Jamie Oliver, en la hoguera dietética
De dios de lo sano a satán de la grasa: así se podría describir la evolución de Jamie Oliver y su imagen mediática en Estados Unidos. El cocinero británico más popular del planeta acaba de recibir un correctivo por parte de una asociación médica de aquel país, que ha premiado el libro Las comidas en 30 minutos de Jamie como uno de los cinco más perjudiciales para la salud de 2012.
El cuerpo del delito es un sándwich-bomba de albóndigas que, según el Physicians Commitee for Responsible Medicine (PCRM), contiene más del doble de colesterol, sodio y grasas saturadas que un Big Mac. Compuesto por ternera picada, panceta, queso y una tímida representación del reino vegetal en forma de col lombarda, ha sido bautizado por la prensa como "el bocata del ataque al corazón".
El hecho no tendría mayor relevancia si Oliver no se vendiera a sí mismo como un cruzado de la alimentación saludable. El telechef lleva un par de ediciones de Food revolution, un programa en el que trata de convencer a los estadounidenses de que abandonen los donuts y las lasañas congeladas en beneficio de los productos frescos. Una doctrina que no parece encajar demasiado con un bocadillo de carne de 1.182 calorías la unidad.
Aparte de las virtudes o defectos nutritivos de la receta, veo algo de revanchismo en la decisión del PCRM. O, mejor dicho, en la entusiasta difusión de su varapalo por parte de muchos medios estadounidenses. Es como si le dijeran: "Tú, un arrogante europeo, viniste a darnos lecciones de lo que debemos comer, y ahora resulta que también a ti te gusta ponerte hasta las trancas de grasaza animal. Te hemos pillado".
Como autor ocasional de recetas hipercalóricas, he de mostrar mi solidaridad con Jamie. No solo le admiro por su arte al meter el dedo en la cazuela cuando cocina, sino que reivindico su derecho a incluir algún que otro plato subidito de grasas en sus libros o programas de tele. Dudo que unas albóndigas puedan matar a nadie, siempre que no sea tan imbécil de comerlas con frecuencia o en cantidades industriales.
Pienso, además, que la ola anti-Oliver es otra muestra del fanatismo dietista de las últimas décadas, cuyo efecto rebote no ha hecho más que favorecer la epidemia de obesidad. Basta de infantilismo: los cocineros no son médicos ni trabajan para el Insalud. Que publiquen lo que quieran, y que los lectores tengan el suficiente sentido común para seguirles o no en función de sus circunstancias.
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