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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Una solución política para Cataluña

La independencia ha dejado de figurar como amago negociador o amenaza en buena parte del imaginario catalán. Ahora es una propuesta normalizada, que puede ser mayoritaria en próximos procesos electorales

Jordi Gracia
ENRIQUE FLORES

Javier Pérez Royo explicaba hace unos días de la forma más didáctica posible la situación catalana en términos de predicción sensata con un título descriptivo, Referéndum permanente. Si el Gobierno del Estado no se hace cargo de la situación real en Cataluña puede estar favoreciendo la estrategia de los partidos nacionalistas catalanes. Mejor dicho: puede estar favoreciendo el éxito electoral masivo de los partidos catalanistas que en Cataluña han decidido optar por una separación real y no meramente ilusoria del Estado. Y es posible que impulsen ese proyecto ya en nuevas condiciones y a costa de lo que sea, cueste lo que cueste, porque la bola de nieve se ha hecho inmensa y nada, o casi nada, desde el Gobierno del Estado ha ayudado a reducirla.

Es posible que desde el Gobierno del Estado la percepción sea menos grave, pero quizá ese es el centro del problema. No sería ningún disparate comisionar a un equipo secreto o consultivo o técnico que evalúe por su cuenta si toda la respuesta del Gobierno ha de seguir siendo no ofrecer alternativa o, peor aun, seguir alimentando independentistas. La independencia me parece escasamente recomendable, pero ahora esto es lo de menos. El problema es que ha dejado de figurar en buena parte del imaginario catalán como amago negociador o amenaza; no es ya carnaza intimidatoria destinada solo al propio electorado ni es otro desafío más subido de tono. Existe hoy como propuesta normalizada y puede ser mayoritaria a través de los votos que van a ir acumulando en sucesivas convocatorias electorales esos mismos partidos en los próximos dos años, y sobre todo ERC. Con o sin referéndum.

La razón no parece muy enigmática. Las mayorías absolutas en las elecciones generales, en las autonómicas y casi en las municipales por parte del PP en prácticamente toda España han tenido el efecto de desactivar la atención razonada y experta, profesional, en los asuntos flotantes que no son la crisis económica y los modos de capearla. O dicho de otro modo: cuando alguien es ganador de modo tan aparatoso y unánime, es muy difícil que se autoexija vigilancia a problemas que tradicionalmente han sido resueltos con gestión, reuniones, pactos y cesiones. En el PP es normal que (casi) nadie entienda que el problema catalán ya no encaja en esa estrategia clásica y más o menos pasiva. Quizá creen que todo sigue igual, sin más variante que un intenso aumento del tono de las declaraciones y los gestos políticos.

Si el Gobierno del Estado no se hace cargo de la situación, puede favorecer el éxito de los separatistas

El PSOE tiene una erosión electoral, al parecer, equivalente o incluso mayor proporcionalmente a la del partido en el poder. Debería ser al revés, pero no. El partido que gestiona la crisis, impone los recortes, sube la luz o desahucia a la investigación pierde menos relativamente que el PSOE. Por tanto, el PP no se siente obligado a ponerse a pensar seriamente en problemas distintos de la crisis y el asedio de la corrupción. Pero la experiencia electoral anterior avala al PP para seguir actuando como lo hace: en Valencia el precio pagado no solo fue irrisorio, sino que no hubo precio alguno, y lo mismo vale decir para los Gobiernos populares en Baleares. ¿Hay alguna razón para creer que su electorado responderá de otro modo en el futuro, si el principal elemento de erosión es la corrupción de gomina que encarnan Gürtel y Bárcenas?

Y es ahí donde se dibuja el verdadero problema. Si el PP no se siente gravemente erosionado por la crisis ni tampoco por la corrupción —y eso parecen apuntar las encuestas—, cree que las cosas no le van nada mal en el poder. El PSOE no remonta, los partidos pequeños aumentan pero lo hacen con respecto a sus expectativas de voto y no en términos de poder real. En apariencia, por tanto, Cataluña no pasa de ser un problema bronco y antipático, tan previsible y antiguo que no vale la pena darle muchas vueltas. Quizá piensan que se acabará como siempre: un poco de manga ancha aquí o allí, algún gesto, alguna dimisión, y listo.

Esa fantasía es mentira y basta atender a los datos reales y leer sin reservas a los analistas más sensatos. Me acuerdo otra vez de Javier Pérez Royo —pero podría apelar a Francesc de Carreras— porque ha encadenado dos artículos impecables y cuyo principal destinatario no era el independentismo catalán. El destinatario era el poder del Estado como reo de una culpa democrática grave, que es esconder la cabeza, rehuir el problema, y hacer ver que no pasa nada porque los problemas graves son otros.

Vuelve a ser mentira. El problema catalán es grave y da la impresión de que lo es mucho más de lo que el poder político del Estado entrevé. Escribo desde la voluntad de continuidad de Cataluña en España, pero esa voluntad no puede prosperar ante la ciudadanía catalana de hoy solo por la vía voluntarista, por la inercia o el wishful thinking; no puede consistir solo en resistir creyendo que, un día u otro, todo volverá al orden natural; o porque sí, porque no puede ser de otra manera. Ya no. Hoy ya no basta la resistencia pasiva porque la sociedad catalana ha cambiado: las cosas no son hoy como eran, y precisamente porque no son ni están como siempre, necesitan una respuesta política nueva. No hay un chantaje en marcha, esta vez, sino un cambio de mayorías políticas, sociales y mediáticas que está escondiendo otra realidad también real: la existencia de una amplia base de ciudadanos no independentistas. Y esa invisibilidad es también un problema político.

La continuidad en España no prosperará solo por el voluntarismo, la ilusión o la inercia

Y diría incluso más. La oferta de un nuevo pacto fiscal o atajo por el estilo delataría poca perspicacia sobre el salto simbólico que ha dado ya buena parte de la ciudadanía (y el Govern como tal). Ese gesto, que sería relevante y nada menor, ha perdido oportunidad histórica ante la ciudadanía y a los medios mayoritarios en Cataluña. Ningún responsable de la Generalitat (aparte de Duran i Lleida, pero es que ese es su papel político en la coalición convergente) defendería ese pacto hoy porque se leería como una regresión inaceptable al pasado ya rebasado (y un fraude doméstico de imprevisibles consecuencias). El espectro independentista ha crecido, y ha crecido con medios democráticos (que incluyen el uso abusivo e instrumental de los medios públicos y el efecto contagioso en múltiples medios privados). Cuando ganen por mayorías cada vez más fuertes las sucesivas convocatorias electorales europeas o municipales o autonómicas nadie va a saber qué hacer contra la separación de Cataluña, aunque infinidad de expertos, analistas, empresarios o intelectuales expresen reservas o alarmas frontales.

Si alguien en el poder cree que es preferible mantener a Cataluña en España, y yo lo creo por muchas razones, necesita urgentemente una respuesta política. Y si es verdad que desde el Gobierno del Estado la expectativa natural es seguir contando con Cataluña como parte complicada, rica y díscola, exigente pero fecunda, del Estado, quizá la única respuesta plausible y convincente es asumir la nueva realidad y ofrecer condiciones de legitimidad pactada entre Gobiernos en favor de una consulta con pregunta clara: ¿desea usted que Cataluña se independice de España y se constituya en un nuevo Estado de Europa?

El Gobierno de España podría forzar una consulta así de explícita, de modo que los partidos catalanes y no catalanes, independentistas y no independentistas, deberían convencernos de las razones que respaldan el sí o el no. Y, por descontado, la oferta inteligente y racional de una consulta nada tiene que ver con aceptar un fabulado derecho a decidir. Tiene que ver con la invención de una solución ante un problema político por la única vía para solucionar problemas políticos: política.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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