La gaviota vuela alto
Quieren saber por qué la gente va al teatro? Porque cuando es bueno es uno de los escasísimos sitios donde nos van a decir la verdad. Mejor: es un lugar cuyo puro objetivo es la construcción de la verdad. Sin mesianismos, por pura supervivencia: si no eres verdadero estás muerto, la gente se va, se acabará yendo. ¿Por qué es tan bueno (o sea, tan verdadero) el montaje de La gavina (La gaviota) que David Selvas ha dirigido en la Villarroel / Grec? Para empezar, la adaptación de Martin Crimp, que concentra el texto en dos horas sin dejar fuera nada fundamental, es tensa y tersa; y viva y sin sombra de retórica la versión catalana de Cristina Genebat. La puesta de Selvas esquiva la eterna tentación de los directores jóvenes (y no tan jóvenes): echar la firma, ponerse por encima del texto. Aquí hay claridad expositiva y nitidez de sentimientos. Aquí se escucha el texto, se hace escuchar, porque hay un director y unos actores que lo sienten y lo respetan, y que quieren, todos juntos, comunicar ese mosaico de historias sobre el paso del tiempo como aniquilador de ilusiones y esperanzas, sobre las oscilaciones del corazón y los malentendidos de la existencia. La escenografía, de Glaenzel y Cristiá, es sencilla y, que Dios les bendiga, útil. Una casa de campo. En primer término, un porche con algo de cuarto trastero. Una tabla de pimpón hace las veces de mesa. Sillas desparejadas. Artilugios de pesca. Al fondo, separada por una puerta vidriera y una cortina de tiras metálicas, la cocina, ni muy lujosa ni muy pobre. Hablemos de los actores: parece que realmente sean una familia (o dos: los Sorin y los Shamraev). Todavía mejor: aquí hay química. Lo diré más claro y disculpen la crudeza: a diferencia de otros montajes, aquí se advierte que casi todos los personajes han follado, y los que no lo han hecho llevan el deseo en la cara. Anhelo de sexo, anhelo de amor, anhelo de vida, otra vida, distinta, plena. No son criaturas lánguidas y filosofantes, como tantas otras veces. Otra cosa que me seduce de esta compañía: el modo que tienen todos de "estar en plano", es decir, de seguir en situación, seguir mirando, seguir sintiendo, aun cuando están a un lado, al fondo de la escena, sin frase. El trabajo conjunto recuerda a una partida de billar americano jugada por expertos: parece que cada bola va a su aire pero avanzan como misiles, con su línea trazada hacia la carambola múltiple. Por orden de aparición, ahí tenemos a Masha. María Rodríguez, novísima en esta plaza. Atención a ella. Masha, adolescente pura, "de luto por su vida", perdidamente enamorada de Kostia. Esos ojos, ávidos, desolados, "con un eléctrico ardor". Y, en la segunda parte, ya casada, esas miradas de desdén y de soslayo hacia el pobre Medvedenko. Sobra un detalle: el temblor casi constante de la mano al aferrar el vaso. Hay adolescencias vividas en el temblor, pero aquí el gesto, por reiterado, se banaliza. Medvedenko es Jacob Torres. Un papel pequeño, desagradecido: el hombre tímido, vulgar, sin historia aparente. Error: su grandeza es el iceberg oculto, ese amor por Masha que no se evidencia, que no tiembla. Torres suele interpretar personajes enérgicos, violentos o cómicos. Aquí es la absoluta contención; un perfil casi japonés. Su Medvedenko se mataría de un tajo limpio, para no hacer ruido, y con papeles en el suelo para no manchar. Kostia es Biel Durán, soberbio en Más pena que Gloria y La chica de ayer. Un Kostia más niño que nunca en su desamparo. Sin pataletas: radicalmente serio. A primera vista, se diría que el centro de irradiación de Biel Durán está en su mirada, abierta, de ojos enormes. Y lo es, pero hay algo más, algo aprendido a fuerza de trabajo: siempre tiene la emoción a punto, fresca y sin subrayados. Piotr, el tío de Kostia, es Manel Sans, un joven veterano al que nunca había visto tan bien. Fuerza, convicción. Piotr sabe que está yéndose, que le queda poca cuerda. No tiene tiempo que perder en comedias sociales. Ya lo sabe todo de todos y sabe también que pocas cosas tienen remedio, pero aun así trata de ayudar a su sobrino porque le quiere (y ese cariño tampoco lo había visto yo antes). Entra Nina, Alba Sanmartí. Perfecta su relación con Kostia, y su juego con Trigorin: seduce y es seducida. Y conmovedora en su despedida, auténtica prueba de fuego. Selvas le ha montado el monólogo en penumbra, como si al personaje le diera vergüenza confesarse. Hay otra buena idea: recita el tercio final (el escrito de Kostia, alucinado y lírico) alejándose por el patio de butacas, pura imagen de la pérdida, de la esfumación. Ese monólogo aún ha de cuajarse del todo, pero ya es un logro. Más miradas: la de Josep Julien, un Trigorin a caballo entre Houellebecq y Cassavetes, que en la formidable escena de la seducción desnuda su alma y "representa" su desnudez. Y la de Andreu Benito: los ojos del que sabe, como diría García Calvo. Los ojos del hombre que ha amado y vivido plenamente, pero en cuyo fondo late la dureza del que nunca se comprometió ni se comprometerá. Hay un momento extraordinario, mano a mano con Tilda Espluga (Polina), una de esas actrices que siempre está, aun sin palabras: cuando ella, desde el quicio, le suplica que la saque de allí, que se la lleve lejos, y comprendemos que Dorn jamás lo hará, que Polina tendrá que quedarse con Ilya, un personaje pelmazo al que Norbert Ibero logra imprimir calidez y simpatía. En el centro de la historia está, por supuesto, Arkadina, pero no hace falta que lo esté tanto. Para mi gusto, Selvas parece haberle marcado a Rosa Renom un excesivo perfil de niña mimada, y una crispación casi constante: ese dibujo y algunas explosiones generales un tanto chilladas son las únicas pegas que le pongo. La Renom siempre es un lujo, pero no alcanza las cotas de sus grandes trabajos anteriores porque a esa Arkadina le faltan contrastes: es demasiado bitchy (sus exageradas reacciones durante la función de Kostia) y apenas percibimos su encanto, su vulnerabilidad. Es una mujer, no un monstruo de egoísmo a lo Bette Davis. Cuando pille completa a Arkadina, este pedazo de actriz volará tan alto como la gaviota del título.
La adaptación de Martin Crimp es tensa y tersa; y viva y sin sombra de retórica la versión catalana de Cristina Geneb
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.