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Tribuna
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El BCE no debe debilitar el euro

La insensatez de las políticas aplicadas en la eurozona está matando lentamente al paciente. Seguimos escuchando la prédica de la estabilidad porque los gestores de la moneda común no ponen la casa en orden

ENRIQUE FLORES

Desde su más reciente récord a la baja (1,20 dólares) del verano de 2012, el euro se ha apreciado en un 15% frente al dólar; y teniendo en cuenta la inflación, más de un 10% respecto a las divisas de los principales socios comerciales de la eurozona. Ante una gran pérdida de competitividad internacional, representantes de varios Estados de la zona euro temen que esa fortaleza pueda minar la recuperación del optimismo. Miembros del BCE también se mostraron preocupados por el tipo de cambio del euro y su presidente, Mario Draghi, declaró hace poco que su fortaleza era en parte responsable del engorroso error cometido por el banco al incumplir el objetivo del 2% de inflación, añadiendo que esa apreciación se estaba “volviendo cada vez más importante” para la evaluación de la estabilidad de precios.

Sin embargo, la apreciación del euro no debería desatar ni miedos ni sentimientos de culpa. El peligroso descenso de la inflación de la eurozona se debe principalmente a razones internas. En lugar de debatir el valor externo del euro, es hora de que sus responsables se centren en ordenar la casa común. Ese euro supuestamente fuerte podría convertirse en otro chivo expiatorio. No se deberían tapar los asombrosos batacazos de los gestores del euro.

En última instancia, en una economía tan grande como esta, el factor clave para la estabilidad de precios es la subida de salarios, corregida por el incremento de la productividad. Lo sorprendente es que la subida salarial es prácticamente nula en la eurozona. Los costes laborales unitarios y, en general, los empresariales están estancados o caen. En consecuencia, no es sorprendente que el BCE no pueda mantener los precios. Lo asombroso es que los encargados del euro sigan machacando los salarios, al parecer con la intención de que caigan todavía más. Se diría que, amparándose en la santa necesidad de complacer a los dioses de la austeridad y la competitividad, siguen cavando en un agujero del que no pueden salir.

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En toda la eurozona, unos costes empresariales estancados o en retroceso tenderán a mejorar la competitividad exterior de la unión monetaria frente al resto del mundo, siempre que esos costes crezcan con más rapidez fuera de nuestro entorno. Pero recurrir a la represión salarial para fomentar la competitividad externa es un vano afán, dado que el fin último de la flexibilidad cambiaria es compensar el diferencial inflacionario. Además, como la eurozona está asistiendo a un incremento del superávit por cuenta corriente de casi el 3% del PIB, la apreciación del euro debería ser tan previsible como esperada. Cualquier otra situación chocaría con las expectativas de la agenda del G-20 para alcanzar un reequilibrio global positivo, con el que la eurozona se ha comprometido. Desde un punto de vista global, la apreciación del euro no ha sido excesiva, sino escasa.

Europa está aplicando una deflación competitiva ocasionada por políticas de precios y salarios bajos

La represión salarial externa suele ser un acto puramente insensato en un marco de flexibilidad cambiaria, pero genera muchos daños internos, porque mina el gasto privado (consumo e inversión). Y lo peor es que esa depresión de la demanda interna tiene consecuencias presupuestarias que, gracias al llamado Pacto de Estabilidad y Crecimiento, desatan la austeridad, debilitando aún más la economía. El recurso incesante a esa estrategia cuando estamos al borde de la deflación es suicida, porque sobre ella pesa también una deuda excesiva. Como ha advertido recientemente el FMI, la deflación por sobreendeudamiento se desata antes de que los precios empiecen realmente a caer. Intentar amortizar un exceso de deuda en condiciones deflacionarias es contraproducente, a menos que la debilidad de la moneda impulse tanto las exportaciones que compense el daño que uno se ha causado a sí mismo. Visto así el problema, es comprensible que a los encargados del euro les ponga nerviosos su fortaleza, aunque sin excusar de ningún modo su escandalosa negligencia.

Todo esto nos obliga a preguntarnos por qué las autoridades del euro parecen enganchadas a esa peligrosa estrategia. Como tantas veces en Europa, la respuesta está en Alemania, cuyas autoridades y élites están convencidas de que su obsesión con la austeridad y la competitividad ha compensado a Alemania por adoptar el euro. Sí aprecian las penalidades económicas de otras partes de la eurozona, pero la situación solo les recuerda la humillación y las penurias que pasaron cuando todavía eran, hace muy poco, “el enfermo del euro”. Para ellos, no cabe otro precio cuando un país necesita recuperar su competitividad. Como antes Alemania, otros deben penar para recoger la cosecha de una renovada competitividad. Dicho de otro modo, las antiguas penalidades de Alemania hacen moralmente aceptables los actuales sufrimientos ajenos. En su opinión, lo único que deben hacer ahora sus socios es seguir el ejemplo alemán, y reproducir así su éxito. Pero no vayamos tan rápido.

En la década de 2000, cuando los dioses de la austeridad y la competitividad apretaban sin miramientos el cuello de Alemania, el país sufrió todas las penurias antes descritas. El estancamiento salarial paralizó la demanda interna y Alemania enfermó tanto que, como todos saben, incumplió las normas fiscales. También allí se apreciaron las consecuencias de una política monetaria mucho menos virulenta que la de otros bancos centrales que combatían la deflación a comienzos del siglo XXI. En gran medida, la apreciación del euro posterior a 2002 aisló las exportaciones germanas del boom global.

Lo que rescató a Alemania fue que las tasas de cambio europeas ya no fueran flexibles. Al reprimir los salarios, Alemania se volvió ultracompetitiva frente a sus socios del euro, en tanto que la posición monetaria del BCE, calibrada para encajar en la media, infló las burbujas de la periferia. El balance por cuenta corriente germano pasó prácticamente del equilibrio a un superávit récord: así definen sus autoridades la recuperación de la competitividad. Antes de la crisis, ese superávit tenía su contraparte en Europa, sobre todo en la eurozona. Así que Alemania no se hundió porque recuperó una competitividad que otros alentaban comprando sus exportaciones. Ahora les toca a los demás recuperar su competitividad, pero Alemania no quiere devolver el favor; ni el euro está ya lo suficientemente débil como para que el resto del mundo se preste a esa tarea.

Los faroles del tipo "haremos lo que haga falta" tienen un efecto limitado en los mercados

Se suponía que el euro iba a acabar para siempre con carreras basadas en el empobrecimiento del vecino, al menos dentro de Europa. Lo realmente irónico es que, una vez desaparecidos los tipos de cambio, y siguiendo el ejemplo del “hombre enfermo” alemán, Europa esté aplicando una versión ralentizada de esta vana apuesta, a través de una deflación competitiva ocasionada por salarios y precios bajos. ¿Alguien se cree que Alemania va a renunciar a una competitividad que tanto le ha costado adquirir, sin presentar batalla? De ninguna manera: el año pasado, los salarios reales cayeron en Alemania mientras la inflación prácticamente no llegaba al 1%. Los actuales excedentes por cuenta corriente alemanes son más elevados que nunca.

De manera que la eurozona sigue envuelta en el vano juego de la competitividad, aunque el abismo de la inflación abra sus fauces. ¿O acaso al BCE, principal corifeo de la represión salarial competitiva, le está entrando por fin miedo? Como los faroles del tipo “haremos lo que haga falta” tienen un efecto limitado en los mercados financieros, el banco debe ser consciente de que se está quedando sin munición para dar un buen empujón a la demanda interna.

Lo que el BCE no debería hacer es debilitar el euro. La posición externa de la eurozona no demanda una divisa más débil, sino más fuerte. Donde más se aprecian hoy las consecuencias de su creciente desequilibrio interno y su tendencia a gorronear del crecimiento ajeno es en las economías emergentes, en las que los flujos de capital y la ciclotimia crediticia han diseminado la fragilidad y la volatilidad. Empeñarse aún más en exportar esta vana apuesta por la competitividad, situando el tipo de cambio del euro en el punto de mira del “haremos lo que haga falta”, solo servirá para desatar nuevas guerras de divisas en el mundo. El valor exterior del euro no tiene la culpa de la mala salud de la eurozona. Lo que pasa es que la insensatez de nuestras propias políticas deflacionarias está matando lentamente al paciente. Es comprensible que el mundo esté harto de echarnos una mano, porque no dejamos de escuchar la prédica de los evangelios de la estabilidad en boca de políticos famosos por no poner su casa en orden.

Jörg Bibow es catedrático de Economía. Skidmore College, Nueva York.

Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.

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