Libreros
Es claro que si quedan personas con visión de mundo para combatir el mal de siglo, son los libreros.
Mi hija y yo llegamos de vuelta a París bajo el sol ardiente de julio. Veníamos de la Borgoña, donde yo había escrito, tras la matanza de Niza, una nota triste y enojada para esta columna, sobre cómo nuestro bagaje cultural es obsoleto y no nos sirve para enfrentar el horror de nuestros tiempos; sobre cómo el mito de París se nos había muerto entre las manos. Pero me equivoco en una cosa. Porque si bien la cultura en abstracto no nos arraiga ya en este mundo complejo y jodido, sí quedan algunos espacios —pocos— desde donde podemos repensar nuestro lugar en él, e imaginar formas alternativas de reorganizar la vida.
Algunos conocerán el nombre de Sylvia Beach, la fundadora de la librería Shakespeare & Company, que abrió en 1919 y operó hasta la ocupación nazi de París, en 1941. Beach fue la primera editora del Ulises, cuando todos los editores habían rechazado la novela de Joyce, y en su librería le dio un espacio a los entonces escritores-en-ciernes Fitzgerald, Hemingway, y la poeta H. D. Beach, librera, hizo más que abrir una librería: fundó un mundo para la generación perdida.
Después de la guerra, la librería estuvo cerrada seis años más, hasta que George Whitman retomó el proyecto en 1951. Llevando el espíritu comunitario de su mentora a otro nivel, entre 1951 y 2011 hospedó a más de 30.000 escritores y lectores jóvenes que, a cambio de una cama, limpiaban, cocinaban, organizaban y mantenían vivas las estanterías. Entre sus huéspedes estuvieron Allen Ginsberg y Ferlinghetti. El librero Whitman reconstruyó el mundo que se llevó la guerra, y le puso camas.
Cuando murió, su hija, Sylvia Whitman, continuó y reinventó la tradición. Entre etérea y aplomada, todo el día sube y baja escaleras cargando pilas de libros, abrió un café al lado, organiza lecturas constantemente, y su próximo proyecto es rehabilitar una casa de campo para transformarla en una “granja de libros”, donde escritores y lectores puedan pasar temporadas, trabajando la tierra y trabajando párrafos. Es claro que, si quedan personas con visión de mundo para combatir el mal de siglo, son los libreros.
Escribo esta nota en el departamento de encima de Shakespeare & Company, donde Sylvia nos ofreció quedarnos el tiempo que quisiéramos, a cambio de escribir algo juntas que donáramos después al archivo de la librería. Mi hija duerme a mi lado, y en las estanterías nos rodea la biblioteca personal de Simone de Beauvoir. Antes de dormirse, me dijo: “Mamá, estamos en un edificio hecho de libros”. Tiene razón, y quizá si hubiese más edificios como éste, sería más fácil estar siempre reinventando el mundo.
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