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Columna
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La extravagante idea de atender a los ciudadanos

Propuestas que en 1970 eran parte de un proyecto socialdemócrata nada revolucionario se han convertido hoy en ideas que se consideran radicales e irrealizables

Soledad Gallego-Díaz

Bernie Sanders, el político norteamericano que inesperadamente ha saltado al ruedo como aspirante a la nominación demócrata, estuvo en 2010 más de ocho horas seguidas hablando en el Senado contra una ley que implicaba bajar los impuestos a quienes ingresaban más de 250.000 dólares anuales. En lugar de atraer la atención de Hollywood —James Stewart protagonizó en 1939 Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington) sobre un acto de filibusterismo parecido, película que, todo sea dicho estuvo prohibida en la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler y la España de Franco, hasta 1949—, Sanders fue duramente atacado. Pero algo cambió, porque el poco conocido senador de Vermont, asimilado al radicalismo de izquierda, atrajo la atención de los ciudadanos y sentó las bases de su nuevo y sorprendente recorrido. Su lema es una frase repetida cien veces: “No creo que sea una terrible idea radical decir que alguien que trabaja 40 horas a la semana no debería vivir en la pobreza”.

Lo llamativo del caso de Sanders, como el de Corbyn, en Gran Bretaña, es que si se analizan sus propuestas sociales (dejando al margen sus ideas en política exterior) se comprueba que lo que defienden hoy día es prácticamente igual a lo que formó parte de la corriente central del pensamiento del Partido Demócrata de Lyndon B. Johnson o del Partido Laborista, no ya de Clement Attlee, en los años 50, sino de Harold Wilson, en los 70. Propuestas que en 1970 eran parte de un proyecto socialdemócrata nada revolucionario se han convertido hoy en propuestas que se consideran radicales e irrealizables.

Lo curioso es que, aun hoy, cuando se pregunta a los ciudadanos, incluso en un país como Estados Unidos, la aplastante mayoría conecta con esas ideas: las corporaciones económicas tienen demasiado poder (74%); los bancos demasiado grandes deberían ser troceados (58%); los más ricos no pagan los impuestos que debieran (79%); los trabajadores necesitan estar mejor defendidos (70%); la creciente desigualdad es nociva. Según una reciente encuesta del Pew Center, por primera vez en la historia de Estados Unidos, la palabra “socialismo” provoca una visión positiva para el 49% de los menores de 30 años.

La única conclusión posible es que laboristas británicos, demócratas norteamericanos y socialdemócratas en general han estado muchos años a la defensiva, sin sangre en las venas, como aseguraba Tony Judt, aplastados por la propuesta de la derecha de que el incremento desproporcionado de la desigualdad no tenía la menor importancia, mientras todo el mundo disfrutara de crédito para financiar su consumo.

“Que las políticas atendieran a las preferencias de los ciudadanos parecía extravagante”, escribió José María Maravall (Las promesas políticas, 2013). En Estados Unidos, la mayoría de la población comenzó a pensar que su gobierno y su parlamento habían sido capturados por los poderosos. En Europa, la población empezó a no saber a quién podía pedir responsabilidades: ¿a su Gobierno? ¿A la Unión Europea?

Repentinamente, en Europa y en Estados Unidos asoman personalidades y movimientos políticos que reclaman la centralidad de esas ideas básicas: “Quien trabaja 40 horas a la semana no debería ser pobre”, “quien no tiene trabajo, sigue teniendo derechos sociales”. Casi todo lo que se hace desde hace muchos años, se lleva a cabo en contra de las opiniones públicas o gracias a su ignorancia premeditada, con argumentos tecnocráticos. “La democracia representativa se socava cuando los ciudadanos votan, pero apenas deciden”, termina su libro José María Maravall. “En mayo de 1968 se reclamaba: “sed realistas, pedir lo imposible”. Hoy día, por el contrario, se descalifican como irrealistas medidas que sí son posibles”. Y necesarias, querido profesor Maravall. solg@elpais.es

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