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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Anhelo de justicia

El escritor e historiador mexicano Enrique Krauze lleva algún tiempo especializándose en el retrato de grandes hombres -y alguna vez mujeres, entre Plutarco y Carlyle-, en este caso no solo de México sino de toda América Latina. Con el hilo conductor de lo que califica de cualidad redentora de ciertos personajes, ha reunido una docena de semblanzas, dispuestas en orden cronológico, de ayer a hoy, que forman una extensa panorámica de quien goza o padece ese convencimiento, pretensión o despliegue de la personalidad tan próximo a la noción de caudillismo, que parece hallarse profundamente enraizado en el soma latinoamericano. En una primera aproximación identitaria contabilizamos en esa docena de apóstoles a cuatro mexicanos: José Vasconcelos, el pedagogo que quiso ser político; Octavio Paz, gran magíster de la cultura en español y no solo mexicana; el obispo Samuel Ruiz, transmigración chiapaneca de fray Bartolomé de las Casas, y el guerrillero posmoderno subcomandante Marcos; dos argentinos: Eva Perón, la frágil pasionaria del Río de la Plata, y el Che Guevara, paleo-guerrillero e icono universal; dos peruanos: José Carlos Mariátegui, inventor de un marxismo indigenado, que algo debería decirle al boliviano Evo Morales, y el último Nobel de Literatura en castellano, Mario Vargas Llosa; y, a uno por país, José Martí, el primer gran pensador político después de Bolívar, cubano; José Enrique Rodó, el primer gran pensador cultural de ese mismo mundo y segundo de nadie, uruguayo; Gabriel García Márquez, el novelista sobre cuyas espaldas se edificó el boom de la literatura latinoamericana, colombiano, y Hugo Chávez, el fundador del chavismo neo-bolivariano, de Venezuela. Son, además, siete los escritores que, como justificación vital o instante alimenticio, incursionaron en la política; tres políticos, que desde la guerrilla pensaron o hicieron -hace todavía uno de ellos- política; un religioso que postulaba la subversión con dudas y sudores, y una única mujer, Circe del populismo, y encarnación del liderazgo, puro, sin adjetivos. Pero Krauze no se limita a retratar a sus redentores, ni a situarlos en su contexto político, intelectual e histórico, sino que dibuja la plenitud del personaje en su tiempo; así, la aproximación a Octavio Paz, que domina no solo por extensión este paisaje con figuras, sino, verosímilmente, por la empatía que el autor siente por una trayectoria y un final de partida similares a la suya propia, constituye, junto con la recordación de Vasconcelos, un verdadero esquema de la historia de las ideas políticas en el México contemporáneo. Inevitablemente, la reunión de 12 personajes que algo tienen en común, pero responden a experiencias tan distintas, provoca irregularidades de interés y dedicación. Santa Evita, como el autor no oculta, le debe más que a nadie al desaparecido Tomás Eloy Martínez, el mayor cronista que ha habido del peronismo, a la vez que novelista y reportero, y cabe que los cuatro mexicanos aquí reseñados denoten esa mayor proximidad y convergencia del autor, tanto en la coincidencia como en el disentimiento.

Redentores. Ideas y poder en América Latina

Enrique Krauze

Debate. Barcelona, 2011

547 páginas. 24,90 euros

Los distintos tipos de redentorismo, de fuerte impronta paracatólica, están admirablemente caracterizados. Martí es el redentor místico devorado por un hambre de acción para la cual estaba insuficientemente preparado; misticismo que encontramos asimismo en aquella señora de Perón, que supo inspirar en las masas una fe de dimensiones guadalupanas. En el autor de Ariel, Krauze identifica el nacimiento con partida de bautismo en Montevideo del nacionalismo cultural latinoamericano -que había sido ya político en Martí- y tiene su prolongación con un marxismo teñido de cobrizo en Mariátegui, el primer autor del siglo que piensa en el indio como sujeto político activo; y otro tanto en el Che, el profeta armado, cuyo comunismo idiosincrásico no podía caber dentro de la prisión del castrismo, y, por último, en la ambición de ser suma y compendio de todos los demás dramatis personae de la obra, en Chávez. En Vasconcelos predomina el redentorismo educador y mesiánico, no ya cósmico como en los años veinte, sino hispano-céntrico en su decaer de los cuarenta; que se prolonga en la humildad franciscana del prelado de Chiapas, que, abrazado por la teología de la liberación, se muestra menos interesado en la construcción democrática de México que en la solución del problema indígena en la selva Lacandona; caracterización que cuadra también al subcomandante. Y restan tres grandes escritores, a la vez que políticos ocasionales. Paz es un espeleólogo-poeta que bucea en busca de la identidad nacional, sin dejar de proyectarse como "contemporáneo de todos los hombres" -preferentemente, franceses, sin embargo-; Gabo, el escritor cuyo primer regalo familiar fue un diccionario, lo que no le impidió romper las barreras de la literatura más formal de la primera mitad del siglo, despliega en su obra un ardoroso anti-imperialismo que apenas es complementario, y, por último, Vargas Llosa, donde el camino de redención se hace formalmente democrático, con destino final, como ocurre en el caso de Paz, en el liberalismo de la socialdemocracia. Pero, más allá de una taxonomía urgente, cada uno tiene o ha tenido algo de los demás: mística, acción, mesianismo, marxismo, guerrillerismo, anti-imperialismo, y anhelo de alguna forma de justicia y democracia. Si acaso es el indigenismo lo que conecta, separadamente, a algunos de ellos -Mariátegui, Ruiz y Marcos- al tiempo que aparece solo en abstracto, y de ninguna manera por razones obvias en Evita, en todos los restantes. Tras la lectura de Redentores uno podría anticipar en Krauze una futura historia intelectual de América Latina, a la que ha ido aproximándose como en una reacción en cadena. En el mundo iberoamericano, aun en su parte más hispano-gaseosa, las identidades son sin duda múltiples, y el Zócalo mexicano dista varias civilizaciones del barrio de Palermo en Buenos Aires. Pero ese es el reto en el excelente trabajo que aquí se reseña.

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