Que la generación Erasmus defienda a Europa
La UE afronta la crisis más profunda de su historia y nunca como ahora había existido tanto pesimismo sobre su futuro entre sus más ardientes partidarios. Necesita con urgencia la voz de quienes han crecido con ella
Me enfadé con usted”, dice Mario, un estudiante italiano. Le irritó un artículo que escribí justo después de las elecciones europeas en mayo, en el que afirmaba que elegir a Jean-Claude Juncker como presidente de la Comisión Europea era una mala forma de reaccionar ante el descontento que habían revelado los comicios en todo el continente. Pues bien, ahora que Juncker propone un paquete de inversiones para impulsar por arte de magia la tambaleante economía europea y el ex primer ministro polaco Donald Tusk se dispone a presidir su primera cumbre de jefes de Gobierno de la UE, hay que volver a preguntar quién va a salvar el proyecto europeo. Mi respuesta es que no se salvará sin una participación más activa de Mario y sus contemporáneos, la generación de Erasmus y de easyJet.
También será indispensable que los que mandan apliquen buenas políticas, desde luego. Pero Super Mario —no Ballotelli, el futbolista aficionado a Instagram, sino Draghi, el presidente del Banco Central Europeo— no puede hacerlo solo, ni siquiera con un billón de euros más en su balance. Necesita también a Mario, el joven.
No recuerdo otra época en que haya habido tanto pesimismo intelectual sobre el futuro de la UE por parte de sus más ardientes partidarios (entre los que me incluyo). He aquí tres grandes razones. En primer lugar, la eurozona. Loukas Tsoukalis, un experto muy bien informado y europeísta, subraya que “el diseño se hizo mal, igual que la afiliación”. Se hizo una unión de demasiadas economías, demasiado distintas, en torno a una moneda común pero sin una fiscalidad común. Ese fallo esencial de diseño se ha agravado por las políticas de austeridad propugnadas por Alemania, que no tienen suficientemente en cuenta las diferencias entre las distintas culturas económicas nacionales, y la necesidad de más inversiones y más demanda agregada dentro de la UE.
Segundo, la política. Las sucesivas elecciones y los sucesivos sondeos han demostrado que los votantes europeos están muy desilusionados con la política y las clases dirigentes actuales. Ese descontento se traduce en más apatía y más votos para los partidos antisistema de todos los colores: desde Jobbik en Hungría y el Frente Nacional en Francia, pasando por UKIP en Reino Unido y la Alternativa por Alemania, hasta el movimiento Cinco Estrellas en Italia, Podemos en España y Syriza en Grecia.
El descontento se traduce en
más apatía y más votos para los partidos antisistema
Y el ánimo es similar respecto a las instituciones europeas. El mundo de Bruselas se ha convertido en el máximo ejemplo de la lejanía de las élites. Las imágenes televisivas de las cumbres europeas muestran un número interminable de hombres trajeados de mediana edad que entran y salen de grandes coches negros. A pesar de las elecciones directas y los poderes reforzados del Parlamento Europeo, existe muy poco sentimiento de representación popular. Y no hay un escenario político paneuropeo. Los tres debates entre los Spitzenkandidaten (los cabezas de lista) de los principales partidos a la presidencia de la Comisión Europea, televisados la pasada primavera a toda Europa, fueron vistos por menos de 500.000 espectadores, mientras que el primer debate entre los candidatos Barack Obama y Mitt Romney en las elecciones presidenciales de 2012 lo vieron más de 67 millones de estadounidenses.
Y eso me lleva a un tercer motivo para el pesimismo. No faltan los manifiestos, planes y libros dedicados a salvar la Unión Europea, pero en su mayoría están redactados por personas mayores de 50 años. Los dirigentes ya retirados hacen constantes llamamientos para exigir más “liderazgo”, con la afirmación implícita de que todo era mucho mejor en su época.
Veo pocas propuestas de la generación del joven Mario. A primera vista, es extraño, porque su generación es la primera que ha disfrutado Europa como espacio único de libertad, desde Lisboa hasta Tallín y desde Atenas hasta Edimburgo. Cuando invité en Twitter a que me hicieran sugerencias para esta columna, alguien contestó: “Mencione todos los bebés de Erasmus”. Dan Nolan añadió: “Erasmus obligatorio para todos”, e incluyó un enlace a una entrevista con Umberto Eco en la que el gran sabio afirmaba que el programa de intercambio universitario Erasmus “ha creado la primera generción de jóvenes europeos. En mi opinión, es una revolución sexual: un catalán conoce a una chica de Flandes, se enamoran, se casan y se vuelven europeos, igual que sus hijos. La idea de Erasmus debería ser obligatoria, no solo para estudiantes, sino también para taxistas, fontaneros y otros trabajadores”.
No estoy muy seguro de qué le parecería al sacerdote Desiderio Erasmo de Rotterdam eso de convertirse en un sinónimo de revolución sexual, pero la idea tiene interés. Existe una Europa viva y cotidiana en la que se entremezclan unos países con otros. En los sondeos que hace el Eurobarómetro en toda la Unión, la respuesta más popular a la pregunta “¿qué significa la UE para usted personalmente?” es “la libertad de viajar, estudiar y trabajar en cualquier lugar de la UE”. Aunque los que “tienden a desconfiar” de la UE son más numerosos que los que “tienden a confiar”, en una proporción de casi el doble, cuanto más jóvenes son los entrevistados, más probabilidades tienen de expresar confianza. No obstante, esa cifra sigue siendo solo el 46% de las personas entre 15 y 24 años. En Grecia y España, uno de cada dos jóvenes está sin trabajo, y es razonable que pregunte: “¿Qué ha hecho Europa por mí en los últimos tiempos?”.
A pesar de los poderes reforzados del Parlamento, existe muy poco sentido de representación popular
Hay muchos europeos jóvenes —incluido un gran grupo de europeos del centro y del este que han crecido después de 1989— que se han beneficiado enormemente del proyecto europeo. Y, sin embargo, apenas oímos su voz en Europa. En parte, creo que es precisamente porque ya tienen la Europa a la que aspiraban generaciones anteriores. Europa les gusta, pero no es su gran causa ni su sueño. En lugar de ello, se apasionan por otras cuestiones y otros lugares: el medio ambiente, la igualdad sexual, la pobreza mundial, los derechos de los animales, la libertad de Internet, el cambio climático, China, África. Si de pronto se revocaran las libertades esenciales que valoran en la UE, seguro que se movilizarían para defenderlas; pero no creo que el declive europeo, si es que se produce, sea así. Las instituciones seguirán existiendo, pero estarán cada vez más vacías de contenido, como las del Sacro Imperio Romano. Tal vez no haya una llamada de alerta suficientemente dramática hasta que sea demasiado tarde. (Para algunos europeos del este, esa señal de alerta es Vladímir Putin, pero no para la mayor parte de Europa occidental, por lo visto).
Por otra parte, también creo que los mayores no preguntamos a los jóvenes con la frecuencia ni la insistencia necesarias qué Europa quieren. Hace poco me pidieron de una institución académica europea que participara en la elaboración de una nueva versión de la Declaración Schuman, la trascendental propuesta de 1950 de la que surgieron los primeros pasos hacia la UE actual. Respondí que me parecía mejor pedírselo a la generación de Erasmus. Lo último que he sabido es que tienen pensado proponer a varios antiguos jefes de Estado europeos que redacten la declaración. Ellos sabrán. Que tengan mucha suerte.
En definitiva, le agradezco al joven Mario que se interese lo bastante como para enfadarse conmigo. Venga, enfádate. Repréndeme. Pero cambia Europa. Lo necesita.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige en la actualidad el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: escritos políticos de una década sin nombre.
@fromTGA
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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