los comunes, asustados por la idea de que todo demócrata debe apoyar el derecho a decidir y más todavía si se trata de un ciudadano que se considere de izquierdas. Digámoslo bien claro; es exactamente al revés: no se puede ser independentista y demócrata cabalmente y estar a la vez a favor de este proceso independentista tal como lo han diseñado Artur Mas y sus amigos.
Nadie debiera discutir el principio de legitimidad de la aspiración independentista, indirectamente aceptada por el Tribunal Constitucional en su resolución que anula la declaración de soberanía. Muy distinto es que se acepte el camino elegido por el soberanismo convergente, que partió de la búsqueda de una mayoría social y política y ha terminado intentando conseguir la independencia mediante una mayoría parlamentaria inestable e incoherente como la que forman Junts pel Sí con la CUP, a partir de un falaz argumento como es la obligatoriedad de un referéndum de autodeterminación a plazo fijo e inmediato, que debe reconocer el Gobierno español bajo amenaza de su celebración fuera de la legalidad y sin autorización alguna.
Nadie puede confiar en un Gobierno que prepara estructuras de Estado de forma clandestina e ilegal
El independentismo apresurado ha conseguido olvidar que un referéndum debe contar con todas las garantías de imparcialidad de las autoridades que lo convocan y de la Administración que se ocupa de su celebración. Nadie puede creer en la neutralidad de un Gobierno que promete a la vez celebrar el referéndum y tener a punto las estructuras del Estado independiente para su proclamación inmediata en caso de un resultado favorable. Nadie puede confiar tampoco en un Gobierno que prepara dichas estructuras de forma clandestina e ilegal, recogiendo datos y seleccionando personal en vulneración de derechos fundamentales, así como de la vigente legislación sobre protección de datos. El hiperdemocrático derecho a decidir, la democracia en abstracto, es bien a las claras un mero instrumento táctico para obtener la independencia para quienes están comprometidos en una tarea tan poco transparente y tan escasamente democrática.
No es un problema de prurito legalista, tal como quieren pintarlo ciertos independentistas. Nadie debiera necesitar muchas explicaciones respecto al principio que une ley y democracia. No es un capricho. La ley es imprescindible para la organización de elecciones y consultas democráticas por una razón nada caprichosa. Porque solo la ley puede proteger a los más débiles, a las minorías frente a las mayorías. Convocar un referéndum sin una mayoría de dos tercios en el Parlamento, sin un mandato electoral basado en los votos como el que pedía Junts pel Sí, y con el agravante de la organización y financiación clandestina de las estructuras del Estado independiente, y la añadidura o bomba culminante final de la secretista ley de transitoriedad jurídica elaborada sin conocimiento del Parlamento, fuera de ponencia y del procedimiento, no es una ilegalidad tan solo, sino un acto profundamente antidemocrático y atentatorio de los derechos fundamentales de los catalanes. De todos, sin distinción.
La pretendida ruptura legal, de una vez e indolora, que ha explicado el jurista del procés, Carles Viver, es un cuento chino. Las ilegalidades ya han empezado y no solo en forma de incumplimiento genérico de las leyes, si no lo que es más grave, en forma de vulneración de derechos. El independentismo decente, que existe, y al que no hay que descalificar por razones de principio, no puede ni debe avalar este golpe de mano en el que se arriesga además el propio futuro del autogobierno catalán.
El hiperdemocrático derecho a decidir, la
La tozuda persistencia de un independentismo que ya ha fracasado por tres veces en la obtención de una mayoría plebiscitaria —dos en unas elecciones y una en una consulta ilegal— tiene que ver con la evidencia de que la ventana de oportunidad se ha cerrado y la certeza de que esa independencia que habían prometido no se producirá. Ahora es el momento de reconocerlo y de tomar otro camino, el correcto y civilizado, el del catalanismo pactista y moderado, sin plazos, legal, tranquilo y pausado, en absoluto oportunista e insurreccional —leninista, en cierta forma— como el que Mas, Puigdemont y Junqueras han tomado para aprovechar el mal momento de la crisis financiera, de la desunión europea y del surgimiento del populismo y del trumpismo. Siempre hay una regla de juego con la que se acude a las urnas. Si no es la que establece la ley y que todos han aceptado, es la regla de juego que impone una parte sobre el todo, un partido sobre el conjunto de la sociedad, que en este caso además está dividida en dos mitades casi simétricas.
Quienes han osado esta aventura es evidente que son fundamentalmente independentistas —es decir, fundamentalistas del independentismo— y solo accidentalmente demócratas, puesto que parecen dispuestos a sacrificar lo que haga falta por la independencia, incluyendo la autonomía catalana y las libertades y la democracia de todos. No están dispuestos a sacrificar de momento vidas y haciendas, suyas y ajenas, y esto ya es un consuelo, vistas las experiencias de todos conocidas. Pero no andan lejos en su visión autoritaria y rupturista de lo que debe ser un proceso independentista, sacrificando los medios a los fines, vulnerando libertades y principios si lo reclama la gloria de la patria emancipada.
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