El #piggate, o cuando la vida imita a las series
El presunto episodio de David Cameron y un cerdo demuestra una vez más que la vida no es más que un reflejo de la ficción televisiva
Esta semana nos hemos topado con una noticia que nos está trayendo a todos de cabeza: el Primer Ministro inglés podría haber realizado actos sexuales con un cerdo en su época universitaria.
Uno podría pensar que el recuento que hace el escritor Michael Ashcroft en su libro Call Me Dave de las jornadas de iniciación a una sociedad estudiantil en la Universidad de Oxford por el, por aquel entonces, joven David Cameron, suscitaría en el mundo respuestas que se moverían entre el asco absoluto y la incredulidad férrea, contemplando todo lo que quepa entremedias.
Pero se equivocaría. Porque lo que realmente nos sorprende de la noticia no es que el representante político de una de las mayores potencias del mundo pudiera haber insertado su pene en la boca de un cerdo decapitado para mayor deleite propio y de sus compañeros. Lo que llevamos días gritando desde los tejados de nuestras redes sociales y nos tiene completamente locos es que ¡esto es exactamente lo que ocurría en el primer episodio de Black Mirror!
En nuestra sociedad televisiva por tradición y seriéfila por méritos continuados recientes, es el traslado de la ficción más esperpéntica a la realidad lo que nos tiene a todos descolocados, y no, como podríamos imaginar, el acto esperpéntico en sí.
The national anthem, el capítulo que ahora está en boca de todos, fue la carta de presentación de una de las series más alabadas de nuestra era. Black Mirror arrancaba su andadura un 4 de diciembre de 2011 tal que así: La princesa Susannah es secuestrada, y la única condición que pone su raptor para dejar en libertad a este amado miembro de la familia real, es la retransmisión en directo del acto sexual entre el Primer Ministro y un cerdo.
De entre todas las cosas que pasaron por la cabeza de Charlie Brooker, autor de la serie, durante la creación de esta improbable premisa (improbable hasta hace unos días, al menos), algo nos dice que tener que hacer una declaración pública vía Twitter sobre su desconocimiento absoluto de los hechos relatados en el libro de Ashcroft, no era una de ellas.
“Espero que White Bear no sea el siguiente en hacerse realidad”, bromeaba Brooker, recordando otro de los episodios más comentados de su serie (del que no desvelaremos más para no estropearle la fiesta a los que aún estén por catar las mieles de esta joya británica seriéfila).
I hope White Bear doesn’t come true next.
— Charlie Brooker (@charltonbrooker) September 20, 2015
Pero las cosas se complican cuando nuestra percepción cultural, perfilada por el consumo desatado de series al que nos hemos abandonado gustosos, da lugar a conjeturas, comentarios y, en el peor de los casos, bromas cuestionables.
Pasó hace poco más de un año, y fue a raíz de la desaparición del vuelo malasio MH370. De poco importaba que Perdidos llevara fuera de antena casi cuatro años, tan pronto como se empezó a especular sobre el paradero del vuelo, las comparaciones con el destino del ficticio 815 en el que viajaban los protagonistas de la serie, no se hicieron esperar. Desde tuits preocupados por avisar a los supervivientes de la existencia de Los Otros en la isla, hasta acusaciones de sabotaje a DHARMA.
Sería muy fácil entender este fenómeno relacional entre series y realidad como el simple fruto de la coincidencia. Después de todo, ¿en qué cabeza cabe que la desbordante imaginación de Charlie Brooker acabe reflejada en las rotativas? ¿o que la mañana después de que Twenty Twelve, la serie satírica de la BBC sobre un desastroso comité olímpico encargado de los preparativos del Londres 2012, emita un capítulo en el que se ríen de un reloj con problemas de funcionamiento, el correspondiente reloj real situado en Trafalgar Square se detenga?
Sería fácil, pero no del todo correcto. Después de todo, las series llevan tiempo tomándole el pulso a la sociedad con una destreza que nada tiene que envidiarle a otros medios contemporáneos. Muchas lo hacen con envidiable atino a posteriori, como por ejemplo, The good wife. E incluso de manera prácticamente paralela, como le pasó a Mr. Robot, cuyo episodio final tuvo que ser pospuesto por contener una escena que reflejaba un acto similar a los asesinatos en directo de la reportera Alison Parker y el cámara Adam Ward en Virginia.
Y otras, directamente, han conseguido ver nuestro camino antes de que decidiéramos emprenderlo.
En su momento, cuando un senador demócrata de Illinois empezaba a sonar con fuerza como candidato a la presidencia de los Estados Unidos, muchos no podíamos evitar pensar en lo parecida que era la trayectoria de ese tal Barack Obama con la de Matthew Santos en la serie El Ala Oeste de la Casablanca: los dos eran candidatos relativamente jóvenes y atractivos, luchando contra un oponente más asentado, los dos tenían que defender su valía frente a la percepción pública de poca experiencia, los dos tenían que enfrentarse a la barrera política que suponía su etnia, y los dos se ganaban la opinión pública gracias, en gran parte, a su oratoria…
Lo que no sabíamos cuando contemplábamos boquiabiertos y con sensación de déjà vu el ascenso de Obama en la escalera política norteamericana, es que, cuatro años antes de que éste se decidiera a participar en las elecciones presidenciales, los guionistas de la serie creada por Aaron Sorkin se habían fijado en él como modelo a partir del que esculpir el personaje interpretado por Jimmy Smits.
No sería la primera vez que la ficción televisiva predeciría el futuro panorama político. Ahí está la House of Cards original, que se quitó de en medio a Margaret Thatcher poco antes de que a la Dama de Hierro le hicieran las maletas en la vida real. Y seguramente, esta serendipia atroz y fascinante que relaciona a David Cameron con Black Mirror, tampoco será la última.
Después de todo, ya lo cantaba Ani Difranco en su canción Superhero: “Puede que el arte imite a la vida, pero la vida imita a la televisión”.
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