Luces largas para recuperar energía
La estrategia energética debe ser a largo plazo para reforzar la seguridad de suministro, avanzar hacia la descarbonización y conseguir que sea un factor de competitividad generador de empleo y de base exportadora
No es posible hacer política energética sin una estrategia a largo plazo. Este sector no es apropiado para las improvisaciones, el regate en corto, los parches o el “tente mientras cobro”. El modelo energético evoluciona muy lentamente. Las inversiones, muy elevadas y muy intensivas en capital, tardan muchos años en madurar y en ejecutarse, y décadas en amortizarse. Y la sustitución de los combustibles fósiles hará que en el futuro sea aún más intensivo en capital, y utilice tecnologías que serán, al menos transitoriamente, más caras. Su financiación se dificulta por la incertidumbre tecnológica, porque las innovaciones pueden acelerar su obsolescencia, y por riesgos de mercado que pueden alterar los precios de las diferentes energías primarias.
La estrategia energética debe marcar los objetivos de largo plazo, para reforzar la seguridad de suministro, importante para un país sin recursos fósiles situado en la periferia de Europa; para avanzar hacia la descarbonización, reduciendo la dependencia de los combustibles fósiles, que todavía representan casi un 80% de nuestro suministro energético; y para conseguir que el sector energético se convierta en un factor de competitividad y en soporte de un sistema tecnológico-industrial generador de empleo y de base exportadora. La definición de esa estrategia, su concreción en un itinerario, y el marco regulatorio básico en el que deben desenvolverse los agentes requiere, para asegurar su coherencia y su estabilidad, un amplio consenso político que no debiera ser difícil de alcanzar, al menos entre las fuerzas con vocación de gobierno. Los inversores deben gestionar los riesgos tecnológicos y de mercado, pero no debieran añadirse riesgos regulatorios.
Deben tenerse muy en cuenta, a mi juicio, dos orientaciones estratégicas básicas para avanzar en esos objetivos de la política energética: primero, el ahorro y la eficiencia energética, que reduce la dependencia y las emisiones de CO2, mejora la competitividad de la economía, sustituye importaciones y puede devenir en la contribución más importante a la actividad económica y el empleo de un sector con exceso de capacidad instalada.
La electricidad es el input energético de la sociedad de servicios, información y conocimiento
Y, segundo, una estrategia sostenida de electrificación de la economía, incluido el transporte, porque la electricidad es el input energético de la sociedad de servicios, de la información y del conocimiento, la vía para mejorar la calidad ambiental de las ciudades, y sobre todo el eje de la descarbonización, porque utilizamos las renovables a través de la electricidad. Esta orientación estratégica condiciona las prioridades para el desarrollo tecnológico: renovables, almacenamiento, redes inteligentes y de gran capacidad e interconexiones entre subsistemas eléctricos.
En España hay un sector eléctrico muy diversificado y renovado, referente mundial en la integración de renovables. Pero tenemos exceso de capacidad, consecuencia de las fuertes inversiones en ciclos combinados y en renovables a partir de expectativas de crecimiento sostenido de la demanda superior al 2% que la crisis ha truncado, haciendo retroceder el consumo de 2012 a niveles de 2005. Así, la demanda que en la primera mitad de la pasada década se preveía para 2011 probablemente no se alcance hasta 2020, lo que hace innecesarias inversiones relevantes en nueva capacidad de generación hasta finales de esta década. Esta menor demanda significa, a los precios actuales, 5.000 millones de euros menos de ingresos y, en un sector con elevados costes fijos y muy bajos costes variables, mayores costes unitarios. Ello explica una parte del desequilibrio entre costes e ingresos, y la dificultad para atenuarlo pacíficamente porque, como decía mi madre, “donde no hay harina todo es mohína”.
La segunda es que tenemos un mix caro por varias razones. Porque tenemos unas centrales construidas antes de la liberalización a las que el mecanismo de transición a la competencia aseguró la plena recuperación de sus inversiones sin establecer cuál debía ser su tratamiento una vez que lo consiguieran, y hoy son retribuidas por el coste de la tecnología marginal. Porque hemos desarrollado algunas renovables con un ritmo excesivo para su madurez tecnológica, sin mecanismos adecuados para controlar su implantación, favorecer el desarrollo industrial y reducir el sobrecoste para los consumidores. Y porque tenemos costes adicionales, incentivo al carbón nacional y sobrecostes de los sistemas eléctricos extra peninsulares, que es discutible si deben ser soportados por los consumidores eléctricos o por los contribuyentes como expresión de solidaridad del conjunto de los españoles. Como es discutible si las primas a las energías renovables deben recaer íntegramente sobre los consumidores eléctricos o también sobre otros consumidores de energía. En la medida en que recae sobre el sector eléctrico la responsabilidad principal en reducir la dependencia de los combustibles fósiles por razones ambientales y de seguridad de suministro, tiene sentido que el sobrecoste temporal de ese esfuerzo sea compartido por otros consumos energéticos, para no deteriorar la competitividad relativa de la electricidad respecto de esos otros consumos que precisamente se desea sustituir.
En este contexto, el proyecto de ley de medidas fiscales en el ámbito del gas y la electricidad es un parche más en un modelo regulatorio que hace aguas. Es una fiscalidad arbitraria, distorsionadora de las decisiones de los agentes y de las señales del mercado, y desequilibrada en el reparto de la carga. No es fácil identificar una lógica regulatoria, económica o ambiental en la nueva fiscalidad, más allá de aliviar la presión sobre los peajes trasladando el coste a la generación para que las subidas de precios no aparezcan como decisiones del regulador sino del mercado, y ni siquiera se asegura que esa nueva recaudación fiscal, que en sus cuatro quintas partes terminará soportada por los consumidores, contribuya a reducir el déficit de tarifa.
Hemos desarrollado algunas renovables con un ritmo excesivo para su madurez tecnológica
Necesitamos un itinerario con más horizonte y más ambición. Es preciso reformular nuestro mercado eléctrico, no para dar marcha atrás y renunciar a los beneficios de la competencia, sino porque no es adecuado para el mix de generación que ahora tenemos —y mucho menos para el del futuro—, con presencia creciente de tecnologías primadas de bajo coste marginal, que convierten en ineficiente un mercado que no resuelve el problema de hacer rentables centrales térmicas que funcionan muy pocas horas pero que son necesarias como respaldo a la variabilidad renovable. Además, proporciona una retribución inadecuada a las centrales construidas antes de la liberalización que se encuentran en extensión de vida, está distorsionado por los incentivos al carbón nacional, y no incorpora una contribución relevante de la demanda a los equilibrios del sistema. Debemos aprovechar los beneficios de la competencia en el desarrollo de las energías renovables y asegurar que nuestras redes son suficientemente capaces e inteligentes como para gestionar una generación más distribuida y de gran variabilidad en su aportación en función de las condiciones meteorológicas y una demanda con más capacidad de respuesta a los precios de cada tramo horario.
Nuestro país ha conseguido en los últimos 20 años convertir la energía eólica en una apuesta exitosa tanto desde el punto de vista energético como industrial y económico, sin tener más viento que otros y con la dificultad añadida de un sistema eléctrico casi aislado del europeo que obliga a gestionar internamente la variabilidad de la aportación eólica; y tiene todavía recorrido por delante. En la energía solar contamos con el mejor recurso de Europa, pero su desarrollo debe hacerse a un ritmo compatible con el equilibrio de un sistema con exceso de capacidad, que permita internalizar al máximo los beneficios tecnológico-industriales de su desarrollo y evite que su coste grave onerosamente la competitividad de nuestra economía.
Esa hoja de ruta debe propiciar un amplio acuerdo sobre política energética que proporcione un horizonte y una base regulatoria estable y que fortalezca la competencia en el sector. Y debe incorporar un acuerdo sobre cómo distribuir entre empresas, contribuyentes y consumidores, tanto eléctricos como energéticos en general, y entre consumidores actuales y consumidores futuros, los costes de nuestra senda hacia un modelo energético más robusto, más competitivo y mucho más limpio.
Luis Atienza Serna ha sido presidente de Red Eléctrica de España.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.