Las calles por donde no nos dejan pasear
No es inconcebible. Es intolerable. Está pasando lo que estamos viendo: suicidios en España, falta de medicinas en Grecia
Sigmund Freud distinguió una vez entre el duelo y la melancolía. Duelo, explicó, es el dolor, la reacción natural ante la pérdida de un ser amado o de algo más abstracto pero equivalente, como la libertad, la patria, quizá un sistema social que nos pareció razonablemente justo y en el que nos sentíamos cómodos o, incluso, un periódico o una revista al que nos encontrábamos unidos.
La melancolía es cuando ese dolor va acompañado por un sentimiento de culpa, cuando se traduce en reproches y acusaciones propias. Entonces, el estado natural de duelo se convierte en una enfermedad morbosa.
Cuando nos destierran de un mundo que amábamos, es importante pasar el duelo, el dolor y la tristeza, pero también saber que llegará el momento en el que encontremos dónde depositar de nuevo nuestros afectos, nuestro empeño y nuestra esperanza. Que es importante huir de la melancolía que pretende hundirnos en la sensación de que somos “indignos de estimación, incapaces de rendimiento valioso alguno”. Uno de los caracteres más singulares de la melancolía, explicaba el gran Freud, es el miedo a la ruina y al empobrecimiento.
Así nos tienen. Así estamos en los países del sur de Europa, empujados a la melancolía, expulsados de un mundo que creíamos nuestro y que desaparece bajo nuestros pies, mientras intentan que creamos que somos nosotros los que hemos provocado ese dolor y esa tristeza por nuestra falta de sentido. Empeñados en que caigamos en el miedo a la ruina y el empobrecimiento sin esperanza, puesto que, intentan que aceptemos, ese es nuestro propio destino.
Otro profesor judío menos famoso, que se convirtió, sin pretenderlo, en un periodista de rara percepción, Victor Klemperer, se dedicó a observar y a anotar en varios tomos de un diario todo el proceso de deshumanización que le rodeó en la Alemania de la II Guerra Mundial. Klemperer no podía creerse lo que estaba viendo y se preguntaba si debía dudar de su raciocinio, en lugar de cuestionar la realidad.
Cuando lo que pasa alrededor de uno es tan abrumador, parece, hubiera dicho, quizá, el profesor Freud, que es una reacción normal terminar no por censurar la realidad, sino nuestro propio juicio moral. No puede estar pasando lo que está pasando. No creo que estoy viviendo lo que estoy viviendo. Todo esto es mucho más normal de lo que creo, debe ser más lógico y razonable, me equivoco al censurarlo tan radicalmente.
Pues no. Nadie se está volviendo loco. Es la realidad la que supera lo imaginable y es la realidad lo que hay que censurar.
Los griegos enfermos de cáncer que no pueden recibir tratamiento porque han perdido el trabajo y agonizan fuera del sistema sanitario están ahí. Los hospitales griegos a los que ya no llega una potente droga anticancerosa porque la empresa alemana que la fabrica, harta por no cobrar las facturas, ha decidido interrumpir el suministro y aconsejar a los enfermos que “acudan a las farmacias a comprarlas con su dinero”, están ahí. Y esta ahí la obligación del Gobierno griego de pagar, por encima de todo y antes que todo, la deuda que contrajo con los bancos internacionales.
Está ahí la amenaza de una recesión prolongada a lo largo de los próximos años. La Comisión Europea no tiene intención de engañarnos. Nos anuncia que viene otro largo año de pésimos augurios, en el que padeceremos nuevos recortes y ajustes. En el que más griegos padecerán lo inimaginable.
Hagamos el duelo por ese mundo del que nos proscriben, pero sería bueno que nos sacudamos la melancolía cuanto antes. La realidad es Grecia, o los suicidios de quienes no soportan la humillación del desahucio, esa es la realidad como lo eran las calles por las que se prohibió pasear a Víctor Klemperer. Está pasando lo que estamos viendo. Y no es inconcebible. Es intolerable. Eso es lo que tenemos que comprender cuanto antes. Que algunas de las cosas que suceden ante nuestros asombrados ojos son ultrajantes.
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