La solución federal
Una bicapitalidad política creíble sentaría muy bien a la España plural
La fe federal es tan aborrecible como todas las demás formas de fe, sea religiosa o política, sea constitucional o territorial. Es tan absurdo tener fe en un territorio o en un país como tener fe en una estructura federal o tenerla en una persona (o en una fabulación). La fe es tóxica, se mire por el ángulo que se mire, porque descarta las razones potenciales de otras convicciones y porque magnifica los méritos del objeto de la fe: una forma de ilusión de verdad o de la fantasía de respuesta perfecta.
Sin embargo, también el anatema es una forma de fe, aunque sea una antifé, de modo que el federalismo como anatema no deja de ser tan tóxico e irracional como la fe federal. Y a medida que ha resurgido esa tradición en el debate público, ha ido aumentado también la expresión condenatoria y a menudo despectiva del federalismo, tratado como ocurrencia absurda o como fracaso predestinado desde los tiempos de los tiempos.
Puede que sea culpa de los propios federalistas, sin duda, pero de momento prefiero pensar que el federalismo sin fe, el federalismo racional y armonizador, el federalismo como aspiración racionalizadora y distributiva de poderes y responsabilidades políticas no tiene nada en sí que despierte la aversión o la fobia que a menudo despierta. Quizá lo que despierta es miedo: el miedo a la evidencia de que es una solución plausible, provisional y transitoria, como todas, pero dotada de algunos elementos éticos y técnicos que la hacen estimulante y prometedora, o cuando menos no la hacen más absurda ni menos aguerrida que otras formas de estructura de Estado y cultura política.
Hace falta el compromiso compartido de ponderar poderes y redistribuir funciones
Tiene una gravísima pega: requiere el compromiso compartido de aclimatar diferencias, ponderar poderes, redistribuir funciones. Y como es natural, las posiciones de la derecha española, por un lado, y la coalición de derecha e izquierda que manda en Cataluña en nombre del independentismo, por otro, ve un auténtico peligro en esa propuesta porque estropea sus planes y torpedea su estrategia de comunicación: sí hay salida, y la salida federal es mejor que la numantina españolista y la rupturista del independentismo. Ni le gusta a la derecha, porque comporta el reparto fáctico y simbólico de un poder custodiado religiosamente —y nunca mejor dicho—, ni le gusta a la coalición difusa que gobierna en Cataluña porque ofrece respuestas sensatas y viables y descarta el maximalismo rupturista.
En Barcelona hemos vuelto a escuchar esa música federal sin trinos celestiales, gracias a la iniciativa del grupo que difundió hace meses un manifiesto por una España federal en una Europa federal. Lo defienden, entre muchos otros, Nicolás Sartorius, Francisco Caamaño o Ángel Gabilondo, y lo compartimos otros cómplices, entre los que me cuento. Se lo aseguro: por lo que vi y leí, ninguno de ellos es hombre de fe civil alguna como no sea en el instrumento democrático del debate y la discusión, la legislación y la interpretación de las leyes. Ni acto de fe ni auto de fe contra nada: la promulgación civil de una cultura política de entendimiento y racionalidad, para rebajar las efusiones emotivas políticamente peligrosas y hacer emerger las razones de una convicción.
En la derecha ha de haber sin duda federalistas, y en la izquierda socialdemócrata también, tanto en el PSOE como en Izquierda Unida como en Podemos (disculpen que crea que Podemos es un partido fundamentalmente socialdemócrata con aplicaciones del siglo XXI). Lo que quizá siga siendo carencia del plan o del programa federalista es la explicación persuasiva, brillante y gráfica de sus gracias, de algunas de sus posibilidades, de su amplísima gama de aplicaciones, de su vasta y variada batería de opciones para hacerse sugestiva, no sólo para catalanes y vascos sino para andaluces y extremeños, para castellanos y aragoneses.
Da la impresión de que la falta de convicción de esos partidarios del federalismo, dentro de los partidos, deje siempre para otro momento la articulación clara y vistosa de una propuesta federal, como si siempre quedase implícita la sospecha de que ese plan es cosa de los que se autodenominan federalistas como seña de identidad. Pero es un error; porque los federalistas no son hombres de fe ni son sólo federalistas sino muchas otras cosas antes que esa. Pero esa que también son tiene algo que ofrecer valioso: los grupos de presión federal que existen en la actualidad no nacen con voluntad ni hegemónica ni amenazante, sino como testigos y portavoces de la existencia de una larga tradición de pensamiento y ejecución política de Estados federales que puede ser estudiada y analizada, alterada y experimentada, debatida y combatida, precisamente para hallar una fórmula convincente, más allá de la identidad, siempre provisional, de las personas.
Se debe estudiar la larga tradición existente de Estados federales
El federalista sólo puede serlo mientras es otras cosas: es de izquierdas o es europeísta o es célibe (espero que no). Pero no flota en el éter o en la suspensión del aire: necesita el roce para volar, y el roce no exactamente del cariño sino de la inteligencia política para distribuir instrumentos de poder con el poder del Estado. ¿Es este el quid de la cuestión? ¿El problema es que Madrid como icono no está dispuesta a perder sede alguna del poder, de los tribunales, de las instituciones, el Senado mismo, o empresas e institutos nacionales? Un socialdemócrata, se supone que federalista, ¿impedirá celosamente que el aeropuerto de Barcelona vuele todo lo que pueda y hacia donde pueda, o laminará la sensatísima idea de un fluido y rápido corredor mediterráneo, y otras cosas de ese estilo? ¿Ese es el problema de verdad?
Ya sé que no, o que no debería serlo, pero a veces lo parece: una eficaz pedagogía federal podría empezar por ofrecer a los ciudadanos la batería de instituciones y políticas que cabría desalojar de Madrid físicamente. Como el federalismo no es una fe sino un proyecto, los ciudadanos de diversos territorios escucharían la propuesta de ser parte corresponsable de una estructura de poder común y la asumirían interesadamente, y no como delegaciones subsidiarias. No es magia, creo, ni es dogma de fe, sin duda, pero quizá ayudaría a acercar la pluralidad de climas que despliega España al clima del siglo XXI y su propensión innata a la red, tan innata que casi parece su propio icono: una red federal a la que nada le sentaría mejor, para empezar, que una bicapitalidad política creíble.
Jordi Gracia es profesor y ensayista
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