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Tribuna
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El gran paso de Obama con Cuba

La iniciativa le ha permitido recuperar credibilidad en la escena internacional

Shlomo Ben Ami

Los líderes se vuelven con demasiada frecuencia rehenes de su entorno sociopolítico, en vez de ser los que lo definan. Raramente el mundo ve dar pasos que cambiarán la historia, como el viaje de Richard Nixon a China en 1972 o la visita del presidente egipcio Anuar el Sadat a Jerusalén en 1977.

Por eso conflictos como el de Cuba y Estados Unidos duran tanto. Durante más de medio siglo, ningún presidente estadounidense quiso pagar el precio político de admitir un fracaso y reanudar las relaciones diplomáticas con la isla. Pero ahora que su Gobierno entra en la recta final, Barack Obama parece haberse librado de esas restricciones.

Ningún presidente estadounidense puede desafiar los condicionamientos políticos sin enfrentarse a lobbies poderosos. El éxito del presidente Jimmy Carter como mediador del acuerdo de paz entre Israel y Egipto, y su audaz llamada a la creación de una “patria palestina” (el primero de cualquier presidente estadounidense), fueron en gran medida posibles porque desoyó a voces y organizaciones judías. Asimismo, el presidente George H. W. Bush no hubiera sido capaz de arrastrar al recalcitrante primer ministro israelí Isaac Shamir a la Conferencia de Paz de Madrid, en octubre de 1991, si no hubiera estado dispuesto a enfrentarse a lo que describió como “fuerzas políticas poderosas” conformadas por “un millar de lobbistas en el Capitolio”.

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Obama no es ajeno a la presión (y a la oposición) de grupos de intereses. Pero con el fin de su presidencia a la vista, por fin parece darse cuenta de que para asegurar su legado tendrá que superar no sólo la oposición de esos grupos, sino la estructura misma de la política de grupos de intereses en Estados Unidos. Ya mantiene una fuerte disputa con la mayoría republicana en el Congreso, por su histórico acuerdo sobre el cambio climático con China y su polémico plan de amnistía para inmigrantes ilegales.

Para asegurar su legado tendrá
que superar la oposición de sus
rivales políticos

Asimismo, si Obama todavía espera que lo recuerden como el salvador de la solución de dos Estados para el conflicto israelí-palestino, deberá enfrentarse con el Comité de Asuntos Públicos Israelí-Estadounidense. Eso sería un cambio respecto de la primera etapa de su presidencia, cuando en sus intentos de mediar un acuerdo evitó esa confrontación. Tal vez su búsqueda de modificar la política de Estados Unidos hacia Cuba (que implica desafiar al disciplinado lobby opositor al Gobierno de los hermanos Fidel y Raúl Castro) muestre el camino por seguir.

Entretanto, normalizar las relaciones con Cuba puede traer amplios beneficios. Es probable que en toda Latinoamérica se reduzca el resentimiento antinorteamericano de tiempos de la guerra fría, y que mejore la posición de Estados Unidos ante países como Bolivia, Ecuador, Nicaragua y, sobre todo, Venezuela, que ha sido un satélite ideológico de Cuba y el principal salvavidas económico del régimen de los Castro. De hecho, Venezuela, casi quebrada por la caída de los precios del petróleo, no podrá mantener su rumbo antiestadounidense, ahora que los mismísimos hermanos Castro se reconcilian con los “gringos”.

En un hecho destacable, el último grupo insurgente marxista de Latinoamérica (las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC) declaró un alto el fuego unilateral pocas horas después del anuncio de la reanudación de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba. Durante estos últimos dos años, Cuba está oficiando de mediador para un acuerdo de paz entre las FARC y el Gobierno colombiano, con pleno respaldo de Estados Unidos. Siendo el mayor consumidor mundial de drogas ilícitas de productores colombianos, dicho acuerdo beneficiaría enormemente a Estados Unidos, ya que puede ayudar a reducir (o terminar) el tráfico.

Le toca encarar con audacia tensiones, como las de Irán y Corea del Norte

Claro que aunque la política estadounidense hacia Cuba es uno de los últimos vestigios de la guerra fría, la jugada de Obama no cambiará nada en la competencia de Estados Unidos con China y Rusia por definir el nuevo orden mundial. Pero sin duda refuerza la credibilidad internacional de Obama y mejora su capacidad de poner coto a otros países rivales: de pronto su firmeza hacia Irán y Rusia parece más creíble.

Cuba también ofrece una oportunidad de extender los valores liberales occidentales. Con sus subsidios financieros a Cuba, que datan de la guerra fría, Rusia trató de asegurar (igual que antes la Unión Soviética) que la isla siguiera siendo un punto crítico en el mapa geopolítico. Pero ya no podrá hacerlo. Incluso si Estados Unidos no intentara normalizar las relaciones con Cuba, es probable que los problemas económicos actuales de Rusia le impidan mantener su histórico (y ya muy reducido) apoyo al Gobierno de los Castro.

La normalización de las relaciones con Estados Unidos es clave para la liberalización de Cuba. Al fin y al cabo, el mejor modo de lograr esos cambios no es con sanciones asfixiantes o tácticas militares de “conmoción y terror”, como en Irak, sino con mejoras socioeconómicas y esfuerzos diplomáticos de las potencias externas.

De hecho, quienes predicen que ahora Cuba podría derivar hacia un modelo de autocracia política con apertura económica a la manera de China tal vez tengan razón solo en el corto plazo. A más largo plazo, es probable que el fin de la era castrista, además de una mejor relación con Estados Unidos, traiga una repetición de la Transición española a la democracia liberal plena tras la caída de Francisco Franco.

Con Cuba, Obama mostró que trascender la política de confrontación y sanciones demanda iniciativa diplomática. Todavía está a tiempo para encarar con audacia similar otras tensiones de larga data, como las que atañen a Irán y Corea del Norte (por no hablar del flagelo del conflicto entre Israel y Palestina). Y, por supuesto, aún debe trabajar para mitigar el riesgo de que Rusia cree una zona permanente de tensión militar a lo largo de sus fronteras con la OTAN.

En última instancia, la paz del mundo depende de sus líderes. La historia honra a los que con una diplomacia inspirada se atreven a desafiar la política de la inercia y abrir nuevas rutas al progreso.

Shlomo Ben-Ami, exministro israelí de Asuntos Exteriores, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz y autor del libro Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí.

© Project Syndicate, 2014.

Traducción: Esteban Flamini.

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