Lynda Nicholson-Price, musa, poeta y traductora
Nacida en septiembre de 1943 y fallecida de repente el pasado 16 de enero, Lynda Nicholson-Price será, mientras vivamos quienes hemos tenido la fortuna de tratarla, una de esas mujeres que vivieron luminosamente en la sombra. Compañera de un artista plástico humilde y serio, y consecuente como pocos, Lars Pranger; madre de otra no menos valiosa, Emily, y de un escritor como Carlos Pranger, Lynda tuvo a bien ser, durante toda la segunda mitad del siglo XX, una mujer con una capacidad de acogida extraordinaria, primero en la costa malagueña y luego en la Alpujarra de su adopción.
Alma máter de Al sur de Granada (la película de Fernando Colomo, de 2003), dinamizadora de su entorno de extranjeros afincados con firmeza en lo más recóndito de Andalucía, traductora impecable -al inglés- de Juan de la Cruz -de la Noche oscura del alma, nada menos- y de Neruda; autora de poemarios como El laberinto de Ariadna (2008), de cuentos infantiles o de guiones cinematográficos, por ejemplo sobre los momentos estelares de Lord Byron, Lynda nos deja en la flor de la edad tras haber ayudado a que floreciesen muchas edades, no solo la suya, pendiente siempre de los demás.
Pasó junto a Gerald Brenan los últimos años de la vida del hispanista
Pasó a inglés la 'Noche oscura del alma', de Juan de la Cruz
Inmersa en toda la polémica mediática -ya olvidada, por fortuna, en primer lugar por ella misma- que rodeó la vejez del hispanista Gerald Brenan, al que cuidó como nadie en sus últimos años, además de ser albacea de buena parte de su obra, Lynda supo lidiar con la prensa con discreción, con los amigos con afecto, con sus compatriotas con tacto, con los españoles que la acogimos con amistad, con las generaciones futuras con cariño, con las pasadas con tiento, de una manera nada corriente. Y con la presión política de aquellos no tan limpios, aunque bienintencionados años ochenta, lidió como pocos.
Entre sus almendros alpujarreños, a la vista de quien supiera ver lo que había que ver en aquella España ochentera, no tan disímil de esta, o igual de cutre, Lynda dio una lección de integridad constante, contra viento y marea.
Hablar de ella es hablar de sus ojos de topacio quemado, de su pelo largo e irredento, casi de cuento nórdico; de una manera de estar en el mundo que la hacía mirar la literatura desde dentro, como si estuviera en contacto natural con los secretos y abismos que al resto de los mortales se nos escamotean hasta el punto de la jaqueca y la mordedura de la página.
No es extraño que su vida transcurriese al lado de Brenan, de Lars. Lynda no era una musa ni una colaboradora, en el sentido estricto y aniquilador de la palabra. Formaba parte de una categoría más viva y literaria, si cabe. Parecía residir y vive aún en el núcleo del poema, o mejor dicho, en el latido que lo propiciaba y que hacía posible el encuentro, tantas veces mal rimado y fraudulento, del ser humano con la gracia.
Su muerte, partida de pájaros, nos ha hecho pensar en una fragilidad que muchos confundíamos con una cualidad propia de la música, del aire. Sin duda, también lo era, pero había en ella una hermosura de gravitaciones múltiples, irremediablemente celeste y trágica. De la mujer que cuidó a Brenan nos quedará su humanidad ilimitada, su trato exquisito, su gracilidad de nota de violín y temblor de papel en las tardes lluviosas de la Alpujarra, la certidumbre de encontrarla en Emily, en Lars, en Carlos Pranger, en cada texto que escribamos y que ella también escribe, sentada en paz a su modo allí donde todo empieza y todo acaba.
Lucas Martín es periodista y Miguel Martínez-Lage es traductor.
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