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Tribuna
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La última oportunidad

Si se le reconoce al pueblo catalán el derecho de irse, la probabilidad de que Cataluña se quede crecerá notablemente

En un artículo publicado en estas mismas páginas a finales del 2009, titulado La penúltima oportunidad, escribía Josep Ramoneda: "Algunos juristas y algunos medios de comunicación tienden a confundir la legalidad con la realidad, como si lo que la ley no autoriza no existiera, por lo menos hasta que la ley cambie. La ley regula la realidad, pero no la sustituye. Por mucho que diga la Constitución, no hay ley que pueda negar que una amplia mayoría del Parlamento catalán considere que Cataluña es una nación". Y concluía con un vaticinio obvio, que se ha cumplido milimétricamente: "Si el pacto político del Estatut se frustra y no se encauza por otras vías, el independentismo se consolidará en Cataluña y el riesgo de polarización será alto".

Una parte importante de la sociedad y la política españolas no entendieron —o no quisieron ver— que con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut el pacto constitucional de 1978 quedaba casi roto en Cataluña, falto de la mínima autoridad que toda Constitución necesita para ser efectiva, por más que esté en vigor. El recurso del PP y la sentencia abrieron un peligroso conflicto de legitimidades: enfrentaban la voluntad democrática del pueblo catalán, expresada en el referéndum de aprobación de un Estatut previamente votado en Cortes, con el ordenamiento constitucional. La misma Constitución que en su momento recibió un apoyo mayoritario de los catalanes, ahora, para muchos de ellos, quedaba secuestrada por una lectura extremadamente restrictiva, muy alejada del espíritu de la Transición, hecha por un tribunal partidista que actuaba más bien como tercera cámara. Y, por tanto, dejaba de valer.

De todo nuestro edificio constitucional, la posibilidad de que el Constitucional modifique un Estatuto aprobado previamente en referéndum es, probablemente, la pieza peor diseñada. Y fue en base a este fallo garrafal del diseño constitucional que se cuestionó la voluntad democrática de una sociedad como la catalana que —aunque no sea reconocida legalmente como un sujeto de soberanía separada— se considera a sí misma nación de un modo muy mayoritario. Dicho metafóricamente, el buque constitucional se empotraba contra el demos catalán por el punto más débil del casco: no es extraño que, de este choque, la damnificada fuese la Constitución, tanto o más que las aspiraciones catalanas expresadas en el Estatut.

La posibilidad de que el Constitucional modifique un Estatuto aprobado previamente en referéndum es, probablemente, la pieza peor diseñada

Antes de la sentencia, una gran parte de los catalanes podía aceptar que Cataluña forma parte de España porque así lo establece la Constitución. A partir de entonces, esta razón dejaba de ser suficiente. De ahí a la necesidad de un referéndum hay solo un paso. Después de la sentencia, una amplia mayoría de sus ciudadanos considera que Cataluña sólo tiene que seguir en España si así lo deciden ellos mismos libremente.

Hoy el independentismo es una marea que crece en Cataluña de modo indiscutible, tanto o más abundante entre las clases medias y trabajadoras y entre los intelectuales de izquierdas que entre las clases acomodadas y el pensamiento conservador. A mi entender, a España sólo le queda una oportunidad para evitar la separación: poner sobre la mesa una nueva Constitución, que sustituya el hoy maltrecho pacto de 1978 y que dibuje un modelo territorial inequívocamente federal, que asuma plenamente la plurinacionalidad del Estado y, por tanto, la asimetría.

Una Constitución cuyas líneas maestras, en lo que se refiere a Cataluña, serían: su reconocimiento como nación; un déficit fiscal razonable, de no más del 4 o 5 % del PIB; una distribución de competencias clara, basada en el principio de subsidiariedad y en la cláusula dispositiva; el establecimiento de unos principios que rijan y justifiquen la asimetría competencial entre las distintas comunidades federadas; un Senado verdaderamente federal, pero compatible con un alto grado de bilateralidad en las relaciones entre Cataluña y el gobierno central; el reconocimiento del catalán como lengua oficial del Estado y, por tanto, su uso normalizado en las principales instituciones del mismo; una inversión en infraestructuras territorialmente equilibrada; un poder judicial estructurado federalmente; y algún elemento simbólico, como sería distribuir las instituciones del Estado entre las distintas capitales del país —de modo que Barcelona fuera sede, como mínimo, del Senado—.

A España sólo le queda una oportunidad para evitar la separación: poner sobre la mesa una nueva Constitución, que sustituya el hoy maltrecho pacto de 1978

Pero, sobre todo, este nuevo pacto constitucional debería reconocer y blindar jurídicamente eso que algunos llaman derecho de autodeterminación y otros derecho a decidir: la posibilidad de elegir la libre adhesión a esta España federal o separarse de ella para constituir un nuevo Estado. Hay quien considerará que el reconocimiento de este derecho va mucho más allá del federalismo, en tanto que rompe la unidad de la soberanía; se dirá que es un elemento más propio de un modelo confederal y que ambas cosas —federalismo y confederalismo— son incompatibles. Se podría replicar que hay una cierta concepción del federalismo que entiende la federación como "unión en libertad".

Pero, más allá de las cuestiones terminológicas, la regulación constitucional de este derecho, en el caso de España, es una pieza imprescindible para asegurar que el modelo federal funcione correctamente. Porque en un país que ha demostrado sobradamente una notable falta de cultura federal, el derecho de las partes a abandonar el conjunto sería la única garantía de que el pacto federal es respetado. Intuyo que este es el único motivo por el cual una mayoría de catalanes, a estas alturas, podrían acabar apostando por una nueva Constitución. Dicho paradójicamente: el reconocimiento de la posibilidad de irse sería el mejor incentivo para quedarse, porque sólo un “federalismo con garantías” podría recabar apoyo suficiente en Cataluña. Y la única garantía fiable es, en las actuales circunstancias, el derecho a decidir.

Este nuevo pacto constitucional debería reconocer y blindar jurídicamente eso que algunos llaman derecho de autodeterminación

Para un porcentaje no desdeñable de los catalanes el pacto federal es todavía su primera opción, en lo que a las relaciones con España se refiere. Pero, entre éstos, no todos asumen el status quo constitucional como segunda opción en su lista de preferencias. Muchos de quienes todavía apuestan por el federalismo, si el dilema se plantease en términos de status quo o independencia, elegirían esta última. Por ello, si una nueva Constitución federal se revelase imposible, no es en absoluto descartable que un eventual referéndum de autodeterminación se resolviese con una mayoría independentista bastante cualificada. Y, si un día la independencia cuenta con un apoyo muy mayoritario en Cataluña, tendrá muchas posibilidades de prosperar, más allá del estatus legal del referéndum por medio del cual se haya expresado esta amplia mayoría.

De ahí que España, en este momento trascendental de su historia, posiblemente se esté enfrentando a una incómoda paradoja, de la que quizás no sea plenamente consciente: si le reconoce al pueblo catalán el derecho de irse —esto es, si constitucionaliza el referéndum que le permite bien la libre adhesión, bien la secesión— la probabilidad de que Cataluña se quede crecerá notablemente; pero si le niega este derecho, lo que aumentará considerablemente es la probabilidad de que Cataluña se vaya. ¿Sabrá España comprender una paradoja tal y darle una respuesta inteligente, a la altura de los tiempos?

Antoni Comin i Oliveres es profesor de ESADE (Universitat Ramon Llull) y exdiputado del Parlament de Catalunya por el grupo PSC-CpC.

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