Contra el fatalismo
Es evidente que hay distintas maneras legítimas de defender los intereses de la sociedad catalana
Ni fue casual que coincidieran la crisis económica y la efervescencia independentista en Cataluña, ni es el fatalismo la respuesta de más inteligencia. La mejor respuesta a cualquier pulsión secesionista consistirá en la razón y la palabra frente al fatalismo, tanto el fatalismo del España se rompe como el fatalismo del España no nos entiende. Dar por irrepetible el diálogo que sustentó los instantes más creativos de la concordia hispánica es otra versión del fatalismo. Argumentar siempre es mejor que reaccionar por instinto, del mismo modo que en la sobrecarga emocional del independentismo actual subyace la vasta confusión inscrita en un eslogan tan fatalista como tergiversador: puesto que España no nos quiere y nos trata tan mal, es mejor separarnos y andar por nuestra cuenta, según se dice. La simplificación efectista y engañosa del “España nos roba” es más propia de los orígenes de la Liga Norte de Bossi que de la filiación del catalanismo pactista.
Al comparar el voto del 25-N con la univocidad atribuida a la manifestación del 11-S, resulta que la insatisfacción generada por el factor económico superaba el contenido identitario. Mas ha pagado en votos su improvisación electoral y la irresponsabilidad de atribuir a una insatisfacción económica y social la unanimidad de una ilusión inconcreta. La presunta intuición electoralista devino turbación polarizadora. No conecta con el catalanismo más clásico y capaz de transacciones. Creyó políticamente provechoso ponerse al frente de una catarsis colectiva cuyo impulso, tal vez de menor arraigo del que se le supone, achacaba los efectos erosivos de la crisis económica al Gobierno de España y parecía ignorar los recortes efectuados por la Generalitat. Afortunadamente, ahora recupera espacio la evidencia de que hay distintas maneras legítimas de defender los intereses de la sociedad catalana. El bloqueo mediático instrumentado por CiU está dejando de ser efectivo. El recuento del 25-N es indicativo de una sociedad abierta a su propio futuro, con los temores e incertidumbres propios de una gran crisis económica.
Aunque deje posos de confrontación emotiva, todo pudiera ser algo episódico. También queda denunciada la falacia de que a partir de la manifestación del 11-S la legitimidad democrática estaba en la calle y por eso la legalidad ya era obsoleta. En general, las clases medias aprecian la reforma bien explicada pero castigan la aventura sin argumentación y con garantías inciertas. En la jornada electoral del 25 hubo redistribución del voto independentista y al mismo tiempo había calado una incertidumbre ante la independencia si no quedaba garantizada la permanencia en la Unión Europa. Constituiría una gran paradoja que, después de tantas reafirmaciones del europeísmo de Cataluña, a veces incluso como más europea que el conjunto de España, Cataluña acabase en un limbo, en la antesala de la Unión Europea, lo que exigiría presentar un sistema legal contrastable y unos índices económicos que son sine qua non en la integración europea. Incluso si con una alianza entre CiU y ERC se llegase a un referéndum —legal y pactado, por supuesto— con suficiente mayoría a favor de la independencia, Cataluña no iba a ser el próximo Estado europeo. La lista de optantes es larga y el coste de la espera sería elevado sobre todo después de haber sido parte de la Unión Europea desde el ingreso de España, con todas las ventajas que eso implicó e implica, algo que pertenece a un pasado común.
A 100 años del nacimiento del filósofo Josep Ferrater Mora (1912-1991), recordamos que en Tres mundos: Cataluña, España, Europa (1963) entiende que el catalanismo crea que Cataluña “ha podido ser” pero “no ha sido”, una insatisfacción que revela algo de la propia realidad, pero sin que “romper los lazos” equivalga todavía a “los lazos están rotos”. Lo decía mucho antes de la muerte de Franco, de la Corona como motor del cambio, de la Transición y la Constitución, antes del retorno de Tarradellas y del primer Estatut que aportó a la Generalitat competencias que padres tan conspicuos del catalanismo político como Valentí Almirall o Prat de la Riba nunca hubiesen imaginado. Hablaba también de una inquietud de España, porque el Estado funciona “sobre un cuerpo orgánico donde han estado y están latiendo pulsos a muy distintos ritmos”. Pero no veía tal inquietud como una catástrofe: “Si se aprovecha como es debido, puede dar lugar a una fecunda simultaneidad que solo en apariencia es paradójica: la simultaneidad en el funcionamiento de la diversidad”. No era otro el afán de la Constitución de 1978. Por el contrario, la aventura del nacionalismo mágico inventado por Artur Mas para surfear en la ola emocionalista ha acabado en un fiasco electoral y cediendo espacio electoral a Esquerra Republicana. El ilusionismo instrumentado para lograr tanta confusión tiene muy poco mérito político. Es otra cosa. Sea como sea, persiste un noble argumento: más Cataluña, más España y más Europa. Todo lo contrario de una suma cero.
Valentí Puig es escritor.
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