Gallardón y la subversión del lenguaje
El titular de Justicia legisla y, además, se apropia del medio con que nos defendemos
¿Es posible ser el ministro más valorado representando al ala ultraconservadora del país? ¿Es viable emprender una reforma sobre un asunto que afecta a las mujeres sin contar con ellas? ¿Es verosímil ser el ministro que más satisfecha tiene a la Conferencia Episcopal y pertenecer a la vez a esa extraña minoría del Partido Popular que apoyó el matrimonio homosexual? Sí, este personaje se llama Alberto Ruíz Gallardón. Y créanme cuando les digo que estos malabares políticos tienen que ver en gran parte con su extraordinaria habilidad para el arte del lenguaje. Posiblemente ha entendido como ningún otro que la lucha por el lenguaje es una cuestión de poder. Pero vayamos por partes.
Primero llegó a este país la despenalización de varios supuestos de aborto. Con ella parecía que se había concedido a las mujeres algo más que el mero derecho a decidir; también la posibilidad de que ellas pudieran hablar por sí mismas. Esto que parece tan obvio puso de manifiesto que cuando ciertos temas se convierten en un mero cálculo jurídico de derechos y libertades se tiende a olvidar una cuestión más profunda: la absoluta desconexión que se produce entre las voces de las implicadas, y los términos que definen el debate público al uso.
Las mujeres necesitábamos cambiar el lenguaje y hablar de nuestras experiencias. Hacer emerger nuestra propia voz ante un tema que nos afectaba. Por aquel entonces mucha gente no entendió que llevar una decisión privada a la discusión pública implicaba politizarla en sentido de darle visibilidad desde una resonancia diferente; la de las voces concernidas. Y de paso, salir de la perspectiva institucional sobre la que con frecuencia se plantean ciertos asuntos (especialmente los que atañen a mujeres), y dar cancha a un espacio de la sociedad civil que pudiera decidir qué cuestiones se politizan y cuáles no, y en qué términos.
Pongamos el ejemplo de la violencia de género. Desde hace bien poco se entendía que esto era un asunto que afectaba a la esfera de las relaciones personales e íntimas, hasta que algunas mujeres le dieron publicidad. El hecho de articular sus experiencias íntimas bajo un lenguaje social y político nos hizo entender a todos que esto tenía una dimensión política que era necesario visibilizar. Nos hizo involucrarnos a todos, llevarlo a ese espacio común del interés general. Y hacerlo desde una voz diferente, desde una visión más conectada con las experiencias e ideas de las personas involucradas para tomarse en serio lo que ha de ser un proceso de cambio; el proceso de escuchar algo nuevo, una forma diferente de hablar.
Otro tanto ocurrió al promulgarse la segunda ley sobre el aborto en España en el 2010, en la que ya no se hablaba de “despenalización del aborto”, sino de “interrupción voluntaria del embarazo”. La revisión crítica de este vocabulario básico suponía que el aborto dejaba de verse como delito, para entenderse como elección. Comportaba, en suma, la entrada de otro lenguaje, y en consecuencia, el acceso a otro universo simbólico con las implicaciones que esto tiene en la producción de nuestra subjetividad, de nuestra capacidad de acción y de pensamiento. Se había tomado conciencia de esa necesidad de nombrar con nuestras palabras aquello que nos afectaba.
Se mantiene el viejo orden con la misma terminología usada para transformarlo
Tras el proceso de escucha, gradualmente se van poniendo palabras a significaciones sociales que orientan la solución en una u otra dirección; nos hacen ver las cosas de forma alternativa. Por eso, perder la voz implica perder la perspectiva sobre las cosas. Distorsionar nuestra propia percepción sobre la realidad. Creo que las mujeres lo entendimos muy bien. La importancia de salir de una retórica en la que vocablos como religión, asesinato o derechos habían ganado más terreno que otros como responsabilidad, libertad de decidir o igualdad de oportunidades. Porque en esa retórica de la religión y del asesinato muchas mujeres oían el sonido de una disociación, sentían no reconocerse, experimentaban la abdicación de su propia voz. Una abdicación que se había proyectado externamente en su ramificación legal y en un debate público que nada tenía que ver con lo que ellas experimentaban, oían o hablaban.
Una vez que ha sido posible cambiar el nombre de las cosas, entrar en un nuevo orden simbólico, la batalla por el lenguaje entonces consiste en la posibilidad de reapropiarse de ciertas significaciones y códigos con el fin de subvertirlos. Y esto parece que lo ha entendido muy bien nuestro ministro de Justicia, Alberto Ruíz Gallardón.
Su reforma no debe leerse simplemente como la eliminación del aborto eugenésico. Más allá de eso, Gallardón ha hecho una confusa apropiación de términos progresistas como igualdad de oportunidades, para dotarles de un contenido reaccionario y legitimar sus medidas. Con el uso de expresiones como “violencia estructural contra las mujeres” o igualdad de oportunidades, Gallardón parece que está diciendo “os como el terreno dentro del marco de vuestro propio lenguaje”. No puede negársele el mérito de haber entendido de manera magistral el poder de hacer cosas con palabras. Un poder que es casi mágico, y mucho más efectivo que cualquier acto de autoridad. Porque quienes ejercen este poder pueden construir la verdad, pueden imponer una visión del mundo determinada y hacernos pensar que “la violencia estructural contra las mujeres” se ejerce cuando se da la oportunidad a estas de decidir responsablemente sobre sus vidas. La posibilidad de abortar, tal y como Gallardón la presentó, era la causa de una violencia estructural que las conducía irremediablemente “al crimen”.
Con este forcejeo del lenguaje, con esta “violencia” sobre las palabras, el ministro nos había mostrado una vez más que es posible mantener y reproducir el viejo orden utilizando la misma terminología que sirvió para transformarlo. De manera que ahora, bajo el baluarte de lo que de verdad implica el derecho a decidir libremente, las mujeres otra vez tendrán que dar cuenta de los motivos de su decisión, como menores de edad sobre las que recae la eterna sombra de la sospecha. El ministro ha sabido utilizar de una forma tan descarada la estrategia de apropiación del lenguaje que incluso ha llegado a afirmar que “reformar la ley del aborto era lo más progresista que había hecho en su vida”.
A parte de haber actuado como el campeón de la emancipación de las mujeres, desde una actitud autoritaria y paternalista que anula a las implicadas porque el ministro sabe lo que necesitan, Gallardón ha sido capaz de tomar conciencia del poder del lenguaje para conformar la realidad e imponer su propia visión sobre el mundo. Y, además -¡bravo!- desde la fuerza de esta inversión estratégica y política; desde el giro de tomar la palabra con la que el lenguaje reivindicaba esa voz diferente.
Se me podría decir que las palabras no tienen dueño o un sentido natural que defina su contenido. Y ciertamente es así, pero sin un referente que las sostenga, todo vale. Sin esos espacios de resistencia dentro de los discursos dominantes, la verdad o falsedad de las cosas dependerá siempre de quien tenga el poder de definir. A nuestro ministro no parece bastarle con el poder de legislar para anularnos un derecho ya conquistado; pretende apropiarse también de los medios con los que lo defendemos y justificamos.
Mariam Martínez-Bascuñán es profesora de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid.
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