Incógnitas de un Mozart moderno
De niño prodigio a buscarse la vida como taxista y fontanero, Philip Glass cobra hoy fortunas por sus obras y triunfa con su ópera sobre Walt Disney. Y sigue levantándose a las seis para componer
"Soy ateo, sí. Pertenezco a la tercera generación de ateos de mi familia. No creo que haya una fuerza protectora ahí afuera", dice Philip Glass mientras camina por los pasillos del teatro Real de Madrid. De estatura media, y algo cargado de espaldas, Glass, que cumplirá 76 años el 31 de enero, tiene el aspecto de un sabio distraído, con sus gafas redondas y su simpático desaliño.
Hay en él esa firmeza de convicciones propia de los científicos, y a fin de cuentas, su música tiene algo de alquimia numérica. Glass estudió Matemáticas y Filosofía en la Universidad de Chicago, y sus composiciones son una mezcla de emoción espiritual y frialdad matemática. Una combinación que se manifiesta en su capacidad de ensimismamiento y su agudo sentido práctico. En los ratos perdidos entre los ensayos de The perfect american, en Madrid, ha terminado una serie de piezas para piano que inició hace veinte años.
El tiempo es oro para él. Especialmente ahora que es una estrella. Las mejores orquestas del mundo tocan sus sinfonías y conciertos, y el cine le sigue reclamando para poner música a toda clase de filmes. Glass es un músico consagrado. Un valor seguro. ¿Quién lo hubiera previsto cuando estrenó en 1974 el manifiesto oficioso del minimalismo, Música en doce partes? Una partitura llena de crudas disonancias, de seis horas de duración, calificada de “tortura sonora” por muchos críticos. Dos años después daba la campanada de nuevo, con la ópera Einstein on the beach, creada en colaboración con el director de escena Robert Wilson. Una pieza de cinco horas sin trama alguna que marcó un punto de inflexión en su carrera. A partir de ese momento se abrieron para él las puertas del gran mercado cultural.
En persona, Glass es un tipo directo y nada afectado, sin aparente sombra de divismo. Y eso que él mismo reconoce lo difícil que es encontrar un artista humilde. “Para alcanzar el éxito”, dice, “hay que tener un alto concepto de uno mismo”. Es práctico, como su padre, que regentaba una tienda de discos en Baltimore (Estados Unidos) y se llevaba a casa los que no se vendían —los cuartetos de Beethoven o las sonatas de Schubert, por ejemplo— para dar con la clave de este rechazo. Una música que formó el oído del pequeño Philip, nacido el 31 de enero de 1937, el segundo de los tres hijos de Benjamin y de Ida Glass, descendientes de inmigrantes judíos lituanos. El niño se inició en la música a los seis años y comenzó a componer siendo aún adolescente, confirmando sus dotes de genio “a lo Mozart”.
Glass tuvo una sólida formación clásica, en Baltimore, su ciudad natal, en Nueva York y en París, donde estudió entre 1964 y 1966 con la mítica Nadia Boulanger. De regreso a Nueva York tenía claro que lo suyo era romper esquemas, investigar. Aunque para ganarse la vida tuviera que conducir un taxi o hacer chapuzas de fontanería.
En 1992, el Metropolitan Opera House de Nueva York le pagó cerca de 300.000 euros por su ópera The voyage, dedicada a Colón
Fueron años de vida acelerada. Glass absorbía un torrente de influencias. Entre ellas, la de Ravi Shankar, el maestro de la cítara, con el que mantuvo una larga colaboración. India, un país que conoció en su juventud, le ha marcado decisivamente. Pero fue el Manhattan de los años setenta y ochenta fue donde creció como artista, al calor de una bohemia que incubaba genios como Andy Warhol y Richard Serra.
Para entonces, Glass era ya un hombre casado. En 1965 había sellado su unión con JoAnne Akalaitis, directora y actriz de teatro vanguardista, con la que tuvo dos hijos. En 1980 se divorciaron, mientras comenzaba para Glass un nuevo periodo de búsqueda. Fue dejando atrás el minimalismo (un término que nunca le ha gustado) y abriéndose a un amplio abanico de experiencias. Comenzó una serie de colaboraciones con los artistas más importantes del momento, desde Allen Ginsberg hasta Doris Lessing, desde Lou Reed y Laurie Anderson hasta Leonard Cohen. Su vida sentimental se fue estabilizando. Tras un fugaz matrimonio con la doctora Luba Burtyk encontró la felicidad con la pintora Candy Jernigan.
En 1991, sin embargo, la tragedia golpeó a la familia. Un cáncer de hígado acabó en el plazo de unas pocas semanas con Jernigan. Tenía 39 años. Fue un golpe brutal para el compositor, que tardó una década en superarlo. En 2001 se casaba de nuevo, esta vez con una mujer de negocios, Holly Critchlow. Y dos años después, cuando Glass era ya abuelo, nacía el primero de los dos hijos de la pareja. El músico era entonces una celebridad, y su presencia, cada vez menos frecuente en el apartamento conyugal del East Village neoyorquino. La ruptura parecía inevitable. Desde entonces, a Glass se le conoce una única relación, con la violonchelista Wendy Sutter, también concluida hace un par de años.
Sus dos hijos pequeños son la única variable que altera su metódico calendario laboral. Si faltó a uno de los encuentros con la prensa en Madrid, fue porque tenía que hacerse cargo de ellos. Cuando al fin llegó, nada más bajar del avión, “sin el más mínimo jet lag”, se puso manos a la obra. Le quedan aún muchas piezas que componer para completar su larguísimo catálogo.
Mucho trabajo para un hombre de 76 años. Pero, ¿cómo decir no a los múltiples encargos que le llegan? Sobre todo cuando suelen ir acompañados de sustanciosos cheques. Aunque no es público lo que ha cobrado por The perfect american, una idea del caché de Glass pueden darla los cerca de 300.000 euros que cobró en 1992 por su ópera The voyage, dedicada a Cristóbal Colón, que le encargó el Metropolitan Opera House de Nueva York. Eran tiempos de derroche en los escenarios operísticos. Algo que ha pasado a la historia, incluso para un compositor consagrado como Glass, que, impermeable al éxito, sigue levantándose a las seis de la mañana para sentarse ante el piano. Poco importa que no haya Dios, si existe la música, y puede seguir componiendo.
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